Por mucho que crezca la epidemia del coronavirus –de momento, ya ha matado a más de 350.000 personas en todo el mundo–, es imposible que alcance las dimensiones devastadoras que tuvieron algunas plagas históricas. Las pestes han acompañado al ser humano desde que abandonó el modo de vida basado en la caza y la recolección y abrazó el sedentarismo de la agricultura y la ganadería: un salto civilizatorio que suele considerarse un gran avance, pero que algunos historiadores, como Yuval Noah Harari, el autor del celebrado Sapiens, creen el mayor timo de la historia de la humanidad. Los pueblos y ciudades en los que se asentaron los hombres cuando decidieron cultivar el campo en lugar de recoger frutos silvestres y dar muerte a ciervos y jabalíes –lo que, sin duda, no debía de ser fácil ni agradable–, se convirtieron en un gran foco de insalubridad y podredumbre, donde se incubaban, con descorazonadora facilidad, catastróficas pandemias. Unas de las peores fue la peste bubónica que asoló Europa entre 1346 y 1353. Aquella hecatombe produjo cincuenta millones de muertos, casi dos terceras partes de la población del continente. Pero también dio pie a una de las cumbres de la literatura medieval, el Decamerón, que Boccaccio escribió cuando Florencia, la ciudad en la que vivía, aún sufría los efectos de la «muerte negra». El libro reúne un centenar de cuentos, exaltadores del amor y la coyunda, que un grupo de jóvenes, refugiados en una villa a las afueras de la ciudad, se cuentan para entretenerse y olvidar la plaga, aquella «pestífera mortandad (…) universalmente funesta y digna de llanto», cuyas miserias Boccaccio no se abstiene de detallar. El arrasamiento que produjo la peste hizo bailar a todo Occidente. Pero eran danzas de la muerte, de las que las manriqueñas Coplas a la muerte de su padre, escritas un siglo después de aquella gran calamidad, constituyen una de las postreras pero más nobles expresiones.
La peste negra siguió azotando Europa hasta su última gran manifestación, la peste de Londres de 1665, que acabó con la vida de 100.000 ingleses y una quinta parte de la población de la capital. De esta nueva epidemia surgió también un gran libro, Diario del año de la peste, aunque Defoe no lo escribió mientras la infección se propagaba –habría sido un prodigio de precocidad: en 1665 solo tenía seis años–, sino décadas después, en los años anteriores a su publicación en 1722. Otro escritor inglés sí dio cuenta personal e inmediata de los estragos de la peste: Samuel Pepys (pronúnciese pips). Lo hizo en su monumental Diario, que consigna, con sobrecogedora viveza, los sufrimientos de los londinenses y la gran mortandad que padeció la ciudad. Lo cierto es que Londres pasó unos ratos muy malos en aquellos tiempos: a la pandemia de 1665 siguió el peor incendio que la capital haya conocido nunca, más destructor incluso que los desatados por los bombardeos nazis en la Segunda Guerra Mundial. Pepys, criptógrafo, adúltero y malversador de caudales públicos, también le dedica atención a esta catástrofe: desde el campanario de la iglesia de All Hallows, asomado al desastre, veía cómo el fuego devoraba la ciudad, creando un espectáculo de «tristísima desolación».
La peste negra siguió azotando Europa hasta su última gran manifestación, la peste de Londres de 1665, que acabó con la vida de 100.000 ingleses y una quinta parte de la población de la capital. De esta nueva epidemia surgió también un gran libro, Diario del año de la peste, aunque Defoe no lo escribió mientras la infección se propagaba –habría sido un prodigio de precocidad: en 1665 solo tenía seis años–, sino décadas después, en los años anteriores a su publicación en 1722. Otro escritor inglés sí dio cuenta personal e inmediata de los estragos de la peste: Samuel Pepys (pronúnciese pips). Lo hizo en su monumental Diario, que consigna, con sobrecogedora viveza, los sufrimientos de los londinenses y la gran mortandad que padeció la ciudad. Lo cierto es que Londres pasó unos ratos muy malos en aquellos tiempos: a la pandemia de 1665 siguió el peor incendio que la capital haya conocido nunca, más destructor incluso que los desatados por los bombardeos nazis en la Segunda Guerra Mundial. Pepys, criptógrafo, adúltero y malversador de caudales públicos, también le dedica atención a esta catástrofe: desde el campanario de la iglesia de All Hallows, asomado al desastre, veía cómo el fuego devoraba la ciudad, creando un espectáculo de «tristísima desolación».
