Hoy salgo a dar un paseo con mi hijo Pablo. Hace muchos meses que no damos una vuelta juntos. Hemos decidido hacerlo una mañana de sábado, cuando ni él ni yo teletrabajamos, y acercarnos hasta la ermita de Sant Medir, un coqueto templo en la sierra de Collserola, al que se llega tras una buena caminata por los espesos bosques del valle de Gausac. Pero como llevamos encerrados dos meses, ninguna caminata nos asusta; es más, cuanto más endiablaba parezca, más la deseamos. Iniciamos la marcha donde acaba el pueblo, en la plaza Rotary International (así, en inglés; en Sant Cugat somos muy políglotas). Justo aquí, en la frontera con la naturaleza, abundan las escuelas de élite, como ESADE, el colegio Europa, L'Avenç ['El Avance'] o la European International School of Barcelona (de nuevo, en inglés; a políglotas no hay quien nos gane). El sosiego campestre facilita, sin duda, la concentración en el estudio. Lo que primero percibimos, no obstante, no son los imponentes edificios de estos sofisticados centros en los que se educa lo más granado de la burguesía catalana, para luego dirigir los destinos de la catalana terra con el acierto que han demostrado y siguen demostrando sus predecesores, sino el formidable olor a mierda de caballo de una hípica cercana. Porque, claro, aquí también hay una hípica, donde los aplicados alumnos de estas aventajadas instituciones practica un saludable ejercicio físico acorde con su estatus. Vemos a los equinos en las pistas de tierra del club, altos, zaínos, indiferentes. También ellos están en cuarentena, aunque no parecen tomárselo a mal. Iniciamos el paseo por el camino paralelo a la riera de Sant Medir. Es un camino también de tierra, flanqueado por altas matas de cardos, de las que sobresalen docenas de flores. La flor del cardo es de un intenso color violeta, y se asienta en una corona de espinas. Es, también, el emblema de Escocia, el thistle, desde que un noruego descalzo y malvado, miembro de un ejército escandinavo que quería sorprender a unos escoceses dormidos, pisó uno y los despertó con sus gritos de dolor (aunque no debía de ser un vikingo ni muy listo ni muy sufrido: ir descalzo cuando uno va de invasión y aullar como un coyote por unos pinchos de nada, no parece muy propio de los taimados y rudos hombres del Norte). Me pregunto si los activos indepes sancugatenses no habrán sembrado este tramo de una planta que remite a los hermanos caledonios y sus aspiraciones soberanistas, tan legítimas como las suyas. Sea como fuere, la naturaleza nos envuelve poco a poco. Vemos muchos pájaros y, sobre todo, oímos sus cantos, que parecen gozar de una riqueza de notas que ya no recordábamos en los formularios piídos de aquellos días sin coronavirus, que hoy se nos antojan tan remotos. Algunos árboles parecen emisoras de radio con música de cámara: la de los reclamos de los jilgueros y los ruiseñores. Nos cruzamos con muy poca gente, aunque estamos en la franja horaria en la que se permite pasear. Incluso aquí, en estas arboledas solitarias, prevalece una sensación de excepcionalidad, como si todos los mecanismos que configuran nuestra vida en comunidad estuviesen alterados. A ello contribuye el paso de un vehículo muy amarillo de los agentes rurales, que circulan despacio, tomando fotos aquí y allá. Les damos los buenos días, y nos los devuelven. Conviene ser siempre respetuoso con la autoridad. Nunca se sabe cuándo vas a necesitarlos, ni de qué te pueda librar la buena educación. Pronto divisamos la imponente Torre Negra, una masía fortificada de tres plantas, construida —con una piedra muy oscura, sí— a finales del siglo XIV o principios del XV, y que se ha caracterizado, a lo largo de la historia, por los muchos litigios que ha propiciado: en la Edad Media, el poderoso monasterio de San Cugat se opuso a su construcción, y desde finales del siglo pasado el ayuntamiento de Sant Cugat, que ha sustituido al cenobio como poder local, se ha opuesto a Núñez & Navarro, que en los años de alegría urbanística del posfranquismo compró una gran parte de estos terrenos con la intención de sustituir la fruslería de la Torre Negra por 2.800 hermosas viviendas con párking y trastero. Algo más allá, pegado al camino, vemos el asimismo imponente Pi d'en Xandri, uno de los símbolos de Sant Cugat, de veintitrés metros de alto y casi 250 años de edad: germinó en 1774. El tronco aún está apuntalado por múltiples contrafuertes y protegido por una malla metálica, pero el árbol ya no presenta heridas y parece gozar de buena salud, abriéndose al cielo con su característica tríada de ramas retorcidas, por la que también se le llama el pi de les tres branques. En 1997, un grupo de vándalos intentó talarlo. No lo consiguieron, pero dejaron un tajo profundo en la base del pino que lo puso en grave peligro. Me imagino la escena: "¿A que no hay huevos de cortar el pi d'en Xandri?", le diría un joven borracho a otro algún sábado por la noche. "¿Que no? ¡Voy a buscar la sierra mecánica!", respondería el segundo subnormal. "¡Venga!", gritarían los demás retrasados, apoteósicamente. Y para allí que se irían, encantados con su ocurrencia. No tardamos en llegar a un vasto trigal que precede