Hoy me han hecho la revisión médica del trabajo. Concertaron la visita antes incluso de que me incorporara a mi nuevo puesto. No hay duda de que la prevención de los riesgos laborales y la defensa de la salud de los trabajadores han calado en las empresas y la administración pública españolas. Antes, la salud era asunto de cada cual y, si se perdía en el trabajo, más se había perdido en Cuba. Además, comparadas con las condiciones en que bregaban quienes habían edificado el Valle de los Caídos o los pantanos que luego inauguraba Su Excelencia, las nuestras eran las de un Creso: quejarse era antipatriótico y casi homosexual. Por fortuna, como decía el poeta, los tiempos adelantan que es una barbaridad. Acudo por la mañana a la revisión con el ánimo despejado: me la harán en la plaza de los Escritores. Porque en Mérida hay una plaza de los Escritores. Así, en general. El nombre, si bien ambiguo, tiene ventajas: por una parte, nos incluye a todos, y, por otra, evita purgas. De este modo no se puede depurar el callejero de la ciudad de nombres de autores franquistas o simpatizantes con el franquismo, como ha estado a punto de suceder, vergonzantemente, en Madrid. El chequeo es como todos: la enfermera recoge el bote de orina, te saca sangre, te toma la tensión, te pesa y talla, y te comprueba la vista y la audición. Esto último me plantea una duda terrible: ¿Oigo el pitido que he de oír o golpeo el cristal cuando me lo imagino? ¿Confundo mi acúfeno con el pitido? ¿Me avanzo al ritmo que le imprime la enfermera? Desde la posición de esta, la cosa puede resultar rara: tengo el oído tan fino que reacciona aun antes de que haya sonido. Cuando me da el resultado —"oye Ud. bien"—, pagaría por que mi mujer estuviera presente: Ángeles siempre me reprocha que estoy sordo (pero eso es porque nunca respondo cuando me dice que hay que limpiar el baño o arreglar los libros). La médica que me examina a continuación me hace algunas preguntas y un electrocardiograma. Cuando me quito la camisa, me mira con pasmo y dice algo que me hace sentir como un prisionero de la Gestapo al que le comunicaran que va a ser interrogado en el sótano: "Pues no sé si vamos a poder hacerlo sin rasurar". "Hombre, yo preferiría que no", respondo con timidez, pero reconozco en lo que acabo de decir acentos de Bartleby, y ese linaje literario me infunde ánimos. Después de todo, ¿no estamos en la plaza de los Escritores? Cuando me tumbo en la camilla, la médica me explora el pecho como un entomólogo examinaría un termitero en el Amazonas. "Ah", dice, aliviada, "creo que vamos a poder enganchar todas las pegatinas. Porque, si no, habría que rasurar", insiste. Y, en efecto, bendito sea el Altísimo, encuentra donde hacerlo. No acabo de entender la obsesión contemporánea por eliminar todo vestigio de vello en el cuerpo de los hombres. En el gimnasio veo individuos que se han depilado hasta las cejas; dudo, incluso, de que tengan flora intestinal. Yo, en cambio, siempre he creído que el pelo, natural, humaniza a las personas, aunque a algunas, como Isabel Pantoja, sobre todo cuando levanta el brazo del micrófono para soltar un quejío, quizá las deshumanice. El pelo hace mucha compañía y quienes no lo tienen parecen probetas o minions. Me levanto de la camilla con el doble júbilo de quien no se ha visto privado de su viejo y multitudinario compañero de fatigas, ni del buen funcionamiento de su no menos antiguo corazón. La médica me despide con un gesto entre el reproche y el alivio: "Hoy solo tengo que hacer 19 revisiones; ayer hice 26...". Siento alguna conmiseración por ella: hacer 26 revisiones iguales al día me recuerda a la cadena de montaje de Tiempos modernos, pero con electrocardiogramas en lugar de llaves inglesas. La revisión por la que acabo de pasar —indolora, burocrática— me recuerda inevitablemente a otras a las que también he tenido que someterme a lo largo de la vida. De las del colegio, en los años 60 y primeros 70, solo recuerdo —pero muy vívidamente— que desfilábamos ante un médico sentado en