En Mánchester hace un frío del carajo. Estos días pasados ha nevado, y aún hay grumos de nieve por las calles. El canal que rodea nuestra casa se ha helado. Dos cisnes, acogotados en los escasos reductos de agua, intentan abrirse paso por el hielo. En realidad, solo uno, el delantero, trabaja, picoteando la capa traslúcida y acabando de quebrarla con la proa del pecho; el otro, más cuco, se mantiene tras el zapador, observando la maniobra. Antes de darnos al placer, Ángeles ha dispuesto que atendamos al deber: hemos de ir al banco a hacer unas gestiones. En la sucursal, en la plaza de Santa Ana, nos atiende un veinteañero con un portátil en un cubículo apenas separado de los demás cubículos por una mampara curva de plástico. No viste traje ni corbata: va en camiseta, una camiseta negra en la que se lee el nombre del banco como en otras consta impreso Fontanería López o Repollos González. Se conoce que el mundo bancario no deja de modernizarse. Al traste con las viejas costumbres: nada de americanas, ni despachos de maderas nobles, ni espacios distintivos, ni tratamiento de usted. Nada de aquella aparatosidad hipócrita. Ahora lo que se lleva es la informalidad juvenil: que te reciban como en una tienda de Vodaphone y te traten como en un vuelo de Ryanair. Los servicios que ofrecen los bancos son tan leoninos como antes, cuando las americanas y los despachos, y el cliente sigue siendo estafado, como debe ser, pero las formas se han relajado un montón y eso sosiega mucho el espíritu. Cumplidos los trámites mundanos, nos encaminamos a nuestra primera visita del día, Clayton Hall, un caserón cuya construcción se remonta al siglo XII, pero que ha sido destruido y reedificado varias veces, hasta presentar el aspecto que luce hoy, en el que se mezclan la arquitectura georgiana y el estilo tudor. Una particularidad del conjunto es el foso medieval que lo rodea, uno de los pocos de la arquitectura civil que subsisten en Gran Bretaña, y que hasta hace poco aún contenía agua, aunque producía filtraciones, y para filtraciones de agua los ingleses ya tienen bastante con la lluvia. Ha sido, pues, desecado. La larga historia de esta manor presenta episodios interesantes: por ejemplo, durante 400 años perteneció a la familia Byron, la del poeta, aunque pasó a otras manos mucho antes de que el famoso lord naciera. Entre sus propietarios también asoma un judío español, Mordecai Greene, y el inevitable —estando en Mánchester— Humphrey Chetam, el fundador, a mediados del s. XVII, de la biblioteca que lleva su nombre, y que es la biblioteca pública aún en funcionamiento más antigua del mundo anglosajón. Un visitante famoso de Clayton Hall fue Oliver Cromwell, que, según la leyenda, se alojó aquí tres noches, después de que su caballería lo utilizara como cuartel general para arrasar Mánchester en la Guerra Civil. Tras hacer una pausa en la tea room del lugar, atendida por voluntarios amabilísimos que, no obstante, sirven un café horroroso, asistimos a una exposición deliciosa, impartida por otra voluntaria, remedo mancuniano de Miss Marple, que subraya que en las construcciones como aquella se utilizaba paja, barro y cow poo, es decir, caca de vaca. Paseamos después por las habitaciones de la casa, que recrean la mansión victoriana que fue. En el salón, descubro un ejemplar decimonónico de La sombra de Ashlydyat, tremebunda novela gótica de Ellen Woods, que firmaba sus muchísimos y popularísimos libros como "Señora de Henry Woods": ni siquiera con un nombre de varón, como George Eliot, George Sand o nuestra entrañable Fernán Caballero, sino con su condición civil de esposa y después viuda. También veo, enmarcadas y colgadas en una pared, unas normas de aquellos tiempos victorianos para el servicio doméstico, cuyo principal criterio era que los sirvientes hicieran el trabajo para el que habían sido contratados (o más bien esclavizados), pero como si fueran invisibles o, mejor aún, como si no existieran. Los criados eran algo prosaico y hasta sórdido, una vulgaridad necesaria pero vergonzante, que solo había de notarse cuando no hubiera más remedio. La norma ocho, por ejemplo, prescribía que, si el mucamo o mucama se encontraba en algún lugar de la casa, o en las escaleras, con alguno de sus betters —de sus "mejores"; de sus superiores, diríamos en castellano—, tenía que hacerse, literalmente, todo lo invisible que pudiera, guardando silencio, "volviéndose hacia la pared y apartando la vista". La washroom de la mansión, con unos aparatos de lavado que parecen sacados de la casa de Pedro Picapiedra, tan prehistóricos como las normas de servicio que nos acaban de dejar helados, merece una visita, aunque la que hacemos se ve perturbada por la hiperactividad de un niño gordo, cubierto con gorra campera, que quiere tocarlo todo, incluso el rodillo de secar la ropa, en el que un rótulo escalofriante avisa de cómo le quedarán a uno los dedos si los mete entre los cilindros. La madre, también gorda, aunque sin gorra, no deja de darle collejas, acompañadas por exhortaciones desesperadas pero