Cuando era joven, feliz e indocumentado, me iba a trabajar cada verano a campings —de los que la costa catalana estaba llena— para ganar un dinerillo que me permitiera viajar por el mundo en septiembre. Empecé a hacerlo en 1981, a mi vuelta de los Estados Unidos. Pero no tenía ningún contacto en el negocio del turismo, ni sabía apenas nada de él, así que no me quedó más remedio que conseguir, en alguna oficina pública que ya no recuerdo, la relación de los campings existentes en Cataluña y escribirles a todos una carta ofreciendo mis servicios de buen chico, estudiante de Derecho y hablante de idiomas. Respondieron más de los que yo me imaginaba, y varios parecían dispuestos a contratarme. El primero por el que me interesé, y que fue, a la postre, en el que trabajaría aquel y el siguiente verano, estaba en L'Estartit, un pueblo de la Costa Brava. Llamé al lugar, me citaron para una entrevista en sus instalaciones y para allí que me fui, en autobús, claro: ni yo ni nadie de mi familia teníamos coche. Hice la entrevista ante un tribunal de varias personas —entre las que estaban el director y el propietario, un señor gordo, abogado, que me animó a perseverar en mis estudios de Derecho y al que nunca volví a ver— y salió bien. Al cabo de poco, me comunicaron que estaba contratado y que, si aceptaba, me destinarían a la recepción. Aquel primer verano trabajé de julio a principios de septiembre y, cuando la temporada ya estaba a punto de acabar, alguien me contó que entre los demás trabajadores del camping circulaba la especie de que me habían fichado por ser el novio de la hija del dueño (la filla de l'amo, un clásico del braguetazo, en versión catalana). El dueño era el abogado gordo con el que solo había hablado una vez en la vida y que ni siquiera sabía que tuviese una hija. Pero aquel infundio, nacido de alguna mente ociosa y malevolente, había arraigado y hube de sobrellevarlo —aunque, en realidad, me importaba muy poco, es más, casi me halagaba, por presentarme como un seductor diligente, como un embaucador de mujeres y, lo que era aún más importante, de suegros— hasta el final de mi segundo verano en el camping, en el que lo dejé para probar suerte en otros lugares de la costa donde las condiciones de trabajo no se acercaran a la esclavitud y pagaran algo mejor. Aquella primera experiencia mía con la maledicencia me enseñó varias cosas que se han repetido siempre que he tenido que sufrirla: que no tiene nada que ver con los hechos, sino exclusivamente con la mente empozada de quien la practica; que suele ser patrimonio de los mediocres y los tristes; y que, en España al menos, es compañera casi siempre de la envidia. Y no me refiero, claro está, a la mera crítica, por acerba que sea. La crítica constituye un aspecto fundamental de la tarea intelectual, que hay que ejercer, con amplitud pero con rigor, es decir, con respeto a los hechos y a las personas, y con luz y taquígrafos —y esto es muy importante, sobre todo hoy, en que las redes sociales permiten un ignominioso anonimato—, en cualquier dimensión de la vida. La maledicencia es otra cosa: es la mentira interesada, la denigración cobarde, la supuración de los detritos de la propia conciencia.
