El lector incorregible, del bibliófilo (o más bien bibliópata) y escritor José Luis Melero (Zaragoza, 1956), reúne 120 artículos publicados semanalmente en Heraldo de Aragón entre 2015 y 2018. Lo he calificado de "misceláneo" por tratarse de un compendio de trabajos dispersos, que se asoman, en efecto, a muchos temas. Casi todos, no obstante, aparecen hilvanados por una sola razón, que convierte al volumen en un libro unitario: la pasión por los libros y, a través de ellos, el amor por la literatura. El lector incorregible es una obra gozosa: las crónicas o microensayos de Melero son siempre benévolas –incluso cuando, raramente, critica– y bienhumoradas. Sonríen, como parece sonreír su autor mientras las escribe. Él mismo reivindica, en "La risa es plebeya", la literatura que hace reír, esa prima pobre y a menudo despreciada de la literatura. (Aunque, en algún aspecto, se equivoca: "¿Alguien vio alguna vez a Cioran reírse a carcajadas? ¿Nos lo habríamos tomado tan en serio?", pregunta. Pues sí: seguramente alguien –quizá Fernando Savater, discípulo y admirador suyo– lo viera carcajearse en alguna ocasión, pero, aunque no fuese así, su obra seguiría llena de la paradójica vitalidad que la caracteriza, pese a, o quizás a causa de, su nihilismo). Melero relata en este haz de artículos, como ya ha hecho en sus entregas anteriores –que le han ganado una sólida reputación como escritor que habla de escritores, como amante de los libros que habla de libros–, sus inacabables peripecias como explorador de las librerías de viejo y las ineludibles consecuencias de su afición: el amontonamiento imposible del papel y los rejonazos inmisericordes a manos de los librovejeros. En algún caso, anticipa un efecto aún más doloroso: el de su mujer persiguiéndolo por la calle con el rodillo de amasar por haber metido en casa más libros; o confiesa que ha estado dando vueltas por Zaragoza en un taxi, cargado con dos bolsas de libros, a la espera de que su costilla saliera de casa y no lo viese entrar con el alijo. Uno de los grandes méritos de El lector incorregible, y de toda la obra de Melero, es la recuperación de autores menores u olvidados, no pocos de ellos aragoneses o vinculados a Aragón, la tierra en la que ha nacido y vive, y por la que siente una abundosa pasión (demasiado abundosa, a veces: los detalles de la vida cultural maña, o de su floklore, tradiciones y prohombres, no despiertan, al menos en mí, el mismo interés que sus demás exploraciones; tampoco se comprende, si no es por mor de ese aragonesismo militante, su entusiasmo por el Zaragoza, hoy en segunda división: Melero confiesa que no le gusta el fútbol, pero que quiere que a) el Barcelona pierda; y b) el Zaragoza gane). En esta entrega habla de Fernando Ferreró, María Pilar Sinués, Tomás Seral y Casas, Julio Antonio Gómez, "el gordo Gómez", José María Matheu, Manuel Bescós Almudévar, Diego San José, Antonio Cano y Alfredo Castellón, entre otros, aunque no deja de lado a los grandes de la literatura: Joyce, Lorca (muy clarificadores son sus artículos sobre la génesis y aparición de los Sonetos del amor oscuro y la suerte del manuscrito original de Poeta en Nueva York), Cervantes, Baroja, José Luis Hidalgo, Karen Blixen, Proust, Sender (que nació en Chalamera, el pueblo de mi madre), Virginia Woolf y Miguel Torga. Pero con quien tanto opina, es inevitable estar en desacuerdo: le honra la defensa que hace de Juan Manuel Bonet, bibliófilo como él, con ocasión de su cese como director del Instituto Cervantes (sustituido por "su muy ideologizado sucesor, viejo y activo militante del Partido Comunista de España", como si eso fuera una lacra), pero esa defensa desatiende la realidad de que Bonet ha sido un desastroso director del Instituto Cervantes (como me dijo el director de una sede africana, se pasó el año y medio de mandato dando conferencias). Tampoco resulta simpática la actitud de Melero para con los poetas de vanguardia, aunque sea lógica, porque es un conservador estético. Así enjuicia Hélices, el poemario de Guillermo de Torre, uno de los mejores del creacionismo, cuya primera edición, con espléndidas ilustraciones, cuenta haber comprado en el rastro: "Lo mejor, el atrezo". Y de Vicente Aleixandre transcribe unas hermosas palabras dedicadas al gran y malogrado José Luis Hidalgo ("tenía el rostro 'cenceño, ardido, consunto'") y las califica así: "Cosas de poetas. De esos que no quieren que los entiendas". Quien a estas alturas todavía piensa que los poetas no quieren que los entiendan –y juzga la poesía en función de su inteligibilidad ordinaria–, es que no ha entendido nada. De poesía, al menos.
