Pese al interés que tienen la catedral y un buen puñado de iglesias en la capital, la más destacada, por ser única en el mundo, es la iglesia de la Compañía (de Jesús). Su característica principal es que está forrada de pan de oro. Las láminas finísimas que la recubren suman 54 k: los ojos duelen del brillo de las paredes. La joven guía, de facciones andinas, hermoso cuerpo y voz tan fina como el pan de oro que no deja de ponderar, subraya que la iglesia fue construida por indios y negros, bajo la dirección de los maestros de obra y arquitectos españoles, pero que aquellos no eran esclavos, ni estos los trataban como a tales, sino que, por el contrario, les daban comida, descanso, educación y hasta un sueldo. Y también los catequizaban, claro: la cristianización, junto con el trabajo, iba de suyo. Teniendo en cuenta que la iglesia tardó 160 años en edificarse, desde 1605 hasta 1765, los jesuitas tuvieron que perseverar en aquel ejercicio de filantropía (o lo que hoy llamaríamos principio de justicia social). De entre el riquísimo patrimonio artístico que alberga la iglesia (en el que distingo sendas figuras de San Francisco de Asís y Santa Marianita de Jesús, cada una de las cuales sostiene una calavera en la mano: las calaveras, clavos, ataúdes, cilicios, látigos, llagas y, en general, sangre derramada del Cristinianismo no deja de espeluznarme, incluso en un lugar tan luminoso como este) me llama la atención un gran cuadro del padre Hernando de la Cruz, un bastardo panameño que, tras un lance de esgrima, abandonó una vida regalada, entregada al ocio y la poesía, para consagrarse al servicio de Dios. Se trata de El infierno o las llamas infernales, cuyo original se ha perdido, pero que obra aquí, en réplica de 1879. En él se ve a los pecadores del mundo sufriendo los castigos del averno, y la relación de esos pecadores es tan intrigante como significativa: aparecen condenados, y retorciéndose de dolor por las torturas a las que los somete Lucifer, en lo alto del óleo, flanqueado por los clarines de la eternidad, el registrador (¿de la propiedad?; ¿será un anuncio del destino, Dios no lo quiera, del muy católico registrador de la propiedad que nos preside?), el votador (que mi guía especifica que es el dictador: este celebro que sufra), el usurero, el murmurador, el impuro (sin mayor especificación: ¿será el mismo eufemismo que utilizaban nuestros añorados curas de la infancia para referirse al masturbador?), la adúltera (pero no el adúltero), el nefando (¿otro circunloquio por homosexual?), el de duro corazón, la vana (o sea, la frivolona, la descocada, pero, de nuevo, no el casquivano), el tahúr y, en rara disociación, los deshonestos y los bailarines deshonestos, cuya deshonestidad es particularmente reprobable y por eso se desgajan de los deshonestos en general, para constituir una categoría singular de deshonestidad. Todos sufren mucho. A uno, cuyo pecado no se especifica, un manojo de llamas le está achicharrando las partes, mientras una serpiente, con unos colmillos casi tan grandes como las llamas, lo constriñe y muerde. Las bondades amenísimas de la escatología cristiana siguen admirándome, y por las calles de Quito, y no solo en sus templos, comprobaré su vigencia. En uno de mis paseos al pie del Panecillo, me cruzo con una procesión. La encabezan unos monjes franciscanos: sus hábitos no han variado desde el siglo XIII, salvo por las gafas de algunos, los relojes de pulsera de otros y, probablemente, los móviles guardados en los bolsillos de todos. Tras ellos va una banda de música, compuesta por señores mayores con sombrero, que me recuerda a las que desfilan en El Padrino II cuando Michael Corleone se refugia en Sicilia. Detrás se alza la imagen de un santo con los mismos hábitos que los monjes de vanguardia, valga el oxímoron: supongo, por consiguiente, que se trata de San Francisco. La figura no puede equipararse tampoco a las que se hacen desfilar por los pueblos y ciudades españoles con fervor tumultuario. Estas son un derroche de orfebrería, metales preciosos y kilos, muchos kilos; la que pasa ahora ante mí es un estatuilla de madera asentada en un transportín liviano y sin ornato. Pese a ello, quienes lo cargan parecen sufrir y se menean inquietantemente. Por si acaso, me aparto un poco. Deberían saber por lo que pasan los costaleros de la Madre Patria: eso sí que es padecer. Pero todo lo soportan por su amor indesmayable a la Virgen o al Cristo que trajinan: por la Virgen de las Angustias o el Cristo de la Buena Muerte, pongamos por caso, están dispuestos a deslomarse hasta la extenuación, y aun más allá. Algunos de los que siguen a la figura quiteña llevan camisetas en las que se alcanzo a leer "Vicariato de Napo", signifique