Hoy me toca ir a Barcelona —ya es posible hacerlo— para recoger el ordenador portátil que la Generalitat me entrega para que pueda hacer eso que tanto me gusta: teletrabajar. Vuelvo, pues, rebosante de ilusión, al centro de la ciudad, donde radica la oficina en la que trabajo. Al pasar por la plaza hipóstila del metro, en la plaza de Cataluña, veo que han vuelto a instalar el puesto de Llibres Solidaris en el rincón de siempre. Y me sorprende, porque no contaba con que un trabajo callejero tan expuesto al contacto con los demás se restableciese tan pronto; ni siquiera que se restableciese en absoluto. Pero ahí está la encargada —eso sí, acorazada con mascarilla y guantes— ordenando los libros y presta a vendérselos otra vez a los hambrientos de celulosa como yo. Husmeo deprisa en el cajón de poesía —no puedo entretenerme demasiado, porque nos han pedido que seamos puntuales y ya casi es la hora a la que me han citado—, pero no veo nada interesante: solo el batiburrillo habitual de colecciones espantosas y autoediciones más espantosas todavía. En la calle, reconozco los paisajes acostumbrados, esos que recorría cada día, hace solo tres meses, para entregar mi libra de carne al sistema capitalista en forma de jornada laboral. Ahí está El Fornet, la franquicia disfrazada de cafetería a la antigua, y atendida por un puñado de simpáticas hispanoamericanas (y una española), en la que desayunaba casi todos los días; la tienda de estilográficas; la tienda de sombreros; la tienda de paraguas; y la mole indestructible de El Corte Inglés, que lo inunda todo con su gris geométrico. Los reconozco con una chispa de sorpresa y también con una chispa de alegría. No es que no supiera que los edificios y los lugares seguían ahí, pero la memoria es débil y tiende a olvidar cuanto no le importa, o cuanto le importa solo porque permite a quien la ejerce comer y pagar facturas. El recuerdo —y de ahí la sorpresa— emerge del barro de la indiferencia, como si, tras tres meses de alejamiento, estas calles y esta atmósfera hubieran sido enterradas bajo espesas capas de nada, y ahora, al ruido de mis pasos y mi mirada, resurgiesen. Sin embargo, también siento cierta alegría: aunque lo que vemos no nos haga felices, forma parte de nuestra vida e inevitablemente despierta asociaciones que nos interpelan; su presencia nos cosquillea, porque nos reconocemos en los bares, en las tiendas, en los árboles, en los viandantes. Las caras de la gente que veo —que ya no pertenecen a turistas, una especie momentáneamente extinguida, sino a barceloneses como yo— son también mi cara: acuciadas por una cierta urgencia, con el rictus de la obligación y la prisa, pero, a la vez, pálidas, tintadas por la lividez del encierro y el susto. Claro que también hay detalles nuevos: las ciudades, como los cuerpos, aunque hibernen como osos, nunca dejan de cambiar. En el portal de un hotel Room Mate cerrado, justo enfrente de mi trabajo, un mendigo ha instalado su casa: un colchón con su somier, una pequeña estantería con libros, una bolsa con sus cosas, hasta una maceta. La reapertura del Room Mate supondrá el derribo de esta vivienda efímera. Entro en el edificio donde trabajo y saludo al vigilante de siempre, enfundado también en la mascarilla, tras la que intuyo una sonrisa de reconocimiento. Se la agradezco. Subo a la sala donde se entregan los ordenadores. Lo hago por las escaleras, como siempre: para un hombre de vida sedentaria, estos momentos de ejercicio son imprescindibles para evitar la rechonchez y la fofería. Se conoce que, cuando nos reincorporemos, las escaleras van a estar mucho más transitadas, porque en el ascensor solo podrá subir una persona cada vez. Quién sabe, quizá el coronavirus acabe por ayudarnos a estar más sanos y fuertes. Al llegar a la sala, descubro que no figuro en la lista de funcionarios a los que hoy había que entregar un portátil. No obstante, el encargado del reparto me dice que da igual: que me darán uno. Qué bien, pienso. Me indica a continuación que necesitarán un rato para configurarlo, que me vaya a tomar un café para hacer tiempo y que pase dentro de una hora a recogerlo. Antes de tomarme el café, me acerco a la librería Laie, mi proveedora habitual de libros, para comprar los que he anotado en una lista a lo largo del confinamiento. No me he sumado a las campañas de compra por Internet porque no he querido renunciar al placer de ir a la librería a hacerlo personalmente, tras deambular por el maravilloso bosque de papel, aunque fuese con las limitaciones impuestas por el condenado virus. Algunos estaban rabiando por asentarse en una terraza; otros, por pasear por la playa; otros más, por salir a correr. Sin quitarle atractivo a estas actividades (por lo menos, a las dos primeras), yo habría matado por visitar librerías y comprar libros. Saludo a Lluís Morral, el director, que hace hoy de dependiente y me busca, diligente, los nueve libros que integran mi lista. Me los consigue todos menos uno, que ha publicado, me dice, una editorial de la que tienen poca noticia. Meto en el zurrón la reciente autobiografía de Woody Allen, uno de mis genios tutelares; Un hotel en la Costa Brava, de Nancy Johnstone, una de esas inglesas