Con el silencio se oye lo inaudible. Lo que palpita calladamente en un bosque. Lo que resuena sin ruido en el mar. Lo que dice un corazón enamorado. Con el silencio se llega a la frontera de lo perceptible, donde solo estamos nosotros. Con él, pues, se oye el yo. Y así es, físicamente, porque el silencio absoluto no existe. Incluso cuando no hay sonido alguno, están los sonidos de quien escucha: el flujo sanguíneo, el hincharse y deshincharse de los pulmones, los mecanismos siderúrgicos del oído. El silencio da paso a una sinfonía queda, y entonces se comprenden las evoluciones de la conciencia y los itinerarios del ser, que no son otra cosa que músculo y circunvoluciones. Los pájaros cantan con más fuerza en silencio. Los libros son tribunos. Los cristales que entrechocan, discuten, pero sin conflicto, sin derramamiento, con el excitante sosiego de lo callado. Un amante que mira a otro amante en silencio declara mucho más que si hablase. El verbo que difunde es benigno y descabellado como una rapsodia, o como los instrumentos que la pronuncian, sin manos que los toquen, olvidados en una habitación. El silencio nos salva del embrutecimiento de la confusión. Abate las defensas que hayamos aparejado contra el embate inclemente del juicio. Los fenómenos del mundo perturban. Tratan por todos los medios de que no nos quedemos a solas con nosotros mismos. El silencio nos limpia, obligándonos a enfrentarnos con nuestra suciedad innata. Y quizá descubramos, al hacerlo, un paisaje incomprensible, recorrido por fieras y turbulencias, pero también exuberante de deseo. Allí no disparatamos. El cataclismo está a la vista, amparado por el silencio, revelado por él. Como los ejércitos antiguos atacaban trompas y atabales para amedrentar al enemigo y enardecerse a sí mismos, así obra el ruido, contra el que no tenemos parapeto: el oído es el único sentido que no podemos clausurar ni abstenernos de utilizar. El ruido siempre se infiltra. Es el adversario contra el que debemos redoblar los timbales del silencio. Si lo derrotamos, el campo quedará expedito: nosotros quedaremos expeditos, asomados al páramo o a la espesura del espíritu. Quizá no veamos nada que nos agrade —más aún: Goethe esperaba que Dios no le permitiera nunca conocerse; Mafalda se preguntaba, siglos después: «¿Conócete a ti mismo? ¿Y si me conozco y no me gusto?»—, pero el silencio alumbrará una visión pura, aunque acaso lastimosa; una visión sin aditamentos, sin las adherencias de los días y las noches, dolorosamente desnuda. El silencio garantiza que no nos escapemos, pese a cuánto deseamos escapar. No obstante, arrostrar ese territorio sumidos sin remedio en el estruendo de los amaneceres y la algarabía de los anocheceres nos enfrenta a un cielo interior borrascoso, pero en el que se puede volar. El silencio procura ojos e inteligencia. El silencio descorteza la realidad de sus nudos y sus huecos, cuyos ecos laceran. El silencio nos arranca las capas de estiércol que nos recubren después de muchos años de hacer los mismos gestos, de repetirnos las mismas mentiras, de administrar las mismas tristezas. El silencio es una casa vacía en la que el menor roce provoca un estrépito. El silencio es la cama donde duermes, en la que no hay nadie. El silencio es la alameda donde se pierden los pasos que se dan y los que no se dan, que solo se encuentran en un precipicio sin abismo y sin ruido. El silencio, en los cementerios, es un temblor hipóstilo, una enzarzarse de hojas, una risa sin labios que acaricia la boca, una melancolía muda que corre por entre las tumbas y se refresca con el agua del grifo que abren los que quieren limpiar las lápidas y regar las flores que han depositado. El silencio tiene el color de la nada y el sabor del gin-tónic. El silencio nos desespera y nos fortifica. Sin él, lo soez tendría manos, y la injusticia, fusiles. Si acallamos el silencio, morimos.
Me encanta…
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