lunes, 22 de junio de 2020

Anne Carson: las virtudes de la sequedad

La poeta canadiense Anne Carson acaba de ganar el premio Princesa de Asturias de las Letras. En 2007, publicó el poemario Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, con traducción de Jordi Doce) y yo lo reseñé en la revista Letras Libres (nº 76, enero de 2008, pág. 56-57). Reproduzco ahora aquel artículo con algunas leves modificaciones— como homenaje a la autora:

El interés —y el inconveniente— de la poesía de Anne Carson (Toronto, 1950) radica en el hecho de que su autora carezca de sentido lírico, aunque la adornen muchas otras virtudes intelectuales. Es la suya una poesía en lucha constante por ser poesía: que busca, en la formación clásica de su creadora —profesora universitaria de insigne trayectoria—, en el laberíntico mundo de la cultura y en el orden abstracto del pensamiento, el suelo donde arraigar. Honra a la poeta que reconozca sus limitaciones. En «Quiero ser insoportable», la entrevista incorporada como epílogo del volumen, afirma: «No soy una persona con oído musical. A veces hago versos con cierta gracia, pero en general tienden a ser bastantes toscos. […] nunca seré una persona que escriba hermosos sonetos musicales. Eso no va a pasar, así que tengo que hacer otra cosa, algo de tipo narrativo». Sin embargo, su falta de oído y su contención emocional se avienen a la perfección con el canon posmoderno, porque obligan a la canadiense a hibridar los géneros y a sustituir el discurso lírico por artefactos figurativos o peroratas filológicas, que se erigen, por su estricta presencia, en verdad poética. El bucle que consiste en no poder hablar sin ser consciente de que se habla, constituye otro rasgo específicamente posmoderno, del que también participa Hombres en sus horas libres: «Nunca he podido pensar sin pensar en mí misma pensando», revela Carson en su entrevista.

Para obtener estos resultados, Carson se apoya en dos grandes pilares: la cultura clásica y el irracionalismo contemporáneo. Las referencias a la literatura grecolatina son constantes, aunque no siempre respetuosas: con frecuencia aparecen salpicadas de elementos paródicos o irreverentemente mezcladas con la actualidad: Catulo, por ejemplo, es sumergido en el hoy, ácido e incomprensible; Safo es comparada con Catherine Deneuve; y Tucídides y Virginia Woolf conversan en un plató de televisión sobre la guerra del Peloponeso. Carson cultiva asimismo el epitafio, un género provecto, aunque con querencias y zigzagueos actuales. El titulado «El mal» dice así: «Para obtener el sonido toma cuanto no sea el sonido déjalo caer/ Por un pozo, escucha./ Luego deja caer el sonido. Escucha la diferencia/ Estallar». El culturalismo, en general, con alusiones recurrentes a la literatura, la pintura y la música, opera como un bastón o una muleta con los que la poeta persigue estímulos cantables y avanza, a tientas, por el territorio del poema. También los intertextos: muchas composiciones son un trenzado de citas, un cúmulo de versos ajenos, como los de Emily Dickinson en «Suntuosa indigencia» o ese «par les soirs bleus d’été», principio del célebre «Sensación», de Rimbaud, que se incorpora a un poema inspirado por el pintor Edward Hopper. La literatura de Asia la seduce asimismo, y no es raro encontrar epígrafes de poetas chinos o entrevistas —ficticias— con autores japoneses.

Pero los cimientos clásicos se combinan con el devaneo vanguardista. Carson acude a menudo al neologismo fantasioso, al juego tipográfico y al quebrantamiento del poema como acicates para el hallazgo de lo poético, aunque con éxito dispar. Cuando acierta, un agradable aroma dadá, con ribetes de delirio —un delirio, sin embargo, siempre adusto, racional—, envuelve al lector: «Gracias a la fuerza que le da pensar en el flequillo de Ingeborg Bachmann, Deneuve es capaz de dar un seminario alusivo y ligeramente sarcástico a toda velocidad sobre uno de los fragmentos líricos del siglo VI a. C…». Cuando yerra, la impresión que nos deja es que el poema, simplemente, no ha encontrado los nutrientes que necesitaba para desarrollarse, y que carece de sentido.

Cimentados en lo clásico o en lo moderno, los poemas no suelen abismarse en la conciencia de la autora, ni indagar en honduras existenciales, ni documentar tortuosas investigaciones lingüísticas; se limitan a contar historias. Son composiciones narrativas, a veces simplemente prosaicas; tanto que pueden entenderse, aquí y allá, como prosa recortada en verso. Relatos breves, juguetes satíricos, diálogos casi teatrales, biografías poetizadas y sucintos ensayos llenan las páginas de Hombres en sus horas libres, a menudo agrupados en series, la más significativa de las cuales es «Hombres de TV», por la que desfilan Safo, Artaud, Tolstoi, Lázaro, Giotto, Antígona y Ana Ajmátova. Los ensayos dejan de ser breves y poéticos en ocasiones, para convertirse en ensayos stricto sensu. Así sucede con «Suciedad y deseo: ensayo sobre la fenomenología de la polución femenina en la antigüedad», una espléndida pieza de reflexión que se suma, con sus correspondientes notas a pie de página, al volumen, y para cuya traducción Jordi Doce, con acierto, ha considerado innecesario transcribir el texto original. En estos trabajos figurativos o sobriamente intelectuales escasean los incisos líricos, aunque los que hay se revelen tallados con notable felicidad: «El olor de la noche tan diferente al olor del día. La oscuridad helada como hojalata vieja...».

Pero otra suerte de composiciones sí acreditan un vínculo más estrecho con las inquietudes de la contemporaneidad: aquellas que se presentan como fragmentos desasidos, como depósitos de elipsis y suposiciones, como fugaces mosaicos de alusiones gobernadas por el desgobierno interior. El borboteo de ideas, o de saltos mentales, intenta taquigrafiar el caótico proceso del razonamiento, desde la no menos caótica irrupción de los estímulos sensoriales hasta la configuración de algo parecido a la certeza intelectual, al modo de John Ashbery o Jorie Graham: «Freud no se decide a llamarme por mi nombre / pero / déjenme decirles / que eso no es ninguna / mancha de polen. / Aquí / podría glosar a Descartes / la mano ese instrumento afanoso / o dejarlo correr. / Después de todo, / ¿qué somos ustedes o yo comparados con él? / Olor a pastillas quemadas. / Aún recuerdo la frase cada vez que paso por ese lugar», leemos, no sin desconcierto, en «Ensayo sobre el error (segundo borrador)». En estos espacios levemente cubistas, acalambrados de asociaciones imprevistas, se captan hilos, partículas, de la realidad, y se recrean en el crisol de la conciencia, sin implicación afectiva por parte de la poeta, pero con toda la rotundidad de lo fracturado, de lo huidizo, de lo indiscernible. Es difícil, en cualquier caso, que esta poesía genere vínculos emocionales. Carson es pensamiento y ruptura del pensamiento: oscila entre la plasmación —necesariamente desordenada— de los procesos mentales y el relato histórico o biográfico. No obstante, sus premisas estéticas, expresadas en «Ensayo sobre aquello en lo que pienso» —que cabe considerar una poética—, son compartibles: se trata de construir poemas breves, ligeros y económicos, de sugerir sin nombrar, de plantear problemas fundamentales «sin un análisis explícito» y de buscar la «lucidez involuntaria». Todo ello encarna —o, mejor, enhuesa— en esta poesía tentativa, enteca, multifacetada y suavemente dodecafónica que Jordi Doce ha sabido traducir con nitidez y flexibilidad ejemplares.

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