La yersinia pestis siguió guadañando Europa –hubo epidemias graves en Viena, Marsella y Moscú en diferentes momentos del siglo XVIII–, pero fue paulatinamente acorralada por los avances de la medicina y la higiene hasta casi desaparecer. No obstante, otras plagas –de cólera, viruela y gripe– ocuparon enseguida su lugar. Una de ellas, la epidemia de gripe de 1918, que duró hasta 1920 y que acabó con cuarenta millones de almas, fue bautizada como «gripe española». Lo fue injustamente, porque no surgió en España, sino, probablemente, en los Estados Unidos. Si se le adjudicó nuestra nacionalidad fue porque España, que era neutral en la Primera Guerra Mundial, no censuraba la prensa y no consideró necesario hacerlo tampoco con las informaciones que daban cuenta de la expansión de la gripe en su territorio. (España, por otra parte, nunca se ha preocupado demasiado por su reputación). De ahí que se creyera –que conviniera creer– que todo había nacido entre nuestras fronteras. La gripe que seguiremos llamando española acabó con escritores tan célebres como Guillaume Apollinaire o Edmond Rostand, el autor del Cyrano de Bergerac (además de con personajes del pueblo llano como Francisco y Jacinta Marto, los pastorcillos portugueses a quienes se les había aparecido la Virgen de Fátima: el amparo mariano, del que habían sido privilegiados destinatarios, no les sirvió frente al endemoniado virus del 18). Paradójicamente, y con la salvedad de las pérdidas dichas, la crisis no solo no perjudicó a la literatura de la época, sino que precedió al bienio mirabilis de 1921 y 1922, uno de los más gloriosos de la historia de las letras: en 1921 vio la luz el Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, quizá la principal obra filosófica de nuestro tiempo (y un poemario, malgré Wittgenstein, formidable); y en 1922 se publicaron Ulises, de Joyce; Trilce, de César Vallejo; La tierra baldía, de Eliot; Las elegías de Duino, de Rilke; y Anábasis, de Saint-John Perse. Entre ambos años aparecieron también dos volúmenes de En busca del tiempo perdido: El mundo de Guermantes y Sodoma y Gomorra, de Marcel Proust, que murió, aunque no por la gripe, en 1922. (En 1922, en fin, se le concedió el premio Nobel a nuestro Jacinto Benavente, pero el bueno de don Jacinto, a pesar del magno reconocimiento, no parece equiparable a los anteriores). Las épocas de crisis suelen alumbrar grandes creaciones. Por eso dice el personaje representado por Orson Welles en El tercer hombre que, en los tiempos literalmente ponzoñosos de los Borgia, pudieron surgir Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento, mientras que los quinientos años de amor, democracia y paz de Suiza solo nos han dado el reloj de cuco. Entre 1918 y 1920, la gripe consumía a la gente –y los amenazaba a ellos–, pero Wittgenstein, Joyce, Vallejo, Eliot, Rilke, Perse y Proust, entre tantos otros, no dejaban de escribir. Nuestra pandemia de coronavirus de hoy no causará ni de lejos, por fortuna, las víctimas que ocasionaron sus predecesoras, pero siento curiosidad por saber qué obras saldrán de este desastre, si es que sale alguna; y si tendrán alguna grandeza.
(Este artículo, con algunas modificaciones, se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 24 de abril de 2020).
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