inútiles: el crío sigue moviéndose sin signos de fatiga ni de aplacamiento, aunque, por suerte para sus dedos, se desinteresa del rodillo. A la salida de la mansión, vemos en el jardín placas de hielo y snowdrops, campanillas de invierno, las primeras flores que aparecen, mucho antes de que llegue la primavera. Arriba, en el tejado, una breve espadaña aloja una campana traída de la catedral de Mánchester. En el bronce consta escrito en latín: Esperamos tiempos mejores. Y quién no. Es un buen lema no solo para los habitantes de Clayton Hall, sino para toda la humanidad. Más allá, fuera del recinto de la casa, se alza la iglesia de la Santa Cruz, construida entre 1862 y 1865, y flanqueada por un cementerio de lápidas negras y multiformes, algunas caídas, otras acariciadas por las gnómicas campanillas de invierno. Volvemos a Mánchester en tranvía y comemos en el Hawkmoor [El páramo del halcón]. Nos atienden camareros ingleses, portugueses y españoles. En la mesa vecina, un grupo de chinos da cuenta de varias fuentes de langosta. Son silenciosos y metódicos: uno excava con unas tenacillas en las más sabrosas interioridades del palinúrido; otro chupa los arneses y coseletes del exoesqueleto con paciencia de calígrafo; otro, en fin, rumia más que mastica. En el lavabo, un comensal (no chino) se lava las manos antes de orinar, como Torrente. A la salida, nos cruzamos con una joven muy británica, pintada como Nefertiti, que exhibe un busto monumental bajo una camisetita de tirantes. Teniendo en cuenta que estamos bajo cero, su casi desnudez es un ejemplo magnífico del imperio de la imagen al que muchos (y, sobre todo, muchas) viven sometidos y del legendario estoicismo inglés, que algunos llaman flema. También vemos a un tipo de mostachos puntiagudos que da abrazos gratuitos (pero no son abrazos verdaderos, sino oblicuos, abrazos en los que los cuerpos permanecen separados, aunque estén momentáneamente juntos) y a otro que anuncia a "Jesús, el Señor", otra actividad gratuita, oblicua y superficial. En el Empire Exchange, un curioso antro, pese a su campanudo nombre, en el que se revende de todo, siempre que sea viejo y polvoriento, desde libros hasta discos, pasando por camafeos, pósteres, uniformes antiguos, muñecas de cerámica (horribles) y artículos de sex shop de los setenta (más horribles todavía), compro por seis libras una primera reimpresión de la primera edición de 1914 and Other Poems, del malogrado Rupert Brooke, el poeta más guapo de la historia de Inglaterra, que tuvo la mala suerte de sobrevivir a los combates en la Primera Guerra Mundial, pero no a los insectos del barco en el que viajaba: murió de la septicemia que le produjo la picadura de un mosquito. Por fin, visitamos la exposición de los dibujos de Leonardo da Vinci que se acaba de inaugurar en la Manchester Art Gallery. Es una lacónica muestra de un aspecto fundamental de la obra del italiano —ha cabido en una sola sala—, pero basta para apreciar la magnitud de su genio, aunque para ello haya que batallar con el gentío que se agolpa en la diminuta estancia. Me encanta Cabeza de joven, de 1510, de rizos enmarañados y expresión serena, ejecutado en una superficie uniformemente rojiza. También, aunque por razones contrarias, Dos perfiles grotescos, fechado entre 1485 y 1490, en el que se muestra a dos viejos, un hombre y una mujer, de mentones prominentes y rictus adusto. Su Bautista desnudo es asimismo admirable, y los 18 esbozos que hizo para La dama del armiño demuestran el considerable —y dinámico— estudio que requerían las piezas mayores. Igualmente revelador es un niño Jesús, cuyas lorzas, mucho más que rubensianas, desbordan lo imaginable. Lo que se me antoja más interesante, sin embargo, son los dibujos que son, al mismo tiempo, estudios anatómicos, con el detalle del aparato circulatorio o nervioso y los órganos internos, y acompañados por anotaciones en una apretada e ilegible caligrafía. Para trazarlos con tanto esmero, Leonardo se ilustraba practicando autopsias, aunque estaban prohibidas. Se sabe que —burlando, por lo tanto, la ley— hizo al menos veinte en la Universidad de Pavía. Le gustaban, en particular, los fetos y las articulaciones —hombros, codos, cuellos—, por lo que tenían de difíciles, supongo: solo lo difícil es estimulante, decía Lezama. Pese a sus conocimientos de primera mano, los dibujos de Leonardo no eran del todo precisos. Ángeles me señala, como quien no quiere la cosa, que en uno de ellos el corazón está demasiado bajo, los riñones, demasiado altos, y un par de bultos, a la altura de la tripa, no está segura de lo que sean, aunque cree que se trata del hígado y el bazo. Los pulmones, en cambio, no aparecen. Ángeles siempre pilla los errores, empezando por los míos. Tiene mucha práctica. La contemplación de tanta carne y, con la excepción de estos deslices anatómicos, tan bien proporcionada nos ha abierto el apetito, así que decidimos irnos a comer a un griego cercano, donde sirven unos estofados espectaculares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario