El otro día, en uno de esos programas de zapeo que hay en televisión, me sorprendió ver a José Luis Corcuera, miembro del PSOE, exministro socialista e inolvidable hacedor de una ley de seguridad ciudadana que recibió, allá por 1992, el ominoso pero revelador sobrenombre de ley de la patada en la puerta, parlamentar sobre diversos aspectos de la actualidad política en una de las nauseabundas tertulias televisivas del criptofascismo español, ante la atención arrobada y el jaleo admirativo de los todólogos habituales, entre los que se contaban, a su vez, algunos exportavoces de Aznar y destacados representantes de la prensa más ecuánime y liberal del país, como La Razón y la COPE. Admiraba la seguridad con la que peroraba Corcuera (o Corcuese: así se le llamaba cuando lo de la ley de la patada en la puerta), las pausas que introducía en el discurso para dar con la palabra más precisa y contundente posible, el vocabulario arcaizante, castelarino, la gravedad viril de los juicios, la sensatez de Pero Grullo, el gesto admonitorio o profesoral con el que acompañaba sus alegatos, la superioridad moral que rezumaba su actitud y el desprecio tabernario, tan hispánico y machote, con el que casi siempre remataba sus juicios. La disertación corcuerina se hacía tanto más campanuda cuanto más se acercase a la cuestión catalana. Ahí, al rebatir los presupuestos y las razones del independentismo (y aun del nacionalismo; pero no del suyo, claro, sino de los otros, que son siempre los malos), era cuando más brillaba su figura proletario-tribunicia, su rimbombancia de casino provincial, la ramplonería de su pensamiento y la ordinariez de su dicción, y cuando, como es de suponer, más asenso recibía de los contertulios, que se deshacían de gusto ante su palabra berroqueña, su adhesión inquebrantable a la unidad de la patria y sus denuestos campoamorinos contra los perroflautas y fabuladores de la historia que propugnan otra nación que no sea ya la existente. Superada la sorpresa, y hasta el asombro, de ver a un político socialista en semejante tesitura, dando razones a la derecha más cerril, lo siguiente que me admiró fue que no se diese cuenta (o que, si se daba cuenta, no le importara) de su utilización por parte de los mismos que se habían hartado de insultarlo cuando era ministro de Felipe González, o de sus herederos. Recuerdo los ataques encarnizados, los dicterios inacabables que sufrió, muchos inspirados por el insufrible clasismo de la derecha más racial: ¿Cómo era posible que alguien sin educación, un mero electricista, un vulgar ugetista, un descamisado, como había definido Alfonso Guerra a los socialistas de aquella hornada, hubiese sido aupado a la condición de ministro y dictara las condiciones de seguridad del país? Hoy, en cambio, los periodistas del PP lo aplauden, y no es descartable que pronto lo saquen en procesión, porque expresa la fe en la patria (y en tantas otras cosas, en estos tiempos de tribulación) con contundencia sin igual, porque dice verdades como puños, aunque siga siendo socialista. En realidad, Corcuera solo es un socialista epidérmico, por inercia biográfica y hasta por conveniencia administrativa. Corcuera se ha derechizado, como tantos: su pensamiento, por llamarlo de algún modo, no difiere, en inflexión e intríngulis, del de sus supuestos adversarios políticos. Otros hasta se han fascistizado. Los casos más evidentes de son los de Federico Jiménez Losantos, maoísta en su juventud y mussoliniano de mayor; Jon Juaristi, etarra y comunista cuando estudiante y hoy patrono de honor de la Fundación para la Defensa de la Nación Española; o Pío Moa, activista del GRAPO, reconvertido en colaborador de Intereconomía, revisionista de la Guerra Civil y panegirista de Franco, al que, según él, la sociedad española debe reconocimiento y gratitud. No obstante, estos viajes tan radicales no deberían extrañarnos; en realidad, se explican muy bien: la mente totalitaria, la mente necesitada de certidumbres incontrovertibles, la mente que no sabe funcionar si no es aferrándose a axiomas, a explicaciones impermeables y universales, a absolutismos que despejen la angustia y sosieguen una conciencia aturullada por el hecho incomprensible de vivir en un mundo asimismo incomprensible, acude a las ideologías, esos conjuntos de creencias fósiles, para surtirse de la seguridad que necesita. En el fondo, ultraderecha y ultraizquierda son homeopáticas: ambas proporcionan la misma fijeza, la misma —y deseada— inflexibilidad ante el remolino constante de las cosas. Los antecedentes históricos son también muy significativos: Mussolini empezó siendo socialista y Stalin, el segundo mayor asesino de la historia, iba para cura. En España contamos también con algún ejemplo de político que no ha seguido el camino habitual, de izquierda a derecha, sino al revés, como Jorge Verstrynge, que ha recorrido todo el arco ideológico, desde el extremo neonazi hasta la participación en okupaciones y escraches, pasando por Alianza Popular, de la que fue secretario general siete años, el CDS, el PSOE, el PCE e IU. Hoy es colaborador de Podemos, aunque no oculta sus simpatías por el Frente Nacional de Marine Le Pen, acaso como resabio o reminiscencia de su glorioso pasado nacionalsocialista. No se discute el derecho a evolucionar: a todos nos asiste, y, de hecho, se agradece que gente que ha practicado el terrorismo haya recurrido a él para integrarse en el debate político pacífico y democrático (aunque siga practicando el terrorismo ideológico). Lo que se critica es que quienes evolucionan no adviertan el sustrato ni las causas de su evolución, ni se aperciban de que las ideas que abrazan no son fruto de la naturaleza, sino construcciones humanas, tan frágiles, recusables y potencionalmente perniciosas como aquellas a las que se hayan adherido antes, y que sigan manifestándose, ya conversos, con la misma taxatividad, con idéntica cerrazón a la que habían demostrado cuando eran jóvenes, felices e indocumentados. Lo que se critica es que no se den cuenta de la relatividad de todo, ni de lo único que acaso no lo sea: su propia debilidad, esa, tan humana, que les lleva a curarse de la incertidumbre abrazando lo que creen duradero e inconmovible.
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