Las barbas son algo muy antiguo, tan antiguo como el hombre. La naturaleza nos las ha puesto en la cara para protegernos. Lo mismo ha hecho con otras especies, como los leones: la magnífica melena de los machos no es sino una coraza que les protege el cuello y la cabeza de los temibles zarpazos y mordiscos de sus rivales. También los homínidos, que desde siempre han tenido muy mala uva, resguardaban esas partes vitales con una estola de pelo. Pero desde muy pronto –desde los albores de la civilización, en Mesopotamia– la barba no solo ha servido para amortiguar las embestidas, sino también para comunicar información: con ellas se afirmaba el estatus social o religioso, se certificaba la hombría –y, por lo tanto, la disponibilidad sexual–, se defendía un determinado credo estético, ideológico y hasta político, o se hacía bandera del espíritu transgresor. Mucho de esto ha quedado arrumbado en la sociedad occidental de hoy, que tiene muchas otras maneras de expresar la condición y las inclinaciones de sus miembros, aunque la barba todavía conserva su capacidad simbólica: los hipsters, por ejemplo, acreditan con ella su conciencia urbana y su voluntad singularizadora. En otras culturas, la barba tiene un peso semiótico y sociológico mucho mayor: para los musulmanes, por ejemplo, es el equivalente masculino del capisayo de las mujeres, esto es, lo que exhibe el recato de los hombres, valga la paradoja, fundamental en las comunidades islámicas. Yo confieso llevarla por una razón mucho más banal: por comodidad; me ahorra afeitarme. Si un español le dedica a esa tarea unos quince minutos al día, desde, digamos, los dieciocho años, habrá desperdiciado, cuando Dios lo llame a su seno, 246 días, es decir, ocho meses de su vida, en una ocupación prescindible y hasta absurda. Y aunque, ciertamente, llevar barba me habrá proporcionado todo este tiempo extra –si no me muero antes de los 83 años que me corresponden, según las últimas estadísticas, claro–, también me ha deparado alguna sorpresa desagradable: en El Corte Inglés, con veintipocos años, no me quisieron con barba: ellos buscaban empleados que proyectaran una imagen aséptica. Se conoce que, en aquellos turbulentos años 80, la barba aún se veía como algo sucio o comunista. A las barbas se dedica un curioso libro publicado hace unos meses por Libros de Aldarán, la editorial artesana que ha fundado y dirige, con mano cordial, el poeta, traductor, ensayista, fotógrafo, escultor y pintor Christian T. Arjona. Se titula Barbas, así, a palo seco, y cuenta con el antecedente inspirador de Ramón Gómez de la Serna, que inauguró la poesía monográfica con aquel maravilloso Senos (continuado, muchos años después, por el muy estimable Coños, del por otra parte innecesario Juan Manuel de Prada) y que presta a Barbas una greguería como epígrafe: "El filósofo antiguo sacaba la filosofía ordeñándose la barba". Barbas se compone de las semblanzas, o crónicas, o poemas, o microensayos líricos –no sé muy bien lo que son, y me parece estupendo no saberlo– escritos por Christian T. Arjona y las espléndidas ilustraciones de Gabriel Vilanova y Jaume Aguirre. Tras un prólogo que distingue entre barbas filosóficas y barbas pantocráticas y eremíticas, el libro se centra en las barbas de algunos personajes célebres, que aborda con afán descriptivo y prosa fuertemente metafórica: Lao Tsé, Miguel de Molinos, Darwin, Whitman, Tolstói, Marx, Gaudí, Van Gogh, Freud, Valle-Inclán y Osho. Celebro encontrar en esta lista algunos de mis autores favoritos, como Molinos, Whitman y Valle, y descubro a Osho, el polémico místico y maestro espiritual Bhagwan Shri Rashnísh, que materializó su pensamiento en la barba fluyente, torrencial, autoparódica, que lo adornaba: "Nada me ciñe, nada me aprisiona", escribió. "Fluid, liberaos de todos los modelos, no acabéis siendo esculturas de vosotros mismos". Como nunca me he sentido atraído por la espiritualidad oriental (ni, de hecho, por ninguna otra), tampoco me he preocupado por conocer a sus más conspicuos adalides. Pero en este Osho me gustará ahondar. Debe de ser interesante alguien que, en sus comunas, proponía a sus seguidores que entrelazaran las barbas con las melenas de las mujeres. Supongo que él lo practicaba. La mía, en su escueto estado actual, no da para tanto, pero quizá pueda encontrar algún equivalente femenino con el que mezclarse para, como aseguraba Osho, alcanzar el éxtasis y desprenderme del ego, raíz de todos los males. Eso me interesa, sobre todo: alcanzar el éxtasis; desprenderme del ego, me temo, va a ser mucho más difícil. En la barba caprina (y herética) de Miguel de Molinos –el gran quietista español, cuya Guía espiritual, que deslumbró a