El otro día —aún no habíamos entrado en la desescalada (una palabra que, aunque insulsa, me suena a escalivada), pero ya faltaba poco— iba yo por la calle, leyendo el periódico, camino del supermercado, a comprar víveres, cuando oí que alguien me hablaba. Levanté la vista y vi a un hombre, setentón, que se había plantado a la salida de una papelería y, guardando la preceptiva distancia de seguridad, me decía no sé qué. Me era difícil entenderlo, porque llevaba una mascarilla que le cubría casi toda la cara, salvo los ojos, que le brillaban tras unas gafas de pasta, y sus frases me sonaban, al principio, a farfulla. Cometí un error: me paré y puse atención. No obstante, era difícil no hacerlo. El tipo estaba plantado en la acera como un guardia de la porra, me escrutaba con aquellos ojos turulatos, que sobrenadaban en la mascarilla como lo hacen las marionetas en el escenario de los teatrillos, y empleaba, aunque todavía no entendía lo que decía, un tono vigoroso, categórico, muy viril. Al principio creí que era algún vecino del pueblo que me conocía y me saludaba enérgicamente, quizá contento de haberme encontrado en estos tiempos en los que es (era) improbable encontrarse a nadie por la calle. Pero no. Cuando por fin pude descifrar su parloteo (en catalán), me di cuenta de que me estaba increpando. Aún no sabía por qué, y él no me lo aclaraba, pero enseguida deduje que porque no llevaba mascarilla. "¿Qué, de campo y playa? Como el hijo del cura, ¿no?". Es curioso. En las peores tesituras se aprende algo. Aquel hombre acababa de descubrirme el sesgo anticlerical del acervo paremiológico catalán. Se conoce que, en el saber popular de Cataluña, los sacerdotes tienen hijos —lo que no deja de ser una verdad histórica, comenzando por los papas— y esos hijos resultan paradigmas de holgazanes despreocupados, irresponsables y satisfechos con la vida. Pero, claro, no pude disfrutar de aquel descubrimiento, porque el hombre había pasado ya de la ironía al insulto. Admiro —y envidio— a la gente rápida que sabe responder a estas agresiones imprevistas, en lugar de refugiarse en la melancolía de los pensamientos de escalera. Yo, ante algo que no se me pasa por la cabeza que pueda ocurrir, suelo quedarme mudo, como una liebre deslumbrada en una carretera comarcal, preguntándome, eso sí, por qué me ha tocado a mí la china de algo tan desagradable y si no sería conveniente, para zanjar la cuestión, arrearle un tortazo al asaltante. Para lo primero solo encuentro un culpable: la mala suerte, que demuestra, una vez más, lo importante que es el azar en nuestras vidas; y a lo segundo siempre me contesto que no, que es mejor dejar al energúmeno cociéndose en su ira y marcharse. No obstante, en alguna ocasión cometo un segundo error: intentar razonar con el que insulta. Y así lo hago también ahora. "Las mascarillas no son obligatorias", le digo con suavidad al ladrador. "¡Pues no se las ponga!", responde acompañándose con un gesto de "¡váyase Ud. por ahí!" con la mano. Veo que los gritos del hombre han atraído la atención de los transeúntes que andaban por la zona: la mitad de ellos no lleva mascarilla. El abuelo, que ha satisfecho ya su necesidad de echar espumarajos por la boca, se pone por fin en marcha y se mete en una farmacia cercana. Y yo me voy de la escena del crimen, alterado, pero intentando convencerme, contra lo que me pide el cuerpo, de que ese tipo no era idiota. Anciano, quizá enfermo o acaso pariente de alguien que ha sufrido la enfermedad, y sin duda intoxicado por el alud de información sobre la pandemia, simplemente tenía miedo, el miedo que inspiran la incertidumbre, la conciencia de la fragilidad y el presentimiento de la muerte. El yayo vociferante no dejaba de ser un pobre tipo que sufría una angustia desbocada y se consolaba proyectándola en los demás. Como aquellas ratas de Skinner que, si no podían evitar la descarga eléctrica que les administraban en el laboratorio, aliviaban el sufrimiento peleándose con sus compañeras de jaula. Aunque sigo preguntándome si no habría sido mejor un sopapo con la mano abierta. Seguro que así habría acabado con su angustia, sustituyéndola por un sentimiento muy distinto: el dolor. A ver si me animo la próxima vez.
El Día de la Madre compré por internet unas flores para la mía. Yo suelo enviar las flores por Interflora, pero esta vez su página web informaba de que no se podían hacer más entregas del 1 al 5 de mayo. A todo el mundo se le había ocurrido lo mismo que a mí (o más bien a mí lo mismo que a todo el mundo) y estaban desbordados de peticiones. Pensé que, si las flores no se entregaban el Día de la Madre, no tendrían la misma gracia, así que busqué otras floristerías y encontré una que garantizaba la entrega el 3 de mayo. Seleccioné (entre lo poco que quedaba; aquí también estaba casi todo agotado) y pagué. Me hacía ilusión ver la alegría de mi madre al recibir las flores. Pero, cuando ya casi había transcurrido el plazo de entrega que me habían dado —hasta las seis de la tarde—, el ramo no había llegado. Llamé a la empresa y averigüé que el transportista se había limitado a llamar a un piso de la finca y a dejar las flores en el suelo del portal. Naturalmente, habían desaparecido. Alguien debió de alegrarse mucho con aquel regalo que le permitía decorar gratis el comedor. Ojalá también fuese una madre. Hablé por teléfono con el florista, el jefe de la empresa de transporte y el conductor de la furgoneta que se había desembarazado vestibularmente del ramo, y todos reconocieron su error. Y esa misma tarde, fuera del horario establecido, le hicieron llegar a mi madre otro ramo de flores, mejor y más lucido que el primero. La cosa acabó bien, pero el disgusto fue grande y el esfuerzo por corregirlo, también.
Se me ha descuajaringado el teléfono de la ducha. Ha saltado el difusor y ahora, cuando me ducho, sale un chorro caótico, que me deja salpicado, pero no duchado, y me pone perdido el baño. Ayer, el primer día en que podían abrir las ferreterías, he comprado otro teléfono, pero, al instalarlo, he comprobado que el tubo del agua también estaba mal: por la juntura con aquel salía casi tanta agua como por el difusor nuevo. He vuelto hoy a la ferretería y he comprado otro tubo. Armado de llave inglesa (yo, que apenas sé distinguir una llave inglesa de un palo de golf) y con la cara de susto con la que un coleccionista de sellos se enfrentaría a una cacería de elefantes en el Serengueti, he conseguido acoplar todas las piezas, y la ducha ya vuelve a duchar. Balance: 45 euros gastados, dos viajes a la ferretería y un dedo magullado por la llave inglesa.
El mundo está ahí fuera, esperándonos. Con el colmillo retorcido.
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