lunes, 4 de febrero de 2019

Un concierto en el Museo Europeo de Arte Moderno

Anay ha querido descubrirme hoy el Museo Europeo de Arte Moderno (MEAM, un acrónimo de regusto latino que puede, asimismo, sugerir interesantes actividades sexuales) y sus conciertos de los sábados. Por lo que me ha descrito, estos recitales son muy parecidos a los que se celebraban todos los viernes en la National Portrait Gallery de Londres, y a los que Ángeles y yo íbamos siempre que podíamos. Allí, además, eran gratis, aunque las entradas para el MEAM, que incluyen la visita del museo, no son caras: nueve euros por cabeza; una bagatela. La pinacoteca se encuentra en la calle Barra de Hierro, a pocos metros del Museo Picasso. El nombre de la vía es inquietante, pero no responde a ninguna razón macabra, sino a una simplemente sórdida, aunque indicativa del progreso histórico de la ciudad: en 1668 se tapó la boca de la cloaca, y la calle misma, con unas barras de hierro que mejoraban la seguridad y la higiene de la zona. El museo ocupa allí el palacio Gomis, construido en 1792 por Francesc Gomis, un acaudalado comerciante textil. No obstante, el pobre Gomis pudo disfrutar poco de ella. En 1808, el general Lechi, un militar italiano al servicio de Napoleón, entró en Barcelona al mando de 5.400 hombres y 1.500 caballos y, poco después, se proclamó gobernador de la plaza. Lechi se instaló en el palacio Gomis y, no contento con birlarle el fruto de sus esfuerzos al dueño del caserón, lo hizo detener. Por suerte, Lechi solo vivió allí poco más de un año, pero a Gomis le quedaba poco tiempo ya para disfrutar de su obra: murió en 1815. El palacio sufrió, a partir de entonces, varias modificaciones entre ellas, una partición: la actual calle de la Princesa lo dividió por la mitad— hasta llegar a la Guerra Civil, tras la cual se utilizó como prostíbulo y como casa de caridad, dos actividades igualmente benefactoras en la deprimida Barcelona de la posguerra. Hoy, restaurado y propiedad de una fundación privada, acoge una interesante colección de retratismo y arte figurativo en eso también coincide con la Portrait Gallery londinense y múltiples actividades culturales, entre las que se cuentan las musicales de los sábados. La sala en la que nos reunimos es muy pequeña, pero su pequeñez aumenta la calidez del acto: las piernas de los cantantes casi tocan las del público de la primera fila. Hay algo en la cercanía física, en la inmediatez del arte en el teatro, en la poesía, en la música—, que refuerza la emoción, aunque no sea un arte depurado, aunque sea, incluso, un arte defectuoso. Pero impacta con mayor vigor que el contemplado a distancia. El contraste entre la decoración neoclásica de paredes y techo y el crudo realismo de las piezas expuestas cuadros de jóvenes contemporáneos, con shorts y auriculares en los oídos— es también muy estimulante. En la mesita que nos corresponde, nos esperan galletas, chocolates y bizcochos, y pronto desfilarán unas solícitas azafatas que nos ofrecerán café y té. Anay me pregunta si voy a comerme la palmera. Pensaba hacerlo, pero su pregunta me obliga a cedérsela. A Anay le encantan las palmeras. La actuación se desarrolla con una refrescante informalidad: nadie presenta a los intérpretes, la pianista Laia Armengol y el barítono Joan Sebastià Colomer, que irrumpen en la sala como por sorpresa. Ambos van de riguroso negro, pero el cantante destaca por un estudiado desaliño: aparece despeinado, sin corbata y con una bolsa de viaje en la mano, como si acabara de salir de la ducha para ir en autobús a un funeral; y después se quitará incluso la americana. Encuentro que empieza algo titubeante, con escaso empaque, pero, conforme se le calienta la voz, su actuación se hace más persuasiva. La digitación de la pianista es prodigiosa; además, tiene que pasar las páginas de las partituras ella misma, y lo hace igualmente a una velocidad supersónica: no tiene a nadie detrás que siga las notas y le ahorre haber de levantar los dedos del teclado. Supongo que este es un