Esteban VI (896-897) ordenó exhumar el cadáver del papa Formoso, fallecido nueve meses antes, y someterlo a juicio en un concilio que ha pasado a la historia como el Concilio Cadavérico, el Sínodo del Terror o el Sínodo del Cadáver. Para ello, se vistió a Formoso, o a lo que quedaba de él —no estaba incorrupto, como el brazo de Santa Teresa o el Santo Prepucio—, con las ropas papales (que le quedaban muy holgadas, dadas las circunstancias) y se lo sentó en un trono para que escuchara las acusaciones, la principal de las cuales, gravísima, fue que, siendo obispo de una diócesis, la de Porto, cerca de Roma, la había abandonado para ocupar como papa la diócesis de la Ciudad Santa. Como no podía ser de otra manera, se encontró culpable a Formoso, se declaró inválida su elección como papa y se anularon todas los actos y disposiciones de su papado. A continuación, se despojó el cadáver de sus vestiduras, se le arrancaron de la mano los tres dedos con los que impartía las bendiciones, y fue arrastrado por las calles de Roma, quemado y arrojado al Tíber. Sus restos —comprensiblemente, muy escasos— fueron depositados en un lugar secreto. Formoso no reaccionó a esta injusta condena, como antes no había reaccionado a su no menos injusta inculpación, aunque, por la expresión que mantuvo durante todo el juicio, no fueron los mejores días de su muerte.
Sergio III (904-911) mandó asesinar a sus dos predecesores inmediatos, León V y Cristóbal (sus esbirros los estrangularon mientras estaban presos), y tuvo un hijo ilegítimo que más tarde se convertiría también en papa, con el nombre de Juan XI (el primero y, hasta el momento, único caso de sucesión dinástica en el papado). Mantuvo una tormentosa relación con Marozia, hija putativa del senador Teofilacto I, gracias al cual Sergio se había aupado al papado (aunque algunas fuentes la creen hija de otro papa, Juan X), y madre del mentado Juan XI. Pese al mucho tiempo que dedicaba Sergio III a sus turbulentas relaciones familiares, participó activamente en el Concilio Cadavérico convocado por Esteban VI, siempre en contra del pobre Formoso (aunque este lo había hecho obispo).
Juan XII (955-964), conocido com “el papa fornicario”, fue elegido para ocupar la sede de Pedro con dieciocho años y, desde ese mismo momento, convirtió el palacio de Letrán en una mezcla de letrina y burdel, en el que organizaba orgías y se encamaba con cuanta mujer se le pusiese a tiro, ya fuesen solteras o viudas o tuviesen marido; llegó a hacerlo con su propia sobrina y con Estefanía, la concubina de su padre, Alberico II (de quien era hijo ilegítimo). En un concilio convocado por el rey Otón, los cardenales, obispos, clérigos y laicos presentes acusaron a Juan de mofarse de la religión, invocar a los dioses paganos mientras jugaba a los dados, vender las consagraciones episcopales (incluso había nombrado obispo a un niño de diez años), así como de muchos otros vicios, pecados y delitos tan graves como el incesto, el perjurio, el homicidio y el sacrilegio. Juan hubo de huir de Roma, pero no lo hizo sin llevarse consigo el tesoro de la Iglesia. Murió en el 964, asesinado de un martillazo en la cabeza por un marido que lo sorprendió beneficiándose a su mujer (aunque otra versión dice que murió de apoplejía en plena coyunda).
Bonifacio VIII (1294-1303) organizó una cruzada contra la ciudad de Palestrina, en el Lacio, para demolerla y masacrar a sus 6.000 habitantes, porque la ciudad se había demostrado leal a la familia Colonna, con la que el papa estaba enfrentado (entre otras cosas, los Colonna se habían quedado con el tesoro papal; es lógico que estuviera enfadado). Luego, le regaló los territorios devastados a su familia. Pero su principal enemigo fue el rey de Francia Felipe IV, con quien mantuvo infinidad de disputas. Felipe acabó apresándolo y encarcelándolo. Bonifacio murió enajenado, dándose cabezazos contra la pared, y Dante, con quien también se había indispuesto, lo situó para siempre en el octavo círculo de su infierno.
La elección de Urbano VI (1378-1389) desencadenó el Cisma de Occidente, a consecuencia del cual la Cristiandad llegó a disfrutar de tres vicarios de Cristo al mismo tiempo (uno de los cuales fue el pintoresco Benedicto XIII, el papa Luna, aragonés, cuya obstinación por ser papa ha legado al idioma la expresión “seguir o mantenerse en sus trece”). En el curso de sus muchos conflictos con los reyes y cardenales de su época, Urbano VI desbarató un complot de los purpurados que él mismo había creado: a seis de ellos los encarceló, les confiscó los bienes y, a los que no confesaron su participación en la conjura, los torturó salvajemente (y se quejó de que no gritaban lo suficiente). Luego, los ejecutó por traición.
Alejandro VI (1492-1503), valenciano, accedió al papado gracias a las influencias que le proporcionó su tío, el papa Calixto III, y a que sobornó a unos cuantos cardenales para que votaran por él. Siendo sacerdote y obispo, había tenido siete hijos, a cuál más infame: Pedro Luis, Jerónima, Isabella, Juan, César, Lucrecia (la refinada asesina, aunque sus hermanos no eran mancos) y Godofredo (en valenciano, Jofre). Ya en el sitial de Pedro, tuvo dos retoños más, Juan de Borja y Rodrigo de Borja, y mantuvo un tórrido idilio con la bella Julia Farnesio, de la que nació una hija, aunque no se ha logrado esclarecer si el papa fue, en efecto, el papa o el consentidor marido de Julia. Alejandro VI creía a pies juntillas en el mandato bíblico de multiplicar la especie, aunque no tanto en el celibato. Aplaudió y se benefició de la expulsión de los judíos ordenada por los Reyes Católicos, cuyos bienes se repartieron la Corona española y a la Santa Sede. Nombró cardenal a su propio hijo, César, y adelantó el momento de que algunos prelados que se le oponían a él o a sus hijos se reunieran con su Hacedor. Participó e intrigó, generalmente con éxito, en todos los conflictos políticos y militares de su tiempo para aumentar su poder y el de su numerosa familia. Y murió, probablemente envenenado, once años después de que el Espíritu Santo lo eligiera para gobernar la iglesia.
León X (1513-1521), creado cardenal a los trece años, se pulió un tercio del tesoro papal en las celebraciones por su elección como sumo pontífice, y en los meses siguientes dilapidó enteramente la fortuna de la Iglesia. Sus grandes dispendios en banquetes y obras de arte se financiaron con la multiplicación de tributos, la contracción préstamos a un interés leonino del 40% y la venta masiva de indulgencias, con las que, decía, se podía conseguir casi cualquier cosa del Altísimo (y también de los propios cristianos: con ellas se pagó buena parte de las obras de la basílica de San Pedro). León X fue también acusado de fornicar, tener hijos ilegítimos (entre ellos, Lorenzo II de Médici) y hasta practicar la sodomía. Bien aleccionado por su infame predecesor Alejandro VI, repartió grandes beneficios entre su familia y también supo eliminar a sus peores adversarios: en 1520, atrajo mediante engaños a Roma al señor de Perusa, enemigo declarado suyo y lo hizo detener al día siguiente, para torturarlo y decapitarlo después. El pontífice se quedó así con la ciudad de Perusa y sus territorios adyacentes.
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