Visité el Museo de Arte Romano de Mérida por primera vez hace ya algunos años. Pasábamos unos días en la ciudad Ángeles y yo, y dedicamos una mañana a una visita que era, y sigue siendo, inexcusable. Hoy, un domingo frío y soleado, la hago solo, entre renacido y melancólico. Nada más entrar, veo anunciado algo muy estimulante: una exposición sobre "Sexo, desnudo y erotismo en Emérita Augusta". Qué bien, pienso: me encanta el sexo, el desnudo y el erotismo, tanto en Emérita Augusta como, de hecho, en cualquier sitio. El sexo, el desnudo y el erotismo es uno de los valores universales que nos unen a los humanos. Recorro primero la cripta, umbría, como han de ser todas las criptas, y donde se conservan, además de estelas funerarias con nombres reconocibles —Paulae, Julius, Aemilia— y mosaicos con aves zancudas, un fragmento de una tubería de piedra del acueducto de San Lázaro y un trozo de calzada de la ciudad. Uno de los grandes atractivos de la civilización romana, tan bien plasmado por este museo, es la proximidad de todo con nuestro mundo: la tubería es como las tuberías de hoy, si bien de otro material; la calzada me recuerda a otras que he pisado, en mi vida diaria, en Barcelona y algunas ciudades europeas y norteafricanas; las aves zancudas son las mismas que divisiba en las salinas de Calpe desde la terraza del apartamento de mis suegros, mientras leía a Perse o a Vázquez Montalbán; los nombres de las estelas son nombres de amigos actuales y de personas conocidas. En el museo de Mérida impresiona tanto el edificio como los fondos que contiene. La obra de Moneo es espectacular y tiene la ventaja, frente a las de otros encumbrados arquitectos españoles, como Santiago Calatrava, que ni ha costado 500 veces lo presupuestado ni se ha caído. La amplitud de la nave central, en la que se abrazan la luz blanca del exterior, filtrada por los enormes lucernarios del techo, y la sombra rojiza de los ladrillos que la sostienen, dibuja un espacio que suspende el ánimo al tiempo que lo sosiega. Grandeza y minucia se alían en esta gran catedral pagana, a cuyos lados y en cuyos pisos superiores se disponen las muestras del arte romano que se desarrolló en la capital de la Lusitania y su área de influencia desde el siglo I a. C. hasta el V de nuestra era. Algunas piezas son inolvidables, como el Augusto velado —lo está porque aquí representa la máxima figura sacerdotal del Imperio— e idealizado (no era tan guapo), pero reconocible por el flequillo. A su lado se disponen imágenes de sus sucesores en el trono imperial: Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, y menudo póker de ases: Tiberio, pese a ser llamado "el más triste de los hombres", se daba a tan orgiásticas cuchipandas que su nombre sirve para designar hoy el ágape insuperable; Calígula nombró senador a su caballo, se acostó con varias de sus hermanas —y luego las asesinó—, y, en la guerra contra los britanos, ordenó a su ejército que, en lugar de luchar con el enemigo, recogiera conchas de las playas; Claudio fue el emperador tartamudo y pacato que murió por comer setas envenenadas y que solo sirvió para que, muchos siglos después, Robert Graves escribiera una magnífica novela histórica; y Nerón, en fin, qué decir de Nerón, aquel gran poeta que tañía la lira, arrebatado de pasión elegíaca, mientras veía cómo ardía Roma, que él mismo había hecho incendiar. Los bustos que contemplo están siempre faltos de una dignidad plena: a casi todos les falta la punta de la nariz, con la que se han ensañado los bárbaros, los niños, los fenómenos atmosféricos y el paso del tiempo. Veo también otra suerte de rostros: las máscaras usadas en el teatro para amplificar la voz; porque eso es lo que eran: altavoces. Curiosamente, la denominación correspondiente a su uso, "per sonare", pasó a designar al objeto y, por extensión, a quien lo portaba, esto es, al actor, a la persona, y me da que pensar que un aparato diseñado para falsear la realidad, aumentándola, enmascarándola o transformándola, sea ahora el nombre común de los humanos: persona. En el museo destacan también —y acaso sean lo más atractivo del conjunto— los mosaicos, que ocupan casi todas las paredes. Representan, en su finísima labor de encaje tesélico, escenas báquicas —hay un sátiro que parece estar divirtiéndose mucho—, cinegéticas —los animales cazados, jabalíes o panteras, se dibujan con una viveza deslumbrante—, nilóticas —en el centro del mosaico aparece un literato, aunque no sé cómo pueden estar seguros de esto: a su lado hay una cabra—, de aurigas y carreras de caballos —en el circo de Mérida se estuvieron disputando estas popularísimas competiciones hasta el s. V d. C.