que descubrieron el Mediterráneo, literalmente, y les gustó tanto que se quedó a vivir en él: en Tossa de Mar aún se conserva la casa en la que regentó un hotel con su marido en los años de la República y la Guerra Civil, y donde se reunió con una fascinante troupe de artistas, escritores y corresponsales de guerra; Diario de un genio, de Salvador Dalí, que fue tan buen escritor como pintor (o incluso mejor: remito a quien lo dude a su obra completa, publicada por Destino y la Fundación Gala-Dalí) y cuya lectura tenía pendiente desde hacía años; Nieve negra, una galería de grandes jugadores de ajedrez, escrito por el periodista Jorge Benítez, desde el seductor Capablanca hasta la maltratada gloria nacional, Arturo Pomar, que con 13 años hizo tablas, jugando con negras, con Alekhine, el campeón del mundo, y a quien Bobby Fischer —con quien también empató, tras una lucha de nueve horas, en el Interzonal de Estocolmo, en 1962, donde Pomar era el único jugador que no tenía entrenador— le dijo: "Pobre cartero español. Con el talento que tienes y ahora has de volver a pegar sellos..."; Mar d'estiu, otro relato mediterráneo, este de Rafel Nadal (que no tiene nada que ver con el jugador de tenis), que cuenta los viajes del periodista por el Mare Nostrum (incluido Chipre, un país fascinante, que descubrí con asombro el verano pasado); Sangre en Atarazanas, de Francisco Madrid, un superventas de antes de la Guerra Civil, que refiere la vida, bohemia y sórdida, valga la redundancia, del que a partir de este libro sería ya para siempre el barrio chino de Barcelona; Tensión y sentido, un ensayo sobre poesía contemporána del poeta Mariano Peyrou; Cinco horas con Mario, un clásico de Miguel Delibes que, incomprensible y reprobablemente, aún no había leído; y, por último, un libro que no estaba en la lista, pero que distingo en la estantería de novedades y me llama la atención: Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, del sueco Stieg Dagerman, publicado por Pepitas de Calabaza, esa editorial riojana "con menos proyección que un Cinexín", como ella misma se anuncia. Su título me parece una obviedad y, al mismo tiempo, una revelación. Alguien capaz de decir eso, y de hacerlo el título de un libro, tiene que merecer la pena. En total, me dejo 130 euros en la compra. Pero un día es un día. Estos 130 pavos son como la tarta de chocolate que uno se zampa después de un mes de dieta, o de ayuno. Cargo con la bolsa hasta una terraza cercana donde diviso una mesa inverosímilmente libre. En estas fases en que aún no se permite entrar en los bares ni completar el aforo de las terrazas, las mesas se han vuelto un objeto codiciado, por el que la gente está dispuesta a esperar en la calle, a pie firme, durante horas. El local parece desabrido, pero no me importa. En tiempos de dificultad, los remilgos ceden ante los anhelos. Acomodado en el asiento (o más bien incomodado por él: es una mala silla de tubos de aluminio, fatigada ya por miles de culos), hojeo felizmente los libros, mientras reconozco, una vez más, aquellos gestos habituales de antes de la catástrofe, pero que se habían desdibujado durante la catástrofe: un pirado que da vueltas alrededor de la terraza, con un asendereado macuto a la espalda, y chilla sus locuras; las palomas que vienen a picotear las migas debajo de las mesas; la gente que habla alto, altísimo, enterándonos a todos de sus citas, problemas y obsesiones. No puedo resistir la tentación de leer el librito de Dagerman, que es brevísimo, pero, como he intuido desde el momento que lo he visto, también hipnótico. Dice el sueco: "Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta. No me ha sido dado en herencia ni un dios ni un punto firme en la tierra desde el cual poder llamar la atención de Dios; ni he heredado tampoco el furor disimulado del escéptico, ni las astucias del racionalista, ni el ardiente candor del ateo. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo, ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable". Me zambullo en Internet y me entero de que Stieg Dagerman se suicidó con 31 años, tras haber escrito, en apenas un lustro, cuatro novelas, cuatro obras de teatro, un compendio de novelas cortas, una abundante obra periodística y algunos poemas, uno de los cuales se incluye, a modo de epílogo, en Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, que incorpora, asimismo, un fervoroso artículo de Federica Montseny, una de las líderes del anarcosindicalismo español, movimiento al que también se adscribió Dagerman. Transcurrido más tiempo del que me han sugerido, vuelvo al trabajo para recoger el portátil, pero el trasto se hace de rogar: me dicen que la configuración ha dado problemas y que van a necesitar más tiempo. En realidad, no me importa: la espera me va a dar ocasión de acabar el testamento de Dagerman, y hasta de leerlo por segunda vez. Porque eso es lo que es Nuestra necesidad de consuelo es insaciable: un testamento, escrito dos años antes de suicidarse, en que plantea el horror y, a la vez, la maravilla de estar vivo, aunque estar vivo suponga un nudo que cada vez aprieta más, un dilema ininteligible y fatal.
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