El año pasado, ya regresado de Extremadura, comí en Barcelona con un buen amigo, escritor en catalán y castellano. El procés estaba en plena ebullición y hablamos de ello, como casi todo el mundo. Ninguno somos indepe: yo me defino como federalista y él no se define, ni tiene por qué hacerlo, sino que sobrevive al maremoto político y social en las difíciles —y denostadas— aguas de la equidistancia, que yo prefiero llamar ecuanimidad. En un momento de la conversación, y para mi pasmo, me reveló al autor de un comentario en las redes sociales —anónimo, claro— sobre una entrada de mi blog en la que hablaba del procés y exponía algunas de mis críticas al independentismo. El comentario, que yo no había leído cuando apareció —no chapoteo en las redes sociales—, me lo reenvió algún amigo: estaba escrito con ese tono agrio, característico de las redes, engreído y vejatorio, sin un solo argumento o razón, y con esa ignorancia abismal con la que casi todo el mundo habla de casi todo el mundo. Lo más estupefaciente de la revelación de mi amigo era que mi embozado y despectivo interlocutor le había enviado un mensaje, después de publicar el comentario, en el que seguía insultándome, pero esta vez no por mis opiniones, sino, según él, por haberle pasado indebidamente documentos del Departamento de Economía y Finanzas de la Generalitat, donde trabajaba yo como subdirector general, nada menos que a Miquel Iceta, secretario general del PSC. Su bulo no especificaba qué papeles había contrabandeado, ni cómo, ni por qué, ni con qué propósito, y, naturalmente, no atendía a detalles insignificantes como que yo no conocía —y sigo sin conocer— a Iceta (salvo por haberlo visto en la tele, bien haciendo declaraciones, bien marcándose algunos bailecitos no exentos de encanto). Es maravilloso, pero también terrible, que la mente humana pueda urdir estas fabulaciones y que se expongan en público sin pudor alguno. Y debo suponer que, si este energúmeno le había contado semejante patraña a un amigo, también la había propalado entre mucha otra gente. Este ejemplo de maledicencia ilustra, además de los rasgos clásicos del fenómeno —la ignorancia, la falsedad y la bajeza—, otro muy característico también, y asimismo exacerbado en la España de nuestros días: la difamación partidaria, esa en la que uno incurre por el siniestro peso de la ideología propia. En este caso, las orejeras políticas se suman al estercolero moral en el vive el individuo para alumbrar una invención cuyo fin no es enriquecer el debate político, sino perjudicar a la persona. Lo que defendemos nos ciega —o nos estimula la visión, pero una visión viperina, embetunada— hasta crear una nueva realidad, por absurda o inverosímil que resulte.
Durante mi ejercicio como director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura, y también después —hasta hoy mismo—, he sido objeto de minuciosas y perseverantes campañas de maledicencia, desarrolladas por seres ratoniles, emponzoñados de resentimiento. Pero no voy a hablar de ellos. Supondría enaltecerlos, aunque revelara su pútrida condición, lo que haría mucho bien a la higiene pública. El fango no se limpia con agua, sino con silencio.
Durante mi ejercicio como director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura, y también después —hasta hoy mismo—, he sido objeto de minuciosas y perseverantes campañas de maledicencia, desarrolladas por seres ratoniles, emponzoñados de resentimiento. Pero no voy a hablar de ellos. Supondría enaltecerlos, aunque revelara su pútrida condición, lo que haría mucho bien a la higiene pública. El fango no se limpia con agua, sino con silencio.
Hablar mal de los demás es una actividad social, rara es la reunión donde no se pone a parir a alguien. En algunos casos, el odio compartido es lo que más une a un grupo; alimentarlo en común, su entretenimiento estrella. Como cuando los jugadores de un equipo se conjuran antes del partido y, uniendo las manos, lanzan al unísono un grito que los refuerza y anima.
ResponderEliminarComentar lo que no nos gusta de alguien, o manifestar nuestro desacuerdo o crítica ante alguno de sus comportamientos o decisiones parece lógico y hasta sano. Cosa muy distinta es inventar mentiras en beneficio propio (por muy al fondo de la psique que tal beneficio esté) a costa del daño en la imagen del criticado. Es injusto y doloroso para él, para sus familias, en fin, para todos los que lo quieren.
Lo más llamativo de lo que cuentas es que no tenga uno reparo en criticar a una persona en presencia de quien se sabe que la aprecia y la tiene en estima. No solo es una imprudencia y una falta de tacto, sino sobre todo -me parece- una falta de respeto hacia el interlocutor, que sin quererlo ni beberlo ha de mantener el tipo (a ser posible, civilizadamente y con educación) convencido de su afecto y sorteando los insultos que, de algún modo, siente como propios. Espero que tu amigo "no indepe" saliera indemne del intercambio.
Un abrazo.
Jamás aguantaré - ni por educación- que nadie me hable mal de ti. Automáticamente lo mando allí donde pican los pollos.Si quiere decir tales barbaridades le recomendaría que tuviera el valor de decírtelo a la cara. No puedo imaginar que alguien pueda ser tan ruin( salvo algunos políticos). Como decía, Susan Sontag- creo que se escribe así- " La mentira es la forma más simple de autodefensa". Me gusta como has sentenciado esta entrada: " El fango no sé limpia con agua, sino con silencio ".
ResponderEliminarUn abrazo grande.
La maledicencia es el cuesco de los mediocres. A ellos los alivia, a los demás les huele mal y, en cuestión de segundos, se disipa.
ResponderEliminarOlé tú, Juan. 👏👏👏👏👏👏
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