esto lo que signifique. Otros tiran pétalos de flores, y algunos gritan "¡Viva San...!", pero no consigo entender el nombre. Quizá no sea el poverello de Asís. Me desenzarzo por fin de tantas manifestaciones pías y me refugio en otro de los lugares más interesantes de la ciudad: la Casa del Alabado. El alabado es "el santísimo sacramento", como reza la inscripción de su dintel. La Casa, una hermosa construcción colonial del s. XVII, acoge uno de los más importantes museos de arte precolombino del mundo. Antes de entrar, descanso mis fatigados pies en el patio y me tomo un té amazónico en el cafetín que lo preside, aunque renuncio a saber de qué se compone: en las manos de la camarera, que parece responsable, encomiendo mi espíritu. De la isla de paz que es ese patio —la Casa se encuentra en pleno centro de Quito— me expulsa un grupo de españoles ruidosos que deciden sentarse a chupar cerveza y fumar cigarrillos en la mesa de al lado. Su conversación a gritos resuena en las delicadas paredes del lugar y en mi cerebro. La colección expuesta incluye algunas piezas de 6 000 años de antigüedad. Muchas son figuras sencillísimas, de líneas elementales y poéticas, cargadas de un simbolismo primario y, por eso mismo, feroz. Estoy seguro de que algunos fabuladores —o más bien débiles mentales— las verían como representaciones de extraterrestres, con ojos grandes y rasgados, manos con tres dedos y trajes espaciales y todo. No pocas piezas, como las de La Tolita, del siglo IV a. C. al IV d. C., recuerdan a pagodas o construcciones japonesas, y ese aire oriental quizá tenga que ver con el hecho de que la población indígena americana desciende, según las teorías más verosímiles, de los pueblos asiáticos que cruzaron el estrecho de Bering hace 16 000 años. Abundan las imágenes relacionadas con la fecundidad y, por lo tanto, menudean los falos y los testículos. Una figura agachada se sujeta un pene enorme contra el pecho y otra escenifica una felación, cuyo rasgo más singular no es el falo gigantesco, sino la boca abismal que lo acoge. Llamativamente, el felado posa una mano en el hombro del felador, un joven entusiasta, para, se supone, acompañarlo —y estimularlo si decae— en el movimiento de succión. La muestra dedica mucha atención a los chamanes y las prácticas chamánicas, y aprendo que, para muchas culturas precolombinas, los enanos, patizambos y personas con los labios leporinos o los pies deformes (más o menos como están los míos después de las paseatas que me pego todos los días por la ciudad) eran buenos intermediarios con los muertos y el mundo espiritual. Al revés que en la cultura cristiana, donde los físicamente anómalos —desde pelirrojos a zurdos, por no hablar de jorobados, albinos o tontos— han sido siempre vistos como emisarios del diablo y un peligro para la comunidad. Después de comer y una siesta reparadora, me toca hoy dar una conferencia magistral (así lo especifica el programa: "conferencia magistral") en la Feria del Libro sobre la poesía contemporánea de ambas orillas, un tema tan inabarcable como el océano que nos separa. Será mi penúltimo acto en la Feria, y el único de carácter crítico. No me gustaría hacerlo mal. Desenfundo los papeles que he traído preparados y le asesto la perorata al respetable, que es sorprendentemente nutrido: yo solo contaba con la asistencia de un puñado de irreductibles. En el coloquio, alguien —que luego me chivarán es un notable novelista y crítico ecuatoriano— nos confiesa su sorpresa por que no haya citado, entre los poetas españoles más destacados, a García Montero. Le respondo que la poesía de García Montero no me interesa y que he preferido aprovechar la ocasión para citar a otros autores que me parecen más valiosos y de los que seguro que nunca se ha hablado aquí. Y añado que el solo hecho de que me haya preguntado por él revela que no necesita que yo lo mencione: García Montero es el poeta español más conocido en América, a lo que ha contribuido decisivamente su íntima vinculación con la editorial Visor, la que mejor se distribuye aquí, y, con sus frecuentes visitas a este continente, puede seguir divulgando su poesía cuanto le apetezca. Otro miembro del público nos informa de que no le gusta el poema en prosa y que por esa razón no le gusta Whitman. Yo le agradezco que nos haya ilustrado sobre sus gustos personales, pero le informo, a mi vez, de que Whitman no escribió poemas en prosa. No sé si estoy haciendo demasiados amigos. El caballero que el otro día me entregó un sobre con libros suyos en cuyo remite había hecho constar "El Poeta" me vuelve a entregar un sobre con más ejemplos de su obra inmortal. Este, al menos, sigue considerándose amigo mío.
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