Valente, debería ser lectura obligatoria en todas las facultades de Filología y en cualquier centro en el que se pretenda formar a escritores–, Christian ve mechas invisibles de Chuang-Tsú e Ibn Tofaíl, pero también la perilla de un sabio zen, crecida, sin ruido de pensamientos, en las cárceles de la Inquisición, en cuya húmeda oscuridad pasó los últimos nueve años de su vida, condenado por "inmoralidad y heterodoxia", hasta su muerte, el 28 de diciembre de 1696, día de los Santos Inocentes. Al llegar a la barba aural de Valle-Inclán, Christian vuelve a Ramón Gómez de la Serna, que lo llama "el escritor más lírico, más barroco y más barbado de España" e "hidalgo escritor de las barbas panochescas". El propio Valle decía de su barba que "quedaba flotando sobre su sueño como una ráfaga de fuego". La revisión que hace Christian de las barbas se completa con una sección dedicada a cuatro barbas contemporáneas, siendo esta denominación lo único con lo que discrepo del libro, porque tan contemporáneas son las contenidas en este apartado como las de Darwin, Marx, Van Gogh y todos los demás a los que ha retratado. Esas cuatro barbas son las de los tres autores del volumen y la mía, a la que Christian llama "barba visionaria"; no sé por qué el autor me ha incluido en una nómina tan distinguida, si no es por la amistad que nos une desde hace muchos años ya, pero yo se lo agradezco. Barbas incluye, en fin, una sección que atiende a esa barba incompleta, a esa barba sinóptica, a esa barba putativa, que es el bigote. Y los tres bigotes ejemplares que describe son los dionisíacos de Friedriech Nietzsche –que, no obstante, Dalí tenía por "deprimentes, catastróficos, ebrios de música wagneriana y de nieblas"–, los guerrilleros de Emiliano Zapata y los verticales del propio Salvador Dalí, aquellos bigotes inverosímiles, siempre erectos, "bigotes radar con los que captar las ideas", bigotes antigravitacionales que se untaba con jugo de dátiles, que Josep Pla llamaba, con razón, "perforantes". Habría sido un desafío que Christian se atreviera también con otros bigotes memorables, aunque pertenecientes a personajes funestos, como el incorrupto de José María Aznar o el pigmeo de Adolf Hitler, pero no puedo reprocharle que los haya omitido. Pese a lo mucho que podría haber dicho de ellos, y de sus propietarios, su presencia habría ensuciado un conjunto, salvo por la mía, inmaculado.
Transcribo a continuación la semblanza de Walt Whitman, "Mariposas en la barba", cuyo título se inspira en unos versos de la "Oda a Walt Whitman", de Lorca: "Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman, he dejado de ver tu barba llena de mariposas", incorporados como epígrafe.
Bajo su mirada de niño enamorado, la barba del poeta Walt Whitman: barba enredadera, tupida y prolífica, en la que ponen sus larvas las mariposas del deseo. Al autor de Hojas de hierba, con el discurso de los años, le creció una barba eléctrica, rizomática, cósmica. Sus mechones se extendían como blancos y finos tentáculos amantes, como largos, sinuosos dedos acariciantes: The soft sliding of hands over me and thrusting of fingers through my hair and beard [las
manos que me recorren con suavidad el cuerpo y los dedos que se me enredan en el pelo y la barba].
Barba lustrada por la vida, espejeada en sus pupilas verdes. El blanco de su barba es el blanco albayalde que deja el paso de los trillos del dolor, de los arados del tiempo. Su barba ávida y omnívora, como sus poemas, integraba el gneis, el carbón, los largos musgos trenzados, destellantes; los frutos y cereales y las raíces comestibles.
Barbas panteístas, naturalistas, desprendidos manojos de hierba. Barbas crecidas en verso libre, en lentas emanaciones albas. Barba libertina y musculada que buscaba siempre otras barbas y se estrechaba con ellas, que se recostaba en pechos cálidos. Barba abrazo que acogía amorosamente, como el ánfora acoge el líquido, el mosto multiforme de la existencia en la tierra.
Me llama la atención que sea un libro tan masculino, más que nada porque no está de moda. Sería curioso conocer si los lectores lo serán también o si, por el contrario, acertarán las estadísticas en que lo comprarán y leerán mayoritariamente féminas.
ResponderEliminarHe podido ver un vídeo con las ilustraciones y son preciosas, tan pronto vuela el trazo como se compacta, según el "muso".
Si afeitarse requiere tiempo, prefiero no calcular el que invertimos muchas mujeres (y cada vez más hombres) en depilarnos. Claro que si lo invertimos es porque nos satisface. Y es que lucir una barba atractiva y visionaria no es lo mismo que pasearse con los morros pintados de rojo, coronados por un matojillo sinóptico.
Un abrazo.