Este año, mi familia y yo hemos decidido pasar unos días en Llançà, uno de los pocos pueblos de la Costa Brava que ninguno de nosotros conoce. Nos alojamos en la casa de unos franceses que goza de unas vistas espléndidas sobre El Port —el barrio en el que nos encontramos; la otra parte de Llançà es la Vila— y el Mediterráneo. La contrapartida de la buena ubicación de la casa es su pésima decoración, una mezcla de plásticos de colores chillones (el rosa es el predominante), setentera y kitsch. (Destaca con luz propia, y nunca mejor dicho, una lámpara de mesa cuyo interruptor es el pene de la figurita que funge de estructura: para encenderla, hay que llevarlo hacia arriba). A uno de mis hijos, la decoración le recuerda a la de La naranja mecánica. La no excesiva comodidad del mobiliario contribuye también a que pronto abandonemos el lugar y empecemos a explorar el pueblo. La primera tarde, en que Álvaro y yo aún estamos solos, y tras zamparnos una buena paella vegetariana en uno de los pocos restaurantes no totalmente carnívoros de la localidad, bajamos hasta la playa del Cros, una de las que jalonan los siete kilómetros de costa del pueblo, y que resulta la más próxima a nuestra residencia. Todo está tranquilo —es finales de septiembre, y la caterva de turistas que lo invaden todo en julio y agosto se han desvanecido, afortunadamente— y disfrutamos de un largo paseo por la playa y el camino de ronda que recorre la costa desde Port de la Selva hasta Colera, el penúltimo pueblo de la Costa Brava, más allá del cual solo queda Port-Bou, cuyo principal atractivo consiste en ser el lugar donde se suicidó —y está enterrado— Walter Benjamin, el filósofo perseguido por la Gestapo. Quizá inspirados por la figura trágica de Benjamin, Álvaro y yo hablamos de la noticia del día, el discurso —por llamarlo algo— de Donald Trump ayer en la sede de las Naciones Unidas. “Hablar” también es un eufemismo, porque a lo que nos dedicamos es a despotricar, saturados de indignación, por la nueva sarta de barbaridades que ha soltado el energúmeno de la Casa Blanca. Mientras nos desahogamos ante las olas del Mediterráneo, que se nos acercan indiferentes, observamos, en el otro extremo de la playa, plantada junto a unas barcas deportivas volcadas en la arena, una tienda de campaña y a unos excursionistas. Habría jurado que acampar en la playa estaba prohibido en Cataluña, pero esta gente no ha tenido, ni tiene, inconveniente en hacerlo. Es más, uno de los campistas está pescando tranquilamente en el mar. Cuando volvemos a casa ya está atardeciendo, y observamos entonces un paisaje encantador: Lançà iluminada, con ese juego de ocres y dorados que difumina los volúmenes y a la vez los enardece. Al día siguiente, ya todos reunidos, seguimos paseando por el hermoso camino de ronda que atraviesa el pueblo. Iniciamos la marcha en el Castellar, el islote que en los años 60 del siglo pasado acabó uniéndose a tierra firme, justo delante de lo que hoy es el puerto deportivo de Llançà, limpio, ordenado, de barcas pequeñas, nada de los yates ostentosos que colonizan otras radas e instalaciones. En el Castellar, una pequeña elevación rocosa, se aúnan vestigios de la Edad del Bronce —se conoce que algunos sapiens ya venían a refugiarse aquí hace 5.000 años—, restos de una torre de vigilancia circular de la Edad Media —otra atalaya de las muchas que recorrían esta costa inveteradamente saqueada por piratas de toda suerte— y los dos búnkeres que la República construyó, durante la Guerra Civil, para protegerse de los ataques de la aviación fascista italiana (otra especie pirata) que machacaba Cataluña desde Palma de Mallorca y de un eventual desembarco de las fuerzas de Franco en la costa catalana —que nunca se produjo—. El paisaje que admiramos es pizarroso, y el negro del granito se alía polémicamente con el blanco del oleaje. El camino prosigue por la tarde en dirección a la Punta d’en Rafel y la playa del Borró. Al principio de la ruta, pasamos por delante de unas casitas antiguas —de los 60 o 70—, que me recuerdan a las que veíamos en el paseo de Calpe, en Alicante, cuando veraneábamos allí, mucho antes de que el hermoso pueblo de pescadores del que hablara con tanta melancolía Arturo Barea en La forja de un rebelde se convirtiera en el Benidorm B que es ahora. Los vecinos han embellecido el camino con barcas de colores, colmatadas de tierra y plantadas de flores, a las que han añadido leyendas convivenciales, algo empalagosas: “No cortes la belleza”, dice una; y otra: “Tú eres el jardín”. (Más adelante, ya en el bosque, comprobaremos que no ceja el ánimo docente de los lugareños: otro cartel nos insta a que no utilicemos el bosque de letrina y nos recuerda que el papel no es biodegradable, aunque se equivoca en ambas cosas: el abono humano contribuye a la lozanía del bosque y el papel sí es biodegradable). También nos cruzamos con seres peculiares: un pastor alemán de tres patas, por ejemplo, y varios alemanes de dos, enfundadas en sandalias y calcetines. Durante el paseo, apreciamos