Hace algunos meses asomó por el horizonte la posibilidad de irme a vivir a Dinamarca —el segundo país más feliz del mundo después de Finlandia, según las últimas estadísticas, aunque un poco frío para mi gusto—, pero el asunto se frustró. No obstante, como siempre que voy a visitar un lugar que no conozco procuro documentarme, me compré varios libros sobre el viejo reino de Jutlandia. Uno fue Grandes borrachos daneses, de Lars Bang Larsen e Ignacio Vidal-Folch. Reconozco que lo compré seducido por el título, y no me ha defraudado. Otro se titula Los hombres del Norte. La saga vikinga (793-1241), del inglés John Haywood (Ariel, 2018; va por la cuarta edición). Me pareció adecuado ilustrarme sobre un aspecto tan definitorio de la cultura danesa, junto con Kierkegaard, la Sirenita y la cerveza Carlsberg. De los vikingos sabía yo lo que más o menos sabemos todos, tal como los han representado algunos clásicos de la literatura y el cine, como aquella maravillosa película, Los vikingos, de Richard Fleischer, en la que Kirk Douglas y Tony Curtis competían en encanto y brutalidad, asaltaban fortalezas, conquistaban con sonrisas a damas rubicundas, navegaban en longships, se hartaban de cerveza y jabalí en cenas pantagruélicas, y calzaban unos cascos con cuernos muy puntiagudos. También recordaba lo que había visto en una casa vikinga reconstruida en las islas Lofoten, de Noruega, uno de aquellos alojamientos alargados que compartían personas y ganado, y cuyos aspectos más familiares y amables los guías se esforzaban mucho en recalcar (hasta nos invitaron a jugar con ellos a una especie de bolos con los que, decían, los vikingos se entretenían mucho al regresar de cortar cabezas en el continente), así como los vestigios de su dilatada presencia en las islas Orcadas, hoy escocesas, donde habían garabateado grafitis rúnicos en refugios de piedra, en los que se leían cosas como "Qué buena está Astrid; cuánto me gustaría follármela" o "Sigurd estuvo aquí y echó una larga meada". Inscripciones así les quitan todo el encanto místico a los vikingos, pero los hacen mucho más próximos y amigables. Por supuesto, también resonaban en mí lo escrito por Borges sobre los pueblos del Norte y sus maravillosas metáforas, o kenningar, y las sagas del Beowulf y el Kalevala. Muchos de los conocimientos que tenemos sobre este pueblo aguerrido, marinero y negociante se parecen a la verdad, sin duda. Pero no todos —los vikingos, por ejemplo, nunca llevaron cascos astados; esa creencia se debe a una confusión de los anticuarios del s. XIX, que se trasladó a la cultura popular— y, en cualquier caso, la civilización vikinga, si es que se la puede llamar así, fue mucho más allá de los tópicos cinematográficos y literarios, que, como todos los tópicos, simplifican y reducen. Destaca, en primer lugar, la extensión de la presencia vikinga: desde Islandia hasta Terranova, desde las islas Feroe hasta Constantinopla, desde Lisboa hasta Bagdad. Durante cuatro siglos, los hombres del Norte fueron unos visitantes habituales —y temidos— de todo el mundo conocido, y de una buena parte del desconocido. Unos visitantes que solían llevar destrucción a dondequiera que fuesen, pero también técnicas y bienes. Eran piratas —vikingo viene de ívíking, "saqueo"—, pero también comerciantes: intercambiaban el producto de sus pillajes por otros artículos apreciados, desde ámbar a, naturalmente, esclavos. Y allí donde se establecían, para horror de las poblaciones autóctonas, generaban asimismo fructuosos intercambios comerciales. No obstante, el origen de sus riquezas era siempre la depredación. Los vikingos se especializaron en asaltar monasterios, de los que Europa estaba llena a finales del primer milenio, y en los que se acumulaba gran parte de las riquezas de los territorios —fruto de donaciones y tributos—, aunque no le hacían ascos a nada. Los monasterios y luego las ciudades ingleses sufrieron especialmente el latrocinio vikingo, que iba casi siempre acompañado de grandes dosis de crueldad, aunque en aquella época la crueldad se veía como una circunstancia inevitable y, hasta cierto punto, normal en toda actividad militar (y política). Cuando