sábado, 23 de mayo de 2020

El teletrabajo es un timo

Este parece que va a ser el principal legado de la pandemia del coronavirus: el teletrabajo. No el refuerzo y la mejora de los sistemas nacionales de salud, no una mayor conciencia ecológica, no el cambio del modelo de gestión de las residencias de ancianos (y, por extensión, del trato que les damos), entre muchos otros asuntos merecedores de atención, sino el trabajo a distancia, que se va a extender también, catastróficamente, a la educación. La explosión de la dichosa covid-19 ha hecho que las plantillas que teletrabajan en España hayan pasado, en apenas dos meses, del 4% al 88%, y los empresarios ya están proclamando que este va a ser el modo de operar en la economía capitalista a partir de ahora. Pero, cuando los empresarios cacarean algo, cuando publicitan algo con tanto ardor, cuando pregonan que algo es el futuro, la mejor forma de organizar la producción, la panacea, la piedra filosofal, los trabajadores ya se pueden, ya nos podemos echar a temblar. El teletrabajo, en realidad, es algo muy antiguo: la mayoría de la gente teletrabajaba hasta mediados del siglo XVIII: cosían en sus casas, modelaban el barro en sus casas, remendaban zapatos en sus casas. A mediados de esa centuria, los ingleses descubrieron la máquina de vapor y, a continuación, que era más rentable agrupar a esos que trabajaban en el hogar en un lugar llamado taller, y luego en otro, más grande y atroz aún, llamado fábrica. Y con ese gran salto industrial comenzó la penúltima fase del capitalismo y nacieron las sociedades contemporáneas en Occidente. La producción en masa, en la que todavía vivimos, acabó con el home working, al que el coronavirus parece decidido a devolvernos. Algunos de nosotros ya hemos comprobado sus perniciosos efectos. Mi madre, por ejemplo, se pasó muchos años working at home, en la economía sumergida, cosiendo en casa. Eran los 70 del siglo pasado, con una España devastada por la crisis del petróleo, y todos habíamos de proveer a la subsistencia de la familia. Mi madre lo hacía cosiendo ropa de moda para varias empresas de costura barcelonesas. Se pasaba todo el día empujando la aguja y pedaleando a la máquina de coser para ganar un dinero escaso, sin nómina, contrato ni cotización a la Seguridad Social, por supuesto. Eso era impensable para una modistilla, que se había de procurar ella misma, además, los instrumentos de su oficio: las empresas no le prestaban ni un dedal. Para completar la jornada laboral, en los ratos que encontraba entre modelito y modelito, mi madre iba a comprar, planchaba, lavaba, fregaba, cocinaba y hasta me ayudaba con los deberes. Entre los ruidos que acompañaron mi infancia de hijo único y pobre, recuerdo sobre todo el de la máquina de coser, una singer, que, en efecto, cantaba una melodía fabril, un girar de engranajes y servidumbre, un murmullo letal. Eso era el teletrabajo entonces y eso, sustituyendo la rueca por el ordenador, quiere ser hoy, otra vez. El teletrabajo se vende como una liberación —ya no hay que perder tiempo yendo a la oficina, ni se contamina al hacerlo; ya no tenemos que vestirnos para currar: podemos ser igual de eficaces en pijama y con pantuflas—, pero, en realidad, es otra forma de sumisión, y probablemente una de las más sibilinas. El capitalismo se ha caracterizado siempre por sobreponerse a las crisis, integrándolas, absorbiéndolas para hacerse más fuerte, y por expandirse no solo en el grupo —que es lo que hizo primero—, sino en la intimidad —después— y —por fin— en la conciencia. Ahora penetra en ese espacio que constituía un reducto inviolable (decir sagrado quizá sea excesivo; todo lo sagrado me repugna) y nos exime de aquello que quizá alguna vez hayamos considerado alienante, porque nos obligaba a salir de nosotros para ser (un ámbito profesional: una oficina, un estudio, un taller), para sumirnos en otro que juzgábamos intangible, pero que hoy resulta aún más alienante: el propio hogar, aplastado por la lógica de la producción, el imperio de la jerarquía (que no desaparece con la mutación física) y el agobio del resultado. Si algo he oído estos meses de confinamiento entre los que teletrabajan, es que se curra mucho más. Los primeros estudios indican que, de media, dos horas más de lo establecido. Pero el sueldo no varía, claro. Ya es una primera ventaja para el capital: nos exprime más de lo que ya nos exprimía. El teletrabajo nos unce a una conexión constante: como estamos donde siempre estamos, visibles las veinticuatro horas del día por la ventana del ordenador, estamos en todo momento disponibles para una gestión, una consulta, una videoconferencia (ese invento del demonio), una urgencia. Por otra parte, el sedentarismo al que nos condena el teletrabajo (frente a cierta movilidad en la oficina, donde uno se levanta para hablar con unos u otros, o para tomar un café, o para consultar algo en otro departamento, o para salir a la terraza o la calle para echar un pito) destroza la espalda y reduce la masa muscular. Los antebrazos, los ojos y hasta el trocánter —un saliente del fémur al que