Un aire anglès, de Miquel Berga (Salt, Gerona, 1952), que ya he citado en un par de entradas de este blog, reúne también una selección de artículos, publicados dominicalmente en El Punt Avui, aunque no sepamos qué lapso temporal abarcan. El libro se estructura como un diccionario, por orden alfabético (aunque es un orden vago: no todas las letras tienen entradas), y hace honor a su título: tanto la prosa como el tono y los temas de los artículos revelan una diligente absorción de los modelos culturales británicos, que se rigen, como dice el propio Berga, por tres conceptos característicos: el juego limpio, la ironía, que es casi congénita en los hijos de Albión, y la atenuación o comedimiento (el muy difícil de traducir understatement, pero que todos los que hemos conocido con alguna profundidad la cultura inglesa reconocemos al instante. Berga lo ilustra con la anécdota de dos alpinistas ingleses que coronan un ochomil. Ante el majestuoso panorama que se les ofrece, uno dice: "No es feo del todo", y el otro responde: "Puede que no, pero no vayas ahora a hablar tú como un poeta enamorado"). Los trabajos de Un aire anglès están escritos, pues, con agilidad y pulcritud, con wit y esprit. No gritan, no sermonean (aunque se hayan publicado en domingo), no cultivan el mal humor (como hacen otros columnistas semanales), sino la delicadeza y la reflexión inteligente. Al contrario, su humor es casi siempre bueno, incluso cuando toca –aunque nunca de pleno– esas cosas del procés que tan malo se lo ponen a los independentistas, o bien que los excitan hasta la grandilocuencia. Y hablan de todo, siempre con ese sosiego burlón: desde el apóstrofo –el humildísimo signo de puntuación– hasta George Orwell, en el que Berga es especialista, pasando por la pistola de Chejov o morirse. También, claro está, de los escritores y prohombres ingleses (e irlandeses) más destacados: Churchill, Joyce, Virginia Woolf, Julian Barnes, H. G. Wells, Chesterton, Bernard Shaw, Bertrand Russell, Dickens, Wilde, entre otros. Las piezas más divertidas son las que tienen que ver con las cosas más sencillas, como los paraguas o las camas. De los primeros cuenta que en la city de Londres un verdadero caballero no abre nunca el paraguas. Lo lleva siempre, pero no lo abre nunca. Y que, dada la frecuencia con que se roban en Inglaterra, se explicaba aquel grafiti famoso escrito en el despacho de un master de Eton: "No juzgues nunca a un hombre por su paraguas: es probable que no sea suyo". En el artículo dedicado al noble arte de insultar, recuerda algunos, inmortales, entre políticos británicos: Benjamin Disraeli, primer ministro de la reina Victoria, le dijo a un diputado rival: "Señor, Ud. morirá en el patíbulo o víctima de alguna enfermedad indescriptible"; a lo que el diputado, flemático como una estatua, respondió: "Primer ministro, eso dependerá de si abrazo su política o si me meto en la cama con su amante". Y Churchill, quizá el mejor insultador de la historia, le espetó a otro parlamentario: "Tiene Ud., señor, todas las virtudes que me desagradan y ninguno de los vicios que admiro". (Berga no recuerda otro, más explosivo, del mismo Churchill: una parlamentaria le dijo: "Sr. Churchill, si yo fuera su mujer, le pondría veneno en el té"; Churchill replicó: "Señora, si yo fuera su marido, me lo tomaría"). Nuestros políticos dirimen estas cosas a escupitajos.
