Asesinos islamistas han matado, hace pocos días, a 31 personas en Bruselas y herido a casi 300: admirable acción de los creyentes en un Dios misericordioso. Y, como era de esperar, los intelectuales progresistas de nuestro país se han apresurado a enjuiciar el atentado sin referirse apenas a su naturaleza religiosa, que es algo así como valorar una caballa con encurtidos y hojas de mújol de Joan Roca sin reparar en que es una delicatessen de pescado. En algún caso, las referencias han sido nulas: en el artículo "Una cuestión capital", de Eva Borreguero, profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, aparecido en El País el 24 de marzo, la Sra. Borreguero se las apaña para no mencionar ni una sola vez la palabra "religión". Las bombas son consecuencia de la ideología, dice, y yo me asombro de tanta lucidez, de semejante clarividencia. Cuando esté algo menos deslumbrado por la brillantez de su análisis quizá pueda leer, en un futuro artículo suyo, por qué la ideología de los islamistas conduce al asesinato: qué elemento o elementos singulares de esa ideología, si es que hay alguno, determinan que alguien se ate bombas a la tripa y se vuele en la sala de espera de un aeropuerto o una estación de metro llena de gente. Pero la religión que ha empujado a los servidores del Profeta a liquidar a un hatajo de infieles y alcanzar ellos mismos el paraíso de las huríes eternamente vírgenes, no solo está en Bélgica (y antes en París, en Londres, en Madrid, en Nueva York...), sino también muy cerca, en España, aunque aquí —por fortuna, a pesar de todo— en formato pacífico: es Semana Santa. Y en Semana Santa las calles y los telediarios se llenan de procesiones y disciplinantes, de cofradías y vírgenes santísimas, de caperuzas moradas y gente con gomina hasta en las cejas. Siempre me ha repelido esta celebración del dolor, esta exaltación de la tortura y la sangre, este avasallamiento lúgubre, incluso a plena luz del día, de cirios y cilicios, de coronas de espinas y rostros contraídos por el sufrimiento. Lo que más me ha sorprendido siempre —ya me lo preguntaba de niño, cuando el aluvión de películas de romanos que llenaban los dos únicos canales de televisión me llenaba a mí de aburrimiento y me hacía reflexionar sobre hechos inexplicables— han sido las muchedumbres que se echan a la calle para abrazar los placeres del tumulto religioso y hasta participar activamente en él, acarreando imágenes espantosas de varias toneladas de peso. Más aún: muchas de estas personas no esperan otra cosa a lo largo del año: las procesiones de Semana Santa son el desiderátum de su vida, la cúspide de su existencia mundana, el orgullo y la gloria de su ciudadanía. Para ellas se preparan once meses y tres semanas, y, cuando llegan, son recibidas apoteósicamente por toda la familia. Mi respuesta para el pasmo que este tenebroso gregarismo me ha causado siempre, es la misma que para el malsano placer que confieso me producía a veces marcar el paso en la mili: la satisfacción de pertenecer al rebaño; la certidumbre de contar con el aliento del grupo, por fétido que sea; la protección claustral que otorga una masa impulsada por una misma pulsación anímica; el orden impuesto que acalla o mitiga el desorden interior, el desorden inevitable, el desorden humano. Paradójica o contradictoriamente, hoy Ángeles y yo hemos decidido asistir a la pasión de Torrecilla de los Ángeles, el último pueblo de la Sierra de Gata. Siempre he rehuido los azotamientos, tamborileos y desfiles de estos días: no me han interesado ni siquiera como observador. Pero me han hablado bien de este espectáculo colectivo, prueba de la religiosidad popular, que remite a otros muy asentados en otros lugares, como la Passió de Esparreguera, un pueblo a 30 km de Barcelona conocido, sobre todo, por una representación que se remonta a principios del s. XVII. El de Torrecilla no es tan antiguo; de hecho, el auto sacramental que veremos esta noche se representó por primera vez en 1987. No obstante, ya se solicita que sea declarada "Fiesta de Interés Turístico Internacional" o, por lo menos, "de Interés Regional". Lo entiendo: hay que atraer turistas, es decir, dinero, como sea. Cuando llegamos a Torrecilla, a una media hora de Hoyos, nos dirigimos a la Plaza Mayor, que es donde empieza el espectáculo. La luna está llena y el cielo, estrellado: la claridad baña la noche. En la plaza se han congregado ya varios cientos de personas, todas de pie. Me llama la atención que el escenario se haya dispuesta en el lado más alto del lugar —la plaza está inclinada de este a oeste— y no en el más bajo, lo que facilitaría la visibilidad, dificultada, como comprobaremos enseguida, por el gentío, los niños a hombros y los brazos que emergen de la multitud con un móvil entre los dedos para fotografíar o grabar lo que sucede. En la plaza hay una fuente y una oficina de Liber Bank. La alcaldesa del pueblo y el presidente