perjudica que pasemos tantas horas en babuchas— se ven afectados por que estemos encadenados al banco como galeotes. Las lumbalgias, contracturas, tendinitis y cefaleas florecen. Este maltrato físico que nos infligimos se debe, en buena parte, al deslizamiento psicológico que introduce el teletrabajo (en casa se nos pasan las horas, clavados al asiento, sin que nos demos cuenta) y al hecho de que no contamos con los medios adecuados para ejercerlo: ordenadores a la altura de los ojos, sillas ergonómicas, teclados y ratones adecuados, reposapiés. Según la ley, todo esto debería proporcionarlo la empresa, que está obligada a velar por la salud y la seguridad en el trabajo (así como por la seguridad de los datos que manejamos: otro tema interesante). Es de suponer que, si el teletrabajo se generaliza, como por desgracia parece que va a suceder, acabarán facilitándolo, pero, mientras tanto, todo eso que se embolsa, de nuevo, el sistema. Y está por ver qué se acordará, si es que se acuerda algo, para resarcir a los teletrabajadores del aumento del gasto en agua, gas y electricidad (y papel y material de oficina) que supone la actividad laboral en casa. Con ser todo esto muy perjudicial, no es lo que se me antoja más grave. El teletrabajo aislará a la gente más aún de lo que ya está. Nos situaremos un poco más cerca de esos adolescentes japoneses que viven confinados en su habitación (como nosotros ahora, pero ellos por voluntad propia; o, mejor dicho, por voluntad de un sistema que ha conseguido suplantar la suya), rodeados de pantallas, sin otro contacto con el mundo que el intercambio digital, y siendo alimentados por sus padres, que les dejan la bandeja de comida a la puerta del cuarto para que la recojan furtivamente y no se mueran de inanición. El mundo digital nos arranca de la vida viva, del contacto con otras pieles, de la conversación con los seres humanos, del abrazo y la tierra, del viaje y la brega, y esta nueva capa tectónica, el home working, contribuirá a sepultarnos en la soledad, el automatismo, la despersonalización y la amoralidad que supone confiar todos nuestros actos a las frías resoluciones (o silencios) del silicio. Ir a trabajar conlleva involucrarse en la realidad: salir a la calle, hablar (y discutir) con los compañeros, enfadarse con las muchas cosas que no funcionan ahí fuera, pero también alegrarse con las cosas del exterior, con los disparates del mundo. Esa imprescindible inmersión social se plasmaba asimismo en la defensa de los intereses comunes, que, en el ámbito laboral, se ha materializado en el sindicato, otra agrupación de personas. Los sindicatos nacieron, justamente, cuando los telares de Mánchester y Birmingham acabaron con el home working medieval. Desde casa, encerrados en la carcasa del hogar, acorazados (y homogeneizados) por el ordenador, seremos menos sensibles a lo que nos afecta a todos y tenderemos a despreocuparnos de las desigualdades e injusticias colectivas. Seremos como esos automovilistas que son buenas personas, personas educadas, pero cuya humanidad se ve cercenada por la reclusión en el coche, y que se convierten al volante en energúmenos que gritan e insultan por que otro haya cambiado de carril sin poner el intermitente. También en esto el capitalismo volverá a ganar: separados tenemos menos fuerza. Por último, pero quizá esto sea lo más preocupante, el teletrabajo volcará en nosotros la lógica del capitalismo. Ya lo hace, pero ahora será sin escapatoria: una invasión, un arrasamiento. Ya nunca estaremos libres de la obligación de hacer, que es la principal y última de la economía de mercado. Hay que hacer para seguir haciendo para hacer más para no dejar nunca de hacer (es decir: hay que invertir para obtener beneficio que se reinvertirá para obtener beneficio...). Ya no quedará el espacio personal del hogar, sea este el que sea: desde un piso en la ciudad a una cabaña en el campo o una cueva en el monte. Ya no tendremos reductos que no puedan ser traspasados por nada que no sea nuestro deseo. Las obligaciones del trabajo —y no hay que olvidar que "trabajo" viene del latín tripalium, un antiguo instrumento de tortura— impregnarán lo que antes constituía nuestro espacio de libertad, nuestro yo verdadero: el lugar donde se expresaban nuestras esperanzas y nuestros placeres sin la constricción de un deber artificial, que cumplimos por necesidad, ni la imposición de las esperanzas y los placeres de los demás. El teletrabajo, con el pretexto de despejar los horarios y eximirnos de obligaciones, nos ensuciará por dentro y nos impondrá un tiempo más feroz y unas obligaciones más destructivas. Yo no quiero teletrabajar. Yo reclamo que me dejen en paz en mi casa: que no pretendan colonizarla ni colonizarme. Yo exijo volver a la oficina de toda la vida, aunque sea un coñazo coger los ferrocarriles de la Generalitat todos los días. 

1 comentario:

  1. Efectivamente Eduardo. La tecnología tiene gatillo. "El ojo no es ojo porque tu lo veas, es ojo porque te ve" que diría Antonio Mairena. Un fuerte abrazo.

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