El último libro, Caleidoscopio, del pintor y escultor Brian Nissen (Londres, 1939), con prólogo de Juan Villoro, me costó encontrarlo. Supe de él por una elogiosa reseña en El País: yo debo de ser de los pocos que aún atienden a la crítica de los suplementos literarios de los periódicos (o siquiera la leen). Sin embargo, en mis librerías habituales no estaba, ni se lo esperaba: había sido publicado por Lumen, pero en México, y no habían llegado ejemplares a España, salvo unos pocos para alguna presentación que se había organizado en Barcelona, dado que la mujer del autor es barcelonesa y ambos suelen pasar tiempo en la ciudad. Una librera perspicaz me sugirió que probara en Altaïr, la librería de viajes: allí parecía haber quedado uno de los escasos náufragos. Y allí, en efecto, lo encontré: Altaïr es maravillosa. Pero el incidente demuestra la fragilidad de los vínculos culturales y las dificultades de distribución en España de la literatura que se autobiografía, pero no está articulada linealmente, sino como un recopilación de momentos, aunque agrupados por temas: el primer bloque, "Lugares", por ejemplo, recoge anécdotas y experiencias de la vida de Nissen en Londres, Gales, Escocia, París, Venecia, México y la Honduras Británica, con dos subbloques dedicados a Barcelona (y uno de sus apartados, nada menos que al Negro de Bañolas) y Nueva York. Y así funcionan todos: en "Gente", Nissen nos habla de Rufino Tamayo, Nicanor Parra, Luis Buñuel, Leonora Carrington, Octavio Paz y Robert Mann, entre muchos otros; en "Mirar y ver", una de las secciones específicamente dedicadas al arte, sabemos de Sherlock Holmes, Harry Houdini y el ajolote; y en "Arte a bordo", del mural de Osaka, la Virgen de Acapulco y las secuelas de Frankenstein. Caleidoscopio no es, estilísticamente, ninguna maravilla (y comete algún error de fondo, como calificar Aragón de "provincia española", algo que seguramente disguste a José Luis Melero, o mencionar al "ministro de Cultura de Cataluña", lo que agradará, por su parte, a los independentistas catalanes), pero hay que valorar el hecho de haber sido escrito, en un español prácticamente nativo, por alguien cuya lengua materna es el inglés. Pese a sus muchos años de residencia en Ciudad de México (desde 1963 hasta 1979, en que se instaló en Nueva York), Nissen no ha perdido las formas de su educación británica: su forma de narrar es contenida y humorística, pero sin pretender ser graciosa. Su vida cosmopolita le ha permitido conocer a mucha gente y experimentar muchas situaciones, algunas solemnes, otras bufas. Y Caleidoscopio, "bitácora de la comedia humana", como dice Villoro en el prólogo, nos las cuenta. En Veracruz ha de renovar su visado de entrada en México y coincide en la oficina de pasaportes con una chica inglesa. Tienen que indicar sus rasgos físicos. Tras especificarlos todos, mal que bien, la chica encuentra la pregunta: "¿Sexo?". Y contesta: "Castaño claro". Muchas de sus anécdotas tienen que ver con el cotidiano surrealismo mexicano. En una ocasión, una agencia de viajes le vende unos billetes de avión desde el aeropuerto de Guanajuato, con la hora de salida y los asientos numerados en el billete, hasta el del Distrito Federal. Pero Guanajuato no tiene aeropuerto ni, por lo tanto, aviones y han de volver a la capital en autobús. Las reflexiones sobre arte de Nissen tienen también mucho interés, aunque de otro orden. Se acompañan de un apéndice central con fotos de algunas de sus espléndidas piezas. Y abarcan también el mundo de la magia: Nissen ha visitado en muchas ocasiones El Rey de la Magia, el clásico establecimiento de magia de la calle Princesa de Barcelona, del que también era asiduo Joan Brossa, aunque alguna vez se ha llevado algún artículo cuyo efecto le había fascinado, pero que no sabía cómo funcionaba. El artista Nissen cree en la fantasía, la experimentación y la renovación permanente. Y lo afirma así: "Las ideas nuevas y la innovación acorde con la sensibilidad en curso fomentan la vitalidad cultural, mientras que el poder del hábito nos ata a costumbres rígidas que al congelarse producen una tradición de prácticas atrofiadas. La rutina y el convencionalismo impiden la renovación. La capacidad de ver el mundo desde ópticas múltiples resulta esencial para una cultura vigorosa, ya que la exime de la fatiga de lidiar con formas enquistadas que se han vuelto práctica común. La visión y la imaginación permiten revitalizar la experiencia estética y apuntar hacia nuevos horizontes. La comparación y la perspectiva generan mayores grados de percepción, del mismo modo que conocer otro idioma nos permite profundizar en el entendimiento de nuestra lengua materna". En esto último coincide con Goethe, que sostenía, más radicalmente: "Quien no conoce otros idiomas, nada sabe del suyo".
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