al siguiente hito del camino, el restaurante de Can Borrell. El campo recuerda al que recorre Máximo Décimo Meridio, rozando las altas espigas, cuando anticipa la muerte. Lo acenefa un ejército de frágiles y encendidas amapolas. Por todas partes vemos —y oímos— agua. Los arroyos corren a ambos lados del camino, y también lo cruzan. Hemos de saltar varios pequeños desbordamientos. Preveo que, con la agilidad que me caracteriza, acabe metiendo el pie en el agua o, si llego a salvar los charcos, en el barro que los rodea. Como llevo sandalias, eso me garantiza una muy fresca caminata. Con la ayuda de Pablo, consigo salir seco del trance y con la dignidad intacta. Dejamos a un lado el restaurante de Can Borrell, donde hemos venido varias veces a saciarnos de excelentes carnes y calçots, aunque varios cientos de personas más habían tenido siempre la misma idea: éramos tantos que entrábamos por turnos y ocupábamos las mesas como si aquello fuera un hospicio y nosotros, los muchachos desheredados de Dickens. Ahora, en cambio, está cerrado con cadenas y persianas metálicas, y no se divisa ni un alma. El camino se adentra a continuación en el bosque, al otro extremo del cual, más allá del Tibidabo, se encuentra Barcelona. Si siguiéramos por él, llegaríamos a la ciudad, como hacía cotidianamente, siglos atrás, la gente de Sant Cugat y del resto de la comarca. Los pinos, robles, castaños y encinas se apretujan, y los olores estallan: estas semanas ha llovido mucho, y la floresta, pujante y vivaracha, regala sus aromas. Se nota que está de buen humor: la naturaleza siempre agradece la ausencia del hombre. En el tronco de un abeto, un gracioso ha borrado la cedilla de la palabra caça ['caza'] y ha convertido el rótulo en una extraña proclama escatológica: "caca reservada". Habremos caminado unos seis kilómetros y ya llegamos a la ermita de Sant Medir, que se levanta en una explanada muy bien acondicionada por el ayuntamiento, con bancos, aparcamiento para bicicletas y una fuente, la del Camp del Miracle, con varios caños, de la que bebemos sin freno. Detrás del oratorio hay otra masía, esta blanca, con un torreón a cuatro aguas, en la que tampoco se oye nada. Salvo por la familia de ciclistas con la que nos hemos cruzado al llegar, y que ya ha seguido su camino, no vemos a nadie, y el silencio es total. Aunque sí reparamos en un inesperado compañero: un gato negro muy necesitado de mimos que se acerca hasta el pretil de piedra en el que nos sentamos, delante de la iglesuela. El minino se frota contra las piernas desnudas de Pablo, y Pablo acrecienta su placer acariciándole el lomo y el pescuezo. Siempre que veo a alguien acariciando un gato callejero, pienso en la sabia admonición de Ángeles cuando yo lo hice una vez en Londres: "Los gatos transmiten la toxoplasmosis". Ya no recuerdo qué es la toxoplasmosis, pero solo el nombre acojona. Por si fuera poco para preocuparme —aunque Pablo tiene ya 31 años, uno siempre ejerce de padre con sus hijos—, el chico le pregunta al bicho: "¿No tendrás tiña, verdad?". Por suerte, el animal se desentiende de nosotros —ha visto que, aparte de caricias, tenemos poco que ofrecerle— y se tumba en el poyo a la entrada de la ermita. Desde allí nos escruta con ojos deslumbrantemente blancos, sin dejar de menear la cola. La ermita de Sant Medir se erigió en el siglo X, pero de su estilo románico original apenas queda nada en el edificio actual, que data de mediados del siglo XV. Una inscripción sobre el arco de medio punto de la entrada representa a la Santísima Trinidad e indica la fecha de construcción: 1447, aunque lo hace con letras góticas que soy incapaz de reconocer. La planta es rectangular y la espadaña, doble, con sendas campanas, una más grande que la otra. El breve templo honra a un campesino del siglo IV que fue muerto por haber ocultado a Severo, obispo de Barcelona, al que perseguían los esbirros de Diocleciano: se levantó en el lugar en el que el pobre Medir (o Emeterio) había plantado unas habas aquella misma mañana. (Tampoco Severo escapó de su destino: los romanos dieron con él y lo mataron clavándole un clavo en la cabeza; por eso se invoca a Severo contra el dolor de cabeza). Como no podemos entrar —el horario de visita es reducidísimo—, pasamos un rato contemplando las sobrias pero armoniosas hechuras de la ermita y disfrutando del silencio y el sosiego del lugar, y emprendemos luego el regreso por el mismo camino por el que hemos venido. Podríamos seguir otros senderos, que se adentran en la montaña, y acabar igualmente en Sant Cugat, pero preferimos volver por la tranquilidad de lo conocido. Además, el cielo gris está girando a negro y, para una vez que he conseguido ir por el campo sin mojarme los pies, sería una faena que me empapara la lluvia. De hecho, ha empezado a chispear. La hierba aún huele más a hierba. La tierra, más a tierra. El efecto de esas fragancias robustecidas, tras tantas semanas de anosmias domésticas, excepto los híspidos perfumes de los productos de limpieza, roza lo alucinógeno. Coincidimos, en el camino desierto, con más ciclistas. También ellos pedalean deprisa.
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