—, de nereidas y animales marinos —en uno con delfines, besugos y cráteras hay también cruces gamadas, símbolos solares— y de figuras reverenciales de la antigüedad, como los siete sabios de Grecia, o mitos centrales de su cosmogonía, como el rapto de Europa o la historia de Orfeo. En este último, descubierto en 1980, se distinguen escenas de distinto orden: venatorias, agrícolas, animales, pero también eróticas: en una, el varón, en evidente estado de excitación, embiste por detrás a la dama, que parece muy complacida por su iniciativa. Es una imagen muy dinámica, muy evocadora. Más allá de las grandes referencias culturales, mitológicas o pornográficas que estos espléndidos mosaicos puedan transmitir, me interesan las cosas pequeñas, próximas, domésticas, que me vinculan con un mundo fascinante y periclitado: el silbato en forma de gallina de un niño emeritense o los centenares de lucernas, esto es, de candiles, que se reúnen en una de las salas. Estos candiles, que funcionaban con aceite, son iguales que los que yo veía a mi abuela sostener en casa, de niño, cuando se iba la luz (y se iba muchas veces): en dos mil años de historia no había variado la forma de luchar contra la oscuridad. Reparo asimismo en los dados con los que jugaban los hombres, las agujas con las que cosían las mujeres, las pinzas, las monedas, los vasos. Me gustan una estela funeraria en la que un joven aparece tocando el laúd o pandurium, y una roseta de seis pétalos, como las que todavía se ven en las fachadas de las casas de la Sierra de Gata. También sé del martirio de Santa Eulalia, patrona de Mérida, gracias al poema de Aurelio Prudencio, inscrito parcialmente en una de las piezas del museo. Santa Eulalia es una de las patronas de Barcelona, mi ciudad (la otra es la Virgen de la Merced), y esa doble condición, además de la de niña mártir, me la hace especialmente simpática. Llego, por fin, ¡albricias!, a la exposición sobre las prácticas sexuales en Emérita Augusta, y me dispongo a gozar, y nunca mejor dicho, de sus fondos e informaciones. Aprender siempre es edificante, y aprender sobre el sexo constituye el mejor ejemplo de lo que predicaba Horacio: prodesse et delectare. La primera pieza es impactante: una herma o pilar con un altorrelieve central de dos testículos. Así, a palo seco. Estos pilares, lógicamente, sostenían bustos de varón. Las representaciones fálicas también abundan en los guardacantos de granito que servían para proteger las esquinas de los edificios, aunque por qué se elegían puntos tan expuestos para tallar símbolos tan delicados es algo que no se aclara: quizá, precisamente, para que los carreteros y conductores, espantados, extremasen el cuidado. En las vitrinas observo amuletos peneanos y sonajeros en forma de falo, y esta forma de introducir lo genital en lo infantil, de acostumbrar a los niños a la presencia del sexo y su mitología en su vida cotidiana, se me antoja envidiable. Las lucernas también abundan aquí, aunque ilustradas por una panoplia de actividades eróticas, a cuál más sugerente: coitus a more canum, coitus analis, mulier equitans, fellatio, posturas acrobáticas —que diría mucho más arriesgadas que las del Kamasutra—, prácticas zoofílicas —que en el campo español siempre se han limitado a las agradecidas gallinas o las socorridas ovejas, pero que en Emérita Augusta incluían, por lo que aquí se ve, aves grandes como avestruces— o escenas amatorias singulares, como las que reflejan a una mujer que recoge aceitunas y a otra que trabaja en un telar, que son, de nuevo, acometidas por retaguardia con ímpetu ejemplar. Los romanos, desde luego, nos superaban en naturalidad: cualquier actividad permitía la coyunda, sin que este acto feliz distrajera a las trabajadoras de su ocupación. Deberíamos tomar ejemplo. Veo, por último, una grafiti alusivo a una mamada, muy parecido a los que adornan las paredes abrasadas de Pompeya y Herculano, y una lápida con una mujer desnuda, que los expertos consideran, probablemente, una prostituta de lujo. Frente a ella un grupo de gente de la tierra que está visitando el museo echa una carcajada casi escolar. Decididamente, tenemos que ser más naturales frente al sexo.