en el año 867 los daneses asaltaron York, convirtieron al rey local Aelle en un "águila de sangre", esto es, le abrieron la caja torácica a ambos lados de la columna y le sacaron los pulmones para que pareciesen unas alas ensangrentadas. Claro que Aelle tampoco era un angelito. En la lucha, había capturado al legendario jefe de los asaltantes, Ragnar Lodbrok, y, según las fuentes escandinavas, lo había tirado a un pozo de víboras (para que se reuniera con sus congéneres, es de suponer), de donde, como era previsible, no salió vivo. En otros casos, los vikingos le rajaban la tripa al preso y lo obligaban a caminar alrededor de un árbol hasta que se le desparramaban las entrañas. En otros, cortaban narices o testículos, o sacaban ojos. Cuando se sentían benévolos, solo decapitaban. Algunos de los cabecillas vikingos eran tan dados a arrasarlo todo y a no dejar a enemigo vivo que fueron descritos en términos insuperables. Dudo de San Quintín, un monje normando, describió así a Hastein, un comandante que llevaba 30 años saqueando Francia: "cruel y duro, destructivo, conflictivo, salvaje, feroz, malvado, (...) descarado, presuntuoso y sin ley, mortífero, rudo, siempre alerta, rebelde traidor y hacedor del mal", que es más o menos lo que opina Pablo Casado de Pedro Sánchez. Pero el salvajismo vikingo, como la propia cultura vikinga, era pragmático: no se practicaba porque proporcionase un placer sádico, sino como herramienta de dominación, por los beneficios que pudiera rendir. Los hombres del Norte eran muy capaces de saquear varias veces un monasterio, pero de respetar a algunos de sus miembros o dependencias, o de ofrecer exvotos y diezmos, o de dejar de hacerlo cuando llegaban a la conclusión de que atesoraba virtudes espirituales (o políticas) superiores al provecho que pudieran obtener de su pillaje. Rapiñar monasterios, violar a las monjas y vender a los monjes como esclavos solo eran negocios. También firmaban alianzas y pactos con las poblaciones autóctonas, o utilizaban sus causas y se dejaban utilizar por ellas, si así conseguían mayores réditos. Aunque su palabra, en estos asuntos, no valía mucho. En el 860, el rey Carlos el Calvo de Francia pagó más de una tonelada de plata a Volund, el jefe de un ejército vikingo que estaba desplumando la región del Somme, para que atacase a otros vikingos situados en Oissel, que le estaban causando aún más daño. Volund aceptó el trato, cogió el dinero y se fue a invadir Inglaterra. Los nórdicos nunca se enzarzaban en largos asedios y, si encontraban demasiada resistencia donde habían atacado, seguían su camino hasta encontrar a quien fuese más fácil robar. Los vikingos no tenían ningún sentimiento nacionalista: constituían comunidades independientes, que compartían costumbres y lazos lingüísticos y religiosos, pero a las que no preocupaba en absoluto defender un supuesto territorio, o una bandera —de la que carecían—, o un proyecto político, por laxo que fuese. Nunca formaron, más allá de sus clanes, una organización que los agrupase a todos, y la adhesión o lealtad a sus caudillos era estrictamente personal, y muy voluble. De hecho, los vikingos no tenían inconveniente en pelearse entre ellos, y lo hicieron a menudo cuando eso resultaba más enriquecedor que pelearse con otros. Eran, indudablemente, guerreros feroces, a cuya ferocidad contribuía la creencia de que, si su muerte había sido honrosa, es decir, en batalla, viajarían al Valhalla, en el que moraban las gloriosas valquirias, que los llenarían de íntimos agasajos. Como los musulmanes, que creen que docenas de bellísimas huríes los esperan en el paraíso, los escandinavos confiaban en una vida de ultratumba regalada, y eso estimulaba su desprecio por la supervivencia terrenal. En esto, los cristianos, que solo aspiran a los páramos celestiales, habitados por vírgenes poco concupiscentes y ángeles que ni siquiera hoy se sabe si tienen sexo, van muy retrasados. Algunos de los reyezuelos escandinavos alcanzaron, como guerreros, reputaciones magníficas. Solo hay que pensar en Thorfinn Rompecráneos o Erik Hacha Sangrienta para imaginar su comportamiento en el campo de batalla (y en la retaguardia). No