Así de raro se titula el último libro que he publicado, una recopilación de artículos, prólogos y reseñas literarias que acaba de ver la luz en la colección "Molinos de Viento" –me gusta el nombre, tan cervantino– del Servicio de Publicaciones de la Universidad Autónoma Metropolitana, de la Ciudad de México. A mí –me parece que es sabido– me gusta reunir cada cierto tiempo mis trabajos críticos, normalmente aparecidos en revistas literarias y culturales, y darlos a conocer en forma de libro. No se me escapa que su perdurabilidad es casi tan escasa como la de los medios en los que vieron la luz originalmente –y su circulación pública, aún menor, en muchos casos–, pero el objeto libro me transmite una ilusoria sensación de seguridad, de permanencia. Así que, si tengo la suerte, casi el privilegio, de encontrar a un editor lo suficientemente temerario como para publicarlo, no me lo pienso dos veces y en sus manos encomiendo su espíritu. Llevo publicados, con este, cuatro compendios de estas características, y dos lo han sido en universidades de la capital azteca. El primero, De asuntos literarios, apareció en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en 2004. Tras dos publicaciones en España (Lecturas nómadas, en Candaya, en 2007 y La disección de la rosa, en la Editora Regional de Extremadura, en 2015), vuelvo a México, donde, asombrosamente, parece que sigue habiendo interés, al menos académico, por la crítica literaria, aunque no sea académica. Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios) cuenta con un prólogo del poeta y ensayista Ernesto Lumbreras, "Consensos y disensos de un bogavante" (otro título raro), y acoge 36 piezas sobre poetas americanos: 26 del sur y 10 del norte (estadounidenses y canadienses), más una sección dedicada a otros autores de lengua inglesa: Shakespeare, John Burnside y Robert Southey. Estas secciones revelan mi creencia constante en que la literatura en español es una sola, ya se escriba a uno u otro lado del Atlántico, y mi interés no menos duradero por muchos de los poetas que escriben allende el océano, así como por los autores en lengua inglesa, que, por azares de la vida (y de las afinidades electivas), he abrazado también como mía. La nómina completa de los escritores a los que dedico atención en Apuntes de un español... es esta: Edda Armas, Luis Armenta Malpica, Silvia Baron Supervielle, Rei Berroa, Adolfo Bioy Casares (sobre el brutal, inenarrable Borges), Rafael Cadenas, Rafael Courtoisie, Yulino Dávila, Humberto Díaz-Casanueva, Ana Franco Ortuño, Oliverio Girondo, Orlando González Esteva, Óscar Hahn (que se enfadó mucho por la reseña, aunque no era enteramente negativa, e incluso quiso censurarla allí donde podía influir para que se omitiera), Rodolfo Hinostroza, Vicente Huidobro, Lêdo Ivo, Roberto Juarroz, Willy McKey, Hugo Mujica, Nicanor Parra, Octavio Paz, David Rosenmann-Taub, Severo Sarduy, Tomás Segovia, John Ashbery, Mary Jo Bang, Anne Carson, Hart Crane, Reginald Gibbons, Jorie Graham, Jack Kerouac, James Merrill, Sylvia Plath, Anne Sexton, más los tres británicos ya señalados y dos reseñas dedicadas a sendas antologías: Poesía ante la incertidumbre, de la que no consta antólogo, y 359 delicados (con filtro). Antología de la poesía actual en México, de Pedro Serrano y Carlos López Beltrán. Me complace el objeto que ha alumbrado el servicio de publicaciones de la Universidad Autónoma Metropolitana,y que acredita la reputada tradición impresora mexicana, aunque la banderita española que han dispuesto, como una faja, en la cubierta se me antoja algo redundante; pero no me disgusta. Lo único con lo que discrepo es que el texto todavía mantenga la tilde del adverbio solo y de los pronombres demostrativos. En rigor, no los mantiene, sino que los incorpora: yo los había eliminado por completo de mi original. Pero, con una tenacidad digna de mejor causa, contra mi expreso parecer y contra el aún más expreso juicio de la Real Academia, que reserva esas tildes, y solo potestativamente, para los casos (rarísimos) de ambigüedad, se han impuesto unos criterios editoriales que exigen acentuar palabras que ya no deben acentuarse. Confieso que no lo entiendo: los criterios editoriales están para determinar la maquetación, la tipografía, los paratextos, la calidad del papel, entre muchos otros elementos de la publicación, pero no para acentuar mal las palabras.