privilegio de los grandes intérpretes o de las organizaciones millonarias. Me deslumbra la rapidez inverosímil con que realiza los movimientos, pero eso es algo normal, supongo, en alguien como yo, que no tiene dedos, sino salchichas de frankfurt, ni apenas coordinación para encender una cerilla. El barítono, a la vez que canta, también actúa, y hasta lee fragmentos de las obras representadas: un fragmento de Las alegres comadres de Windsor; otro de Las bodas de Fígaro, de Beaumarchais, que luego Mozart convertiría en ópera, aunque en este caso sostiene el libro al revés, como sostenía George W. Bush aquel libro infantil cuando le comunicaron el ataque a las Torres Gemelas; y hasta uno de Karl Marx para ilustrar la espléndida "Udite!", de El elixir de amor, de Gaetano Donizetti. Además de Mozart y Donizetti, interpretan piezas de Puccini, Verdi y Wagner, entre las cuales la pianista entretiene los descansos del barítono con deliciosos fragmentos de La flauta mágica. Para concluir, Colomer ataca la célebre "Largo al factotum", de El barbero de Sevilla, de Rossini, que resuelve con brillantez. Me descubro emocionado como por una elegía o un aria dramática. Pero es una pieza cómica, cuya potencia, cuya proximidad, me impactan nos impactan: también a Anay— con una fuerza equiparable a la de una composición espiritual y grave: otro más de los prodigios del arte. Tras el recital, que no dura más de una hora y que se salda con una apretada ovación, visitamos el museo. No es grande apenas dos plantas, más una sala diminuta en el piso superior, pero contiene una sustanciosa colección de retratos, entre los que predominan los de mujeres, la mayoría desnudas. De hecho, hacía tiempo que no veía una colección tal de vaginas: abiertas, cerradas, semiescondidas, escondidas del todo, viejas, jóvenes, de mediana edad, depiladas y sin depilar (alguna, incluso, dotada de una fabulosa melena). También hay hombres, aunque muchos menos, y también la mayoría están desnudos, con sus correspondientes penes, que lucen, no obstante, una menor variedad. Son, casi todas, imágenes modernas, urbanas, cuyas protagonistas lucen tatuajes y en cuyos paisajes asoman edificios, máquinas, tecnología y mascotas, muchas mascotas. Alguna, eso sí, me parece espantosa, pero quizá su autor buscaba precisamente eso: suscitar el espanto, que es algo también muy contemporáneo. Así me pasa con "Identity", una escultura de resina de Rigoberto Camacho Pérez, que representa a una vieja desnuda y calva, sentada en un columpio, con una nariz de payaso. Otras imágenes, en cambio, pese a retratar también la ancianidad, transmiten belleza, como la titulada "Mesmerizing beauty", de Rajnikanta Laitonjam, protagonizada por una indígena asiática muy arrugada y mayor, pero naturalmente atractiva. En un sala lateral, los alumnos de una clase de pintura están pintando a un modelo, hombre y vestido. Huele a pigmentos, aceites y trementina. Más allá nos esperan las esculturas, que se me antojan modiglianescas, de Grzegorz Gwiarzda, que, con este nombre, solo puede ser polaco. Luego, en la tienda del museo, lo veo presentado como "el Rodin del siglo XXI", y salgo de mi error. Nos despedimos del MEAM echando un vistazo al libro de visitas, que es el rincón del cotilleo de toda exposición pública. Entre las numerosas rúbricas, en todos los idiomas imaginables, que destacan la calidad del lugar y el interés de sus colecciones (y actividades), leemos una de una familia de Valladolid, que se queja de que no toda la informacion que ofrece el museo esté en castellano, que es el idioma de todos.

1 comentario:

  1. Siento decirte que me decepcionó.Eduardo, ver los muros, muros de una antigüedad admirable, perforados para colgar obras, no me gustó nada. La acústica de la sala es buena, no te lo niego. El té, pasable, y las pastas, mantecosas en demasía. Las obras que tienen expuestas siempre están muy descuidadas. Le doy un aprobado raspado . Pero, no obstante, me alegro que tú lo disfrutaras .

    Un abrazo grande .

    ResponderEliminar