La incredulidad ha crecido. Confieso que me ha pasado a mí y sé que también les ha pasado a otros. ¿Cómo es posible que alguien como Donald Trump esté en condiciones de ser el próximo presidente de los Estados Unidos? Cuando empecé a verlo en televisión postulándose como candidato republicano a las elecciones presidenciales, pensé que era una astracanada más del sistema político norteamericano. Todos los sistemas tienen las suyas: en el nuestro, alguien llamado Jesús Gil y Gil, con un partido llamado GIL, fue alcalde de Marbella muchos años, y, recientemente, dos personajes de tan prístina catadura moral como Luis Bárcenas y Rita Barberá han sido, o aún son, senadores, esto es, Padres de la Patria. Pero lo de Trump era más bien un pintoresquismo de serie B (o C, o Z), una memez exudada por una cultura con un fuerte sentido del espectáculo, aunque coherente con la trayectoria singular del personaje: a Trump solo se le conocía —al menos, solo lo conocía yo— por ser el marido de Ivana Trump, aquella nulidad siliconada, musa de todas las vaciedades enjoyadas de la jet set yanqui. Sin embargo, esa anécdota que solo movía a la sonrisa displicente o, como mucho, a una perplejidad regocijada se ha convertido, caucus tras caucus, en una opción presidencial real, es decir, en un peligro real (y sobrecogedor). Y vuelvo al principio: ¿cómo es posible que alguien que hace que George W. Bush parezca Aristóteles haya llegado hasta donde está, a un paso de ser nombrado candidato del Partido Republicano, el de Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt, a la presidencia de su país? En realidad, el problema no es Donald Trump, como no lo eran Jesús Gil, ni Silvio Berlusconi, por poner otros dos ejemplos de políticos abyectos. El problema es toda esa gente que, en las noticias de la televisión sobre él o su campaña electoral, aparecen a su alrededor aplaudiéndolo, vitoreándolo y, finalmente, votando por él; esas personas que portan carteles con leyendas que lo exaltan; esos sujetos con stetsons, o bandanas con las barras y estrellas en la cabeza, o camisetas con mensajes contra los inmigrantes, que le declaran su amor. En las sociedades democráticas, la culpa de que quien gobierne sea un delincuente o un subnormal no es del delicuente o del subnormal, que, en definitiva, se limitan a utilizar los mecanismos del sistema para pillar todo lo que puedan, sino de quienes los votan. A los que habría que combatir es a estos individuos. Y por combatir quiero decir hacer frente a sus prejuicios, sus carencias y sus fobias. Trump no empeorará la cultura y la sociedad americanas: Trump es el empeoramiento de la cultura y la sociedad americanas. Un caudal de miedos, incertidumbres y necesidades insatisfechas se ha arremolinado en torno a él y lo ha aupado en esa ola de popularidad que amenaza con llevarlo hasta la Casa Blanca, para horror de muchos compatriotas y del mundo entero, salvo Putin. Su aspecto físico, entre gallináceo y repulsivo, no suscita rechazo entre quienes lo han elegido su adalid. Por el contrario, es indicativo, para ellos, de que la fachada no importa: de que lo que cuenta es el contenido. Cualquiera, en ejercicio del sueño americano, sea galano o feísimo, luzca la melena de Sansón o la ensaimada de Trump, puede aspirar a lo más alto. Aunque lleve siempre la corbata —un símbolo fálico como otro cualquiera— por debajo de la hebilla del cinturón, hasta casi la bragueta: algo imperdonable. Tampoco importa que se espante ante el movimiento imprevisto de un águila calva, el símbolo de la gran nación americana, o que se encoja del susto ante el espasmo de alguien próximo al estrado en el que está hablando: la reacción de cobardía no significa que, contra su vociferante matonismo de saloon, siempre contra los más débiles, Trump sea cobarde, sino que es espontáneo y natural, y que se comporta como previsiblemente lo haría cualquiera de los que lo apoyan. Tampoco es relevante que sea millonario y que quienes votan por él sean, en su mayoría, humildes o pobres. Su fortuna demuestra que ha vencido a las dificultades y que ha triunfado, y