mejor el paisaje torturado de la Costa Brava, los roquedales lávicos, las sendas pedregosas, flanqueadas por pinos que reptan, aplastados contra el suelo por los vientos inclementes, y por cardúmenes de cardos, y los búnkeres que siguen apareciendo, como bocas de cemento, con los labios pintarrajeados de grafitis, entre la vegetación espinosa. Esta abundancia de fortines me recuerda a Albania, donde la obsesión de Enver Hoxha por construirlos, para evitar una invasión del país por parte de los Estados Unidos que el amado líder albanés estaba convencido de que se iba a producir, llenó de ellos los campos y las playas. Como los Estados Unidos tenían mejores cosas que hacer que invadir Albania, desde aquellos búnkeres nunca se disparó un tiro, y quedaron abandonados. Y así, durante décadas, la irrisoria línea Maginot de Hoxha fue utilizada por los empobrecidos albaneses como retrete de campaña o para cultivar champiñones, lo que no deja de ser un comportamiento poético: T. S. Eliot decía que escribir poesía consiste en sacar el máximo partido de una mala situación. En la playa del Borró, que bordea una hermosa bahía, vemos un solitario velero fondeado, que se balancea levemente al suave empuje del agua, y también, sentado en una roca, a un paseante con un chaleco amarillo y un gorro rojo. En la arena, dos bañistas, un hombre y una mujer, se desnudan y se lanzan al mar, cuya temperatura no invita al chapuzón. Pero ellos son audaces y nadan vigorosamente lejos de la playa. Al otro extremo de la bahía, vemos un tren interrumpir fugazmente el paisaje. Nuestra siguiente visita, durante la estancia en Llançà, es el monasterio de Sant Quirze de Colera, en el municipio vecino de Colera. Nos ha recomendado conocerlo Marta, una de mis alumnas de los cursos de poesía que imparto en la librería Nollegiu de Barcelona, y veraneante habitual en Llançà. El monasterio, del siglo X —el propio Carlomagno había autorizado su fundación—, es de un románico primitivo, muy puro. Como no se puede visitar —de hecho, parece algo dejado: la maleza crece junto a los muros y también en el interior—, lo rodeamos paseando. Estuvo fortificado, y conserva la grandeza de los lugares preparados para resistir el ataque de los enemigos, fuesen cuales fuesen; quedan hasta los restos de un foso. Abundan los cardos y el hinojo, cuyo olor anisa el aire. A poca distancia, se alza la iglesia de Santa María, de líneas asimismo muy sencillas, pero deliciosas. Y ambas construcciones ocupan el centro de un pequeño valle, muy verde, sin ninguna otra construcción, salvo el restaurante que las escolta, que, cuando llegamos, está ocupado por una turba de moteros franceses que recuperan, en la terraza del establecimiento, las fuerzas que necesitan para llenar el ambiente de humo y de ruido. Por suerte, tardan poco en irse (estruendosamente) y nosotros ocupamos su lugar (silenciosamente). En el restaurante nos atizamos al cabo de poco un arroz seco con butifarra y bolets que resucitaría a un muerto. En la explanada que antes ocupaban las cabras de los moteros, solo quedan ahora un par de coches y un curioso sidecar lila, que no sabemos si admirar o compadecer. En nuestro último día de estancia, visitamos lo que quizá deberíamos haber visto primero: el centro histórico de Llançà, que es pequeño pero ameno. Para llegar a la plaza Mayor, pasamos por calles engalanadas no con banderines o farolillos, sino con bordados colgados. Se conoce que aquí el bordado es tradición. En una de ellas, hemos de apartarnos, pegándonos a las paredes, para que pase un muro móvil de jubilados que está visitando el lugar y ocupa, como los bordados, toda la vía, de lado a lado. Ya en la plaza Mayor, el primer asombro nos lo proporciona el llamado Árbol de la Libertad, un único plátano plantado en su centro, en 1870, de veinticinco metros de altura, y cuya copa cubre literalmente (es decir, cuya copa copa) toda la plaza. La iglesia de San Vicente destaca junto al árbol, aunque su atractivo radica solo en las empinadas escaleras que conducen a ella, flanqueada por grandes tiestos de flores rojas, y en la propia fachada del templo, de un neoclasicismo despejado y suave, aunque perturbado por una Virgen moderna, a lo Subirachs, en la hornacina que corona la portada. El interior del templo resulta anodino y, como me apunta Álvaro, ni siquiera tiene órgano. No obstante, cuando salimos, dos señoras acarician con devoción las rodillas del Cristo crucificado que se encuentra junto a la puerta de salida, y que, ennegrecidas y gastadas, lucen ya el rastro de muchísimas manos pertenecientes a personas que albergan el pensamiento mágico de que tocar un trozo de madera les pone en contacto con la divinidad. Muy cerca de la iglesia, se encuentra la torre románica, que era el campanario de la antigua iglesia de San Vicente, que fue demolida cuando se construyó la nueva, entre 1690 y 1730. Pero como esta se erigió sin campanario, los llansanenses decidieron conservar la torre y el suyo.
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