Quito es, como la mayoría de las capitales hispanoamericanas, una urbe grande y desordenada, a menudo caótica, pero que contiene algunos tesoros incomparables, casi todos vinculados con el barroco quiteño, la escuela de arte que predominó en el país en los siglos XVII y XVIII. Esos tesoros se encuentran en su centro histórico, el barrio que ciñen dos elevaciones: la Basílica del Voto, al norte, y el cerro del Panecillo, al sur. Subrayo que ambas prominencias no limitan la ciudad, sino solo su núcleo antiguo: San Francisco de Quito se extiende muchísimos kilómetros más allá, en ambas direcciones. Este barrio central, donde se encuentran también las principales instituciones del Estado, empezando por el palacio de Gobierno, en la plaza Grande, tiene otra característica relevante: es un barrio vivo, real, esto es, no se ha gentrificado, como se dice por ahí, con horrendo anglicismo, cuando se quiere aludir a una zona de la que se ha expulsado a la población original para alojar a otra, foránea, que llega con más dinero y, por lo tanto, con mayores probabilidades de hacer negocio, o bien, simplemente, para constituir un parque temático que reúna las atracciones turísticas más rentables de la ciudad, sin la molestia de la gente, sobre todo de la gente pobre. Así ha sucedido en algunos lugares, como Venecia, donde ya no quedan venecianos, y así está sucediendo en otros, como Barcelona, donde algunos distritos son solo escenarios de piedra, en los que no hay más que turistas y negocios para los turistas. Quito, por suerte, todavía no ha llegado a esto. Allí se cruza uno con turistas, desde luego, pero también con trabajadores (encorbatados y manuales), y familias, y puestos callejeros c0n los productos más variopintos, y escolares (todos uniformados), e indígenas. Estos, los indígenas, los más pobres de todos, siempre llevan algo a la espalda: un colchón, o un fardo con fruta, o un niño. Ecuador es un país muy católico, a pesar del evangelismo rampante que le está mordiendo las entretelas a la Iglesia de Roma, y conserva con primor la herencia religiosa de los españoles. Hay iglesias por doquier. La catedral, situada también en la plaza Grande —donde observo a muchos limpiabotas velando metódicamente por el brillo del calzado patrio; uno de ellos vende lotería al tiempo que unta el betún y pasa el cepillo—, no es espectacular por fuera, pero alberga mausoleos e historias interesantes, amén de un hermoso retablo verde y oro tras el altar principal. Se empezó a construir en 1562 y no se acabó hasta 1806. En la fachada, cerca de la entrada, veo varias placas. Una, misteriosa, dice así: "Al pueblo ecuatoriano en gesto heroico y acto de civismo sin precedentes, el 5/2/1997 el pueblo ecuatoriano en unidad patriótica desterro (sic): la soberbia, el despotismo, la corrupción y la incapacidad de un gobierno que accedio (sic) al poder engañando y no supo cumplir con sus promesas. Gobernantes tened presente que los escuatorianos estamos vigilantes somos jueces y sabemos castigar. Quito, 5/3/1997. F. D. I.". Seguramente los ecuatorianos entenderán muy bien el mensaje, y sabrán qué pasó el cinco de febrero de 1997 y quién o qué es "F. D. I.", pero para un gachupín como yo (aunque no sé si aquí a los españoles se nos llama gachupines, como en México, o gallegos, como en la Argentina, o godos, como en las Canarias) es rigurosamente incomprensible, aunque pueda sospecharse su razón de ser. En todo caso, las instituciones o particulares que promueven estos recordatorios —y, en su defecto, quienes los acogen, como el arzobispado quiteño— deberían comprobar la ortografía y la puntuación con algún experto (dado que ambas materias parecen haberse convertido en un saber arcano para casi todos) a fin de garantizar la inteligibilidad, el aseo y, en suma, la dignidad del mensaje. En la catedral, en una capilla contigua a la sacristía, se encuentra el mausoleo del mariscal Antonio José de Sucre, el vencedor de Ayacucho y libertador del Ecuador. El 24 de mayo de 1824, los 3 000 hombres bajo su mando —peruanos, colombianos, ecuatorianos, algunos españoles que habían cambiado de bando y hasta un batallón de voluntarios británicos, siempre deseosos de zurrar a sus inveterados enemigos europeos, el Albión— se enfrentaron a las fuerzas realistas, parecidas en número, capitaneadas por el general Melchor Aymerich, presidente de la Real Audiencia de Quito. Lo singular del enfrentamiento fue que se produjo en las escarpadas laderas del volcán Pichincha, que se eleva junto a Quito, a más de 3 000 m sobre el nivel del mar. Allí, con poco margen para maniobrar y aún menos para que la caballería pudiese operar, se libraron feroces combates de infantería, que, tras muchas horas de batalla, parecían decantarse en favor de los realistas. Y cuando el batallón Aragón, la mejor unidad de que disponía Aymerich, formado por veteranos de la Guerra de la Independencia fogueados también en las guerras americanas, desgajado del cuerpo principal de sus tropas para que rodeara por la cima del volcán a los rebeldes y los atacara por retaguardia, parecía que iba a descargar el golpe definitivo, se encontró con que los británicos del Albión, de cuya situación Sucre no estaba seguro, habían llegado antes a la cumbre y lo sometían a devastadoras descargas de fusilería. El Aragón aguantó con entereza la lluvia de fuego, pero, tras sufrir muchas bajas, acabó desintegrándose. Sucre lanzó entonces, a la bayoneta, al batallón colombiano Alto Magdalena, que había tenido ocasión de recomponerse después de los reveses iniciales, contra la línea realista, castigada y exhausta, que no pudo resistir la acometida y se rompió definitivamente. Sucre ganó, así, la batalla de Pichincha y entró al día siguiente en Quito. Seiscientos cadáveres quedaron en el campo: 200 americanos y 400 españoles. En el mausoleo de la catedral se le llama "noble domador de España" y su austera urna, de andesita, una piedra negra del Pichincha, aparece rodeado por todas las banderas de los países a cuya independencia contribuyó y numerosas placas de homenaje: hay varias de Chile, Bolivia y Argentina, pero Venezuela, inflamada de fervor bolivariano, se lleva la palma: ha entregado nueve. La catedral de Quito ha contemplado otros sucesos fascinantes, además del funeral y entierro de Antonio José de Sucre. El 30 de marzo de 1877, en la misa de Viernes Santo, fue envenenado aquí el obispo de la ciudad, José Ignacio Checa y Barba, por el expeditivo y muy poco eucarístico procedimiento de echar estrictinina al vino de consagrar. Se conoce que el prelado no apoyaba las medidas antirreligiosas del gobierno del general Ignacio de Veintemilla —que, por cierto, había accedido al poder dos años después de otro asesinato, el del presidente Gabriel García Moreno, en 1875, a la salida de esta misma catedral: ambos, Veintemilla y García Moreno están enterrados en ella; no así Checa y Barba— y aquella oposición le granjeó, al parecer, la muerte. Qué estupendas las luchas de poder en las que durante milenios ha estado involucrada la Iglesia (y que llegan hasta el fallecimiento de Juan Pablo I el Breve). Qué magnífica —aunque dolorosa y terrible para él, desde luego— la imagen de un obispo que perece tras ingerir la sangre de Cristo, dadora —en este caso, literalmente— de vida nueva y eterna. Tras todos estos macabros y truculentos acontecimientos, ¿quién quiere novelas policiacas o históricas para entretenerse?
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