Muy " abiertos" todos..., pero muy " Cerrados"
ResponderEliminarSí, Blanca, el sexo -o la relación que mantengamos con él- suscita reacciones contradictorias. Pero, créeme, fue un placer -y nunca mejor dicho- visitar la exposición del Museo.
EliminarEl Burdel, es la casa mas visitada por los turistas en las ruinas de Pompeya tampoco los de Emerita Augusta son muy distintos. El voyerista también se dio en la cultura romana, aunque ellos mucho menos hipocrítas que nosotros delante del sexo lo tenían integrado en la vida como algo natural. Alguien sabe ¿cuando empezaron los remilgos?
ResponderEliminarYo creo, querido Alfredo, que los remilgos empezaron con el cristianismo. Ninguna religión anterior, que yo sepa, estableció tantos tabús y encorsetamientos físicos y morales como el nuevo monoteísmo. Y, por desgracia, ahí siguen: las cosas de la carne continúan siendo la última frontera que la jerarquía cristiana aún ha de conquistar.
EliminarNunca me pareció que el sexo sirviese o mejor dicho "estuviese" al servicio de la mujer en callejón alguno de la historia. Paseando por Pompeya yo también recuerdo el salpicadero de penes, falos o cipotes, recorriendo la ciudad cual desmenuzas de pan, señalando el servidero masculino de sexo. Ya entonces me pregunté cómo hubiesen destacado los burdeles consignados a satisfacer las necesidades femeniles.
ResponderEliminarEn cuestión de sexo no sé si habremos cambiado mucho, pero en cuestión de género está claro que poco, muy poco.
Decididamente, tenemos que ser más naturales frente al sexo :)
Tienes razón, Montse. La celebración pública del sexo pocas veces se ha hecho desde los ojos, y teniendo en cuenta las necesidades, de las mujeres. Algo hemos mejorado, pero queda mucho por hacer.
EliminarMuchos besos.
Supongo que se nos designa como personas desde que nuestro pensamiento supo decir que nuestro instinto nos hacía sociales; en la gramática la persona señala los integrantes del acto comunicatvo... Bref, así, a bote pronto, diría que la denominación de persona y lo social van de la mano, lo cual resulta coherente con esa máscara que "hincha" la identidad falseándola.
ResponderEliminarLo del sexo tiene mucha miga; nos pasamos la vida deseando, fantaseando, imaginando, adornando, literaturizando, sofisticando (y todos los -andos del mundo) lo más sencillo y fácil de hacer del mundo: darnos placer. Etiquetamos perversiones sin medida, nos hacen sentir "putas", nos acogemos a los remilgos para acabar lanzándonos por el tobogán en el peor momento, con el/la peor amante, justo cuando necesitamos viagra, lubricante vaginal o,peor, cuando nos da un infarto. Qué cosas...