un taburete que nos examinaba el pito. El muy ladino quería saber si teníamos fimosis y nos empujaba sañudamente el prepucio. Hay pocas sensaciones mayores de indefensión que estar en calzoncillos delante de alguien que te manipula el apéndice como un fontanero. Eso, y la categoría en que nos situaba a cada uno según la clasificación de Kretschmer, se me ha quedado grabado en la memoria: yo a veces era leptosómico y a veces pícnico, pero nunca atlético. No obstante, las revisiones más traumáticas que he padecido fueron las de la mili. Las sesiones de vacunación, por ejemplo, eran un ejemplo de delicadeza: pasábamos por un primer puesto en el que alguien con una bata blanca nos clavaba una jeringa monstruosa, y teníamos que caminar (por fortuna, sin marcar el paso), con la aguja colgando, hasta otro tenderete en el que un segundo sujeto con bata blanca (aunque yo creo que era el cabo de cocina) nos inoculaba de un arreón el líquido. Algunos no llegaban: se desplomaban entre los dos chiringos. Por qué se disociaba el banderillazo y la inyección es algo que nunca he llegado a elucidar, pero que no dudo de que fuese por una buena razón, que atribuyo a la inteligencia preclara de los militares y a la sutileza que caracteriza a la institución. Luego, cada dos meses, nos hacían revisiones genitales, y yo revivía, más lúgubremente aún, aquellos manoseos forenses de mi niñez. Los mandos querían evitar que el cuartel se convirtiera en un criadero de venéreas y se aseguraban de que nuestro instrumental estuviese incólume y rozagante. Así que nos hacían formar en dos filas a lo largo del pasillo central de la compañía, desnudos de cintura para abajo, hasta la llegada del oficial médico. Y suspendía el ánimo ver ciento cincuenta penes colgando en el inacabable pasadizo, detrás de los cuales otros tantos varones esperaban con inquietud el grito del cabo de guardia: "¡Compañía, atención!", en cuyo momento nos poníamos todos firmes (y digo esto solo en el sentido militar del término: sacábamos pecho y levantábamos la cabeza: enderezábamos el cuerpo) y entraba el comandante médico. Una segunda orden nos dejaba listos para la inspección: "¡Compañía, descapullad!". Y los que no estaban circuncidados se retiraban diligentemente el prepucio, como si amartillasen el cetme, hasta que una sucesión de glandes flanqueaba, con purpúrea marcialidad, el paso del jefe. El comandante, bajito y rechoncho —pícnico—, nunca se detuvo ante nadie, ni demostró emoción especial alguna. Caminaba a buen paso, echando los ojos a uno y otro lado, con indiferente profesionalidad, escoltado por una pareja de cabos primeros que, ellos sí, nos fulminaban con la mirada: "Como alguien tenga requesón", nos transmitían sus pupilas draconianas, "me lo follo". (Los primeros hablaban así: era su modo natural de expresarse. A sus hermanas, por ejemplo, las llamaban "zorras" o alguna otra cosa igualmente lisonjera). Constatada la probidad de los rabos, el comandante se iba por donde había venido y nosotros nos quedábamos allí, firmes, examinados, descapullados, hasta que, misericordiosamente, nos daban la orden de romper filas. Se comprenderá que nunca me haya impresionado el realismo mágico de García Márquez; para realismo mágico, el de las revisiones médicas del Ejército español, y el Ejército español en general.
Qué cosas, hasta que no he escrito Coronicas de Españia con tilde no has aparecido en el muro de google. Y yo pensando que estabas tan hasta arriba de trabajo que el blog no arrancaba... En fin, feliz de leerte de nuevo y de verte feliz. Abrazo.
ResponderEliminarLo de la desnudez entre hombres se ha llevado siempre fatal, hasta en eso llevamos ventaja las mujeres, que nos empelotamos entre nosotras de buena gana y con mucho menos pudor. El ambiente castrense resulta, de verdad, delirante, desde luego se me viene a la cabeza la blenorragia de uno de los hermanos Vicario...¿Nos contará alguna vez alguna anécdota de tintes agradables en el servicio militar?
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