Reproduzco aquí el artículo, «Dos recuerdos, una palabra», sobre Octavio Paz que incluye el volumen. Es el más breve del conjunto.
Yo solo vi una vez en persona a Octavio Paz. Fue en la Universidad de Barcelona, cuando estudiaba Filología, hace muchos años ya. El paraninfo estaba abarrotado, de estudiantes y de público en general, y Paz presidía la mesa de oradores, flanqueado por gente muy importante, supongo: el rector de la Universidad, el decano de la facultad de Filología, los catedráticos de literatura española, los profesores de literatura hispanoamericana. La escena tenía robustez mitológica: el gran hombre ocupaba el centro, y a su alrededor se disponían los acólitos, las semidivinidades (en algún caso, por lo que yo había podido comprobar en clase, muy semi). En aquel lugar donde sabios de todos los tiempos miraban, desde óleos catedralicios, lo que ocurría en la sala; en aquel espacio de púlpitos, pináculos y espesos cortinajes; en aquel templo de la inteligencia, en el corazón del Alma Máter, el mexicano aparecía con todo el peso de su majestad, con la dimensión casi inabarcable de su figura nobelizada. No recuerdo de qué habló –fue, como digo, hace mucho tiempo–, pero sí que, en el turno de preguntas, un estudiante exaltado –siempre los hay en los actos multitudinarios; o los había, antes de que la resignación los domesticara– lo increpó por la matanza de Tlatelolco. Paz no se revolvió con violencia ante la provocación: respondió con suavidad, recordando que, en protesta por aquellos hechos abominables, había dimitido de su cargo como embajador de México en la India. Observé aquella misma contención en otras intervenciones suyas: en la televisión española de los años 90, Paz participaba en un programa de entrevistas, junto a otro ensayista, o profesor universitario, o no sé qué, que defendía, con vehemencia, un modelo absolutista de sociedad, aunque lo vistiera de radicalidad democrática, de integrismo liberal. El mexicano escuchaba con atención, hasta que, al llegar su turno, se limitó a decir: «Sí, pero eso que propones puede derivar muy fácilmente en el totalitarismo», y a continuación explicó por qué. Después, hablando con amigos míos mexicanos, he sabido de la palabra acerba de Paz, de su extraordinaria capacidad dialéctica y, por lo tanto, de su igualmente extraordinaria capacidad para triturar a sus adversarios. No me sorprende, en realidad: quien escribe como él posee sin duda un verbo apto para todo: para una sutileza infinita, pero también para una acritud sin tasa. En esas dos ocasiones en que puede escucharlo, triunfó su contención, con la cual desarmó a sus oponentes: la respuesta incisiva y discreta es el mejor antídoto contra la vociferación. Unas respuestas incisivas y discretas que él elevó a la categoría de obras de arte en El arco y la lira y Los hijos del limo, dos de los mejores ensayos literarios escritos jamás en nuestra lengua. Ignoro si aquel estudiante airado los había leído; quizá, si lo hubiera hecho, no se habría permitido semejante exabrupto. En cuanto al profesor que apareció con él en televisión, su nombre y sus ideas se me han borrado por completo de la memoria. El arco y la lira, Los hijos del limo y Libertad bajo palabra, en cambio, perduran en mi mente y mi sensibilidad como ejemplos de pensamiento diamantino y palabra exacta: como faros que no se extinguen.
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