el éxito en los negocios se asocia en los Estados Unidos, de impepinables raíces calvinistas, al éxito metafísico, a la apoteosis trascendental. Aunque recordáramos que su entrada en el mundo del comercio fue de la mano de su padre, un importante empresario inmobiliario, que le dijo cobijo y trabajo en su establecimiento, Elizabeth Trump & Son, los que ven en Trump al supermán que necesita una superpotencia alicaída (¿cómo no va a estar alicaída si la preside un negro?) no abjurarían de él: Donald ha sabido aprovechar las oportunidades, y eso demuestra su valía. Los americanos tienen muchas virtudes: son hospitalarios, amables, prácticos, trabajadores, francos y generosos, pero Donald Trump representa todos sus defectos: es arrogante, vulgar, inelegante, inculto y engreído. Y estas características se han convertido en el vector que polariza los lamentables afanes y las siniestras esperanzas de muchos de sus compatriotas. El pensamiento —por llamarlo algo— filofascista del nuevo ídolo de las masas más nacionalistas y conservadoras reúne lo peor de las corrientes de opinión actuales de su país. Levantar una valla que impida la inmigración de México y otros países centro y sudamericanos, igual que prohibir la entrada de musulmanes en el país, es un hijo espurio de la atrabiliaria doctrina Monroe y un ejemplo paradigmático de que la voluntad de aislamiento es siempre hija del miedo, además de una medida que suscita alguna perplejidad lógica: ¿qué piensa hacer Trump con la población hispana y musulmana que ya vive en el país, que suma muchos millones de personas, y que tanto ha contribuido a la prosperidad reciente de los Estados Unidos? ¿Expulsarlos? Lo más revelador de estos dislates no es su contenido, con ser deleznable, sino su forma: esa manera de ladrar medidas para aplacar la angustia de los ciudadanos más primitivos, que, a su vez, las difunden y jalean; esa forma de despreciar, con escupitajos intelectuales, lo que nos perturba o incomoda; esa plebeyez encorbatada del que se atreve a exhibir los pliegues más reptilianos de su ser. Y la condición de quienes lo tienen por líder se revela en las propias opiniones de este: cuando dice que podría salir a la calle y matar a tiros a alguien, y que no perdería ni un solo voto por eso (sobre todo si el tiroteado es negro, mahometano o chicano), tiene razón: los que le votan no solo no se sienten escandalizados por que los insulten así, sino que estarían dispuestos a rematar en el suelo al tiroteado. Donald Trump, a pesar de sus millones, sus éxitos y su candidatura, es el lumpen mental de América, la hez más anaranjada de sus cloacas, la más execrable supuración de sus vertederos. Haría buenas migas con algunos políticos y periodistas españoles que yo me sé. Pero aún confío en los millones de americanos buenos y sensatos. Probablemente sea designado candidato oficial del Partido Republicano a las próximas elecciones presidenciales, pero Hillary Clinton lo derrotará, y tendremos a una mujer presidente. Y disfrutaré mucho al pensar en Trump —que ha escrito que las mujeres son "en esencia, objetos estéticamente agradables"— gobernado por una mujer. Puede que, finalmente, haya alguna justicia en el mundo.
Ojalá haya justicia Politíca, me conformo con que la haya a nivel de los Ayuntamientos.Y ayuntamientos socialistas, sí, como en mi ciudad, Viladecans. A veces, y que mi padre me perdone, echo en falta a un dictador. Tendré que votar a Pablo Iglesias, repito: PABLO IGLESIAS. BESOS.
ResponderEliminarNo es buena cosa echar en falta a un dictador, querida África: eso siempre acaba mal. Lo que hay que echar en falta es una mejor gestión por parte de los gobernantes democráticos; echarla en falta y exigírsela, claro.
EliminarMuchos besos.
Totalmente de acuerdo contigo en casi todo. De todas formas, este artículo sobre los votantes de Trump es bastante útil para entender lo que está sucediendo:
ResponderEliminarhttp://socialistworker.org/2016/02/08/trump-y-la-clase-obrera-blanca
Gracias por el comentario y por la referencia, Jorge. Un artículo lúcido e ilustrativo.
EliminarAbrazos.