Jordi Doce no entregaba un nuevo libro de poemas desde un lejano ya Gran angular, que vio la luz en DVD ediciones en 2005. Es verdad que, en la obra que ha publicado desde entonces, cuantiosa y poliédrica, abunda la poesía —entreverada, por ejemplo, con el ensayo y el aforismo de libros extraordinarios como Hormigas blancas, de 2005, y Perros en la playa, de 2011—, y también que ha dado un cuaderno poético —Monósticos, en 2012—, en Del Centro Ediciones, y una antología —Nada se pierde, en 2015—, en las Prensas de la Universidad de Zaragoza, ambos de muy restringida circulación, pero, en cualquier caso, parece tratarse de una poesía que ha reducido su ímpetu, y hasta renunciado a cierta autonomía, a cierto relumbre individual, para integrarse o permear otros géneros, en una muestra más del proceso que siguen no pocos creadores, desde un inicio lírico entusiasta, incluso rutilante, hasta un descreimiento parejo al descreimiento de la edad y de las cosas. Hay que celebrar, pues, este libro, que devuelve la poesía de Jordi Doce —que es, en esencia, poeta— a su posición prevalente y primera, y que aporta no pocas novedades con respecto a sus entregas anteriores. Por decirlo sintéticamente: No estábamos allí revela un verso que, abrigado aún por los metros clásicos, sobre todo el endecasílabo, se interna por un mayor enigma, emplea una forma más torturada y despliega una cosmovisión más oscura. Poemas levantiscos, que recurren en ocasiones a fórmulas neovanguardistas (composiciones circulares, o que numeran los versos, o constituidas solo por notas a pie de página), albergan un pensamiento igualmente insumiso, o acaso menos seguro de sí mismo, más abierto a las lacerantes tinieblas del mundo y a las contradicciones que despierta vivir en él. No estábamos allí, ya desde el título, habla del transcurso, de un transcurso lleno de perplejidad y desengaño, a veces alucinado —o sonambúlico, como señala el propio poeta—, por una realidad que no se tiene la seguridad de conocer, y ni siquiera de que exista. El motivo del viaje, en sus múltiples formas, se erige en metáfora constante de este transcurso atónito; un viaje en el que laten las antiguas tradiciones literarias de Occidente, como el homo viator o el iter vitae, pero que carece siempre de destino, de posada, de certidumbre; un viaje que se desarrolla en el tiempo, simbolizado por la luz, sus mudanzas —los amaneceres y atardeceres— y su ausencia —la noche es el escenario frecuente de los poemas, y ninguna se avergüenza de su oscuridad, como reza la cita de Juan Carlos Mestre que encabeza el poemario—, y que se identifica con la vida, pero que también es un viaje interior, de adentramiento en la conciencia, donde no sabemos qué esperar, pero no tardamos en descubrir lo inesperado. En este viaje, ya sea por los campos de Polonia o por un capítulo del Beowulf, el poeta visita ruinas, arrostra oscuridades, reconoce ignorancias: formas todas del no ser, o del exilio del ser. La ignorancia, precisamente, refleja bien el desasimiento existencial, la caída en la melancolía y, más allá (o más acá), en la desolación. No estábamos allí aparece plagado de no saberes: "No sé bien de qué hablamos / ni por qué..." ("Sin título"); "No sabes dónde estás, / por qué ruta llegaste" ("Aquí"); "De qué está hecho, no lo sé" ("El monumento"); "Nadie / espera nada a estas alturas, / nadie sabe" ("Aire cargado"); "¿Sabes por fin de lo que hablas?" ("Monósticos", 10). Quien nos habla con tranquila desesperación es un exiliado perpetuo, alguien en fuga constante, pero cuyo exilio, cuya huida se producen dentro de sí tanto como en el mundo que lo rodea, erizado de cotidianidad, repleto de sucesos cercanos pero incomprensibles. La contención y la elegancia del verso dociano se ponen, en este libro, al servicio de una mirada quebrantada y quebrantadora, que no teme admitir su desconcierto, pero que se entrega, con ingrávida severidad, a una lucha sin solución: la del yo con lo ininteligible, la del yo con lo inalcanzable, la del yo con lo irreal; y la del yo consigo mismo, tan derrotado y lleno de estupor como ese mundo por el que transita, ceñido por la noche.
Transcribo tres fragmentos de la tercera y última sección del libro, "Monósticos":
10
Una lengua de nieve al final de la calle.
Los rescoldos del sueño no pasaban de ahí.
Al otro lado el tiempo, el mundo, lo real.
Al otro lado cuerpos, extrañezas.
¿Sabes por fin de lo que hablas?
Pasos que discurrían entre puertas idénticas.
Una luz replegada, incapaz de tocarte.
Caminabas por el ovillo de tu prudencia.
Caminabas, y tu prudencia era infinita.
Despertaste en mitad de la calle, desnudo.
9
¿De verdad ha venido para quedarse?
Hojas a contraluz, la cabeza en la hierba.
Estudia el modo de cambiar y ser el mismo.
Como el cielo. Como este azul de junio, que no miente.
Estás aquí, y aquí es ninguna parte.
Es cuestión de esperar.
A este lado del tiempo hasta el silencio habla.
Lo tienes en la punta de la lengua.
Arde como un tizón y no ilumina.
8
Seguir el curso de las cicatrices.
La sombra que respira en los flancos del valle.
Late un río bajo tus pasos.
Solo será tuyo si lo interrogas.
Si lo llamas para que huya.
Así empiezan los cuentos: alguien sale de casa.
De pronto es otra casa, otra ciudad.
Si pregunta cómo volver, está perdido.
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