obstante, pese a su belicosidad, los vikingos no eran necesariamente mejores combatientes que los demás pueblos de su época, si estaban bien organizados; de hecho, fueron derrotados muchas veces. La clave de su éxito era la movilidad: practicaban una suerte de guerra de guerrillas, asaltando y huyendo, tanto por tierra como por mar, por el que navegaban con gran facilidad con sus longships, de escaso calado y manejo sencillo. Eso sí: solo podían hacerlo cuando el tiempo era bueno; en cuanto llegaban los fríos y la nieve, los vikingos se retiraban a sus cuarteles de invierno, con sus familias. Las campañas de saqueo eran solo estivales. En su gran expansión territorial, los vikingos visitaron en varias ocasiones la península Ibérica, que los atraía por las enormes riquezas de las ciudades del califato de Córdoba. Su primera incursión se remonta al 844, en que saquearon las costas gallega y asturiana, incluyendo el pequeño puerto de Gijón, luego la costa de Lisboa y, por fin, el puerto de Cádiz y Medina-Sidonia. No contentos con el botín costero, decidieron remontar el Guadalquivir —los vikingos, con sus embarcaciones ligeras, solían adentrarse por los ríos, las autopistas de la época, en tierra firme— y llegaron hasta Sevilla: una semana entera estuvieron arrasándolo todo. Pero tuvieron un mal final: los moros, reagrupados, les tendieron una emboscada en Tablada, cerca de la ciudad, mataron a más de mil, incluido su jefe, y otros 400 fueron hechos prisioneros; también capturaron 30 barcos. Colgaron entonces a los muertos de las palmeras, quemaron los longships, decapitaron a los cautivos y el emir envió 200 cabezas rubias a los reinos vecinos amigos para anunciarles la victoria. Pero siempre había más vikingos para sustituir a los muertos: las riquezas del mundo no dejaban de atraerlos. Y no les importaba que solo una tercera o cuarta parte de los que se embarcaban en las expediciones de pillaje volvieran a casa: sabían que los éxitos se mezclarían con las derrotas y lo aceptaban con el pragmatismo que los caracterizaba. En el 861, en otra incursión en la península Ibérica, al jugoso expolio de Algeciras, la costa murciana y las islas Baleares siguió el desastre en el estrecho de Gibraltar, donde una flota mora hundió 40 de los 60 barcos de la flota vikinga que se paseaba por el Mediterráneo. Sus comandantes, Björn Brazo de Hierro y Hastein (sí, el mismo que Dudo de San Quintín había descrito con tanta delicadeza), decidieron entonces poner proa a sus refugios hiperbóreos, pero sin desaprovechar ninguna ocasión de seguir haciendo caja. Y, así, atacaron Navarra y saquearon Pamplona, no por nada: pasaban por allí. En un golpe espectacular, capturaron a su rey García I y lo liberaron a cambio de la increíble cantidad de 70.000 dinares de oro. Los supervivientes de la expedición de Björn y Hastein fueron, pues, pocos, pero muy ricos. Como ilustra el suceso con García I, el rescate de los prisioneros distinguidos era otra importante fuente de ingresos para los vikingos. También les proporcionaba pingües beneficios el comercio de esclavos, de los que llenaron los mercados de Europa. Esta trata produjo episodios singulares, como el de Murchad, un irlandés capturado por los vikingos que fue vendido a un convento. Nada disgustado con su suerte, sedujo a todas las monjas y convirtió el cenobio en un burdel. Pero fue expulsado y empujado al mar en una barca sin remos ni vela como castigo por su impiedad. En el mar volvieron a apresarlo los vikingos, que esta vez lo llevaron a Alemania y se lo vendieron a una viuda, a la que, naturalmente, también sedujo. Por fin, tras muchas otras aventuras, Murchad regresó a Irlanda, se reunió con su familia y emprendió una honorable carrera como maestro de gramática latina, que es de suponer había aprendido, en favorables circunstancias, con sus primeras dueñas, las monjas. Los vikingos removieron durante cuatro siglos largos el cóctel político, económico y territorial de los futuros estados europeos, y también, como ilustra el caso de Murchad, la vida de muchos individuos de aquel tiempo, a veces para bien.
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