de la asociación de amigos de la Pasión, organizadora de la representación, inician la velada con sendos parlamentos que, aunque de oratoria poco sofisticada (la alcaldesa abrevia el suyo con un racial "bueno, no me quiero enrrollar, le paso la palabra a este —señalando al presidente de la asociación—, porque hay que ir ya al lío..."; el presidente, por su parte, no deja de repetir que hay que seguir "aportando" para que se pueda pagar lo mucho que cuesta todo), transmiten bien el espíritu comunitario del evento. Nosotros aprovechamos el introito para devorar los bocadillos de jamón serrano que nos hemos traído a guisa de cena. En el cine habría sido una bolsa de palomitas; aquí parece más adecuado el bocadillo de jamón. La obra se desarrolla en cuatro lugares diferentes: la Plaza Mayor, un olivar, la puerta de la iglesia y la cooperativa. Esta representación itinerante tiene la ventaja de que nos permite conocer el pueblo, pero el inconveniente de que hay que desplazarse por calles estrechas, en poco tiempo, junto con varios cientos de personas: en las riadas humanas que se forman se mezclan los actores, disfrazados de palestinos del siglo primero (aunque con gafas, relojes y cigarrillos del vigésimoprimero), los agentes de protección civil, los de la policía municipal, los encargados del atrezzo, los fotógrafos y representantes de prensa, y el público. Supongo que esto es lo bueno de un espectáculo así: la vivacidad e inmediatez de la representación, la plenitud de la experiencia colectiva, aunque estos beneficios se vean enturbiados por no pocos codazos, pisotones, juramentos y carreras para pillar sitio. A alguna de las escenas sencillamente no llegamos: frenados por la multitud, apenas alcanzamos a oír lo que dice Caifás delante de la puerta de la iglesia, embellecida por dos enormes palmeras de luz. Sin solución de continuidad, la multitud nos arrastra al siguiente cuadro: nos cruzamos con dos hermosos alazanes, montados por dos caballistas vestidos de romanos, que piafan y patalean (los alazanes, no los caballistas), y también con un borrico peludo y negro, atado a una pared y muy quieto, que me recuerda a Platero, aunque en oscuro (Juan Ramón tuvo la virtud, entre otras, de hacer que, siempre que veamos un burro, pensemos en Platero). Los actores de la Pasión son vecinos de Torrecilla. Casi todo el pueblo (salvo algunos renegados a los que vemos tomándose carajillos en los bares) se implica en la representación: hasta cosen ellos mismos el vestuario que emplean. Su esfuerzo es meritorio, pero tanto Ángeles como yo opinamos que habría que reforzar la dirección artística. Del papel de Jesús se encarga el joven Óscar, que toma el relevo del "gran Abel Vázquez" —así lo ha llamado el presidente de la asociación—, que lo ha desempeñado muchos años. El texto que dicen es una adaptación del Evangelio de San Juan hecha por el que fuera párroco de la localidad durante 40 años, don Andrés Pulido Jaraíz, que en paz descanse. Advertimos un valioso trabajo de actualización de la prosa bíblica, aunque los registros empleados difieran, a veces, demasiado entre sí o resulten, incluso, incoherentes: se me hace extraño, por ejemplo, que Caifás se dirija a Herodes y a Pilatos de "usted" y diga, con demasiada contemporaneidad, "disculpe que le moleste en su casa", en lugar de "disculpad que os moleste en vuestra casa". Pero esto son minucias. Lo importante es el trabajo colectivo que la obra supone. La escenografía es encomiable: hasta Judas, iluminado de rosa, aparece ahorcado de un olivo (al pasar junto al cuerpo colgante, una niña le pregunta a su padre qué significa "ahorcado"). Otros ejecutados serán Jesucristo y los dos ladrones en el Gólgota, situado hoy delante de la cooperativa de Torrecilla. Los actores que representan estos papeles afrontan casi desnudos el clima(x) y, teniendo en cuenta el frío que hace esta noche, se ganan el cielo, y nunca mejor dicho. Entre la música que acompaña suavemente las escenas, reconocemos los temas centrales de La lista de Schindler y La Misión. La promiscuidad con el público nos permite conocer de primera mano sus opiniones sobre la obra y su desarrollo. Cuando Pilatos ordena azotar a Jesús y los soldados desenfundan los látigos, alguien cerca de nosotros grita: "¡Sacad la espada láser!". Pero Ángeles apenas resiste ya: llevamos dos horas de trasiego y empujones por el pueblo, y tiene frío. Lo cierto es que está deseando marcharse desde el final de la primera escena, pero yo he frenado su deserción, lo que no deja de ser curioso: la católica es ella; yo, el ateo. Aguantamos hasta el descendimiento de la cruz, pero decidimos abandonar el lugar antes de que lo hagan, por la misma carretera, todos los demás visitantes de esta noche. En el camino de regreso al coche, observamos un cartel colgado en una puerta: "Prohibido aparcar los jueves santos".
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