Esto de las razas a mí me ha pillado tarde. De niño y adolescente apenas conviví con nadie de otro color. Por la calle, si veías a un negro, casi le gritabas a tu madre: "¡Mira, mamá, un negro!". Era una obviedad, pero es que, dada la palidez general del paisanaje, resultaba espectacular. En el colegio —de curas— tampoco tuve contacto con gente de otros colores. Solo un compañero venezolano, cuya familia se había establecido en Barcelona, compartió las aulas con nosotros un par de cursos. Se apellidaba Aguilar. Aunque, desgraciadamente, no alcanzaba una negritud plena, era bastante moreno, y eso bastaba para que lo consideráramos negro. Por lo demás, era un chico discreto y un buen estudiante; de comportamiento muy poco exótico. A pesar de la escasez general de individuos oscuros, puedo decir con orgullo que a mí el color de la piel del prójimo nunca me ha dado ni frío ni calor (salvo en el caso de algunas modelos, en las que debo reconocer que la tostadura ha aumentado el interés innato que siento por su gremio) y que el hecho de que alguien fuese muy moreno, o negro, o amarillo, o rosado, o agitanado, me ha parecido tan relevante como que llevase el pelo largo, los zapatos marrones o un bolígrafo en el bolsillo. Tras el fugaz contacto con Aguilar, con diecisiete años viví un año en Atlanta, la capital del Estado de Georgia, en los Estados Unidos. Georgia es una de las trece colonias originales, las que declararon la independencia de la Gran Bretaña en 1776, lo que la sitúa entre la aristocracia histórica del país, pero también integrante del Sur profundo, ese que conforman algunos de los Estados más pobres de la Unión, como Alabama, Tennessee, Louisiana o Misisipi. Atlanta era, y sigue siendo, una de las ciudades con mayor población negra de los Estados Unidos (el 54%), aunque su presencia iba por barrios. En el que yo vivía, y en muchos otros de los alrededores de la ciudad (los suburbios de las metrópolis estadounidenses no son el refugio del lumpen, como en España, sino de las clases medias y altas), apenas había negros (ni hispanos, salvo yo, aunque a mí no me tenían por inmigrante sudamericano: yo era europeo). Coherentemente, en el instituto en el que estudiaba, Ridgeview High School, tampoco los había. De unos 1.500 alumnos que estudiaban en el centro, solo cuatro o cinco eran de color. La segregación funcionaba allí estupendamente. Curiosamente, los equipos deportivos del centro se identificaban con los redskins, 'los pieles rojas', una etnia de color. Y de la inicial del colegio, la R, que se usaba como emblema para todo, colgaban dos plumas indias. Yo era el portero del equipo de fútbol, así que, durante un curso escolar, también tuve la piel roja. Pero aquella era una asociación folclórica, despojada de todo propósito reivindicativo. Para ver negros en Atlanta, tenías que ir a ciertas zonas o al propio centro de la ciudad. Allí aparecían por todas partes. De entrada, el conductor del autobús que te llevaba al downtown (la compañía se llamaba MARTA, como una novia que tuve) solía serlo, como casi todos los que viajaban en él. También lo eran los que atendían los puestos de perritos calientes y los comercios populares, los que barrían las calles y los que se refrescaban en las fuentes callejeras (en Atlanta, en verano, hace un calor endemoniado); e igualmente eran mayoría entre los mendigos. Muchos estaban muy gordos, porque, en los países occidentales, la pobreza se asocia con la obesidad. El alcalde de la ciudad era entonces Maynard Jackson, negro, y el hecho de que lo fuera se mencionaba con una mezcla de orgullo y aprensión: por una parte, que un afroamericano hubiese alcanzado la más alta magistratura de la ciudad demostraba que el racismo había cedido ante la civilización, pero, por otra, introducía una sombra de duda sobre su capacidad para gestionar los asuntos públicos y, en particular, la convivencia entre comunidades. Precisamente el año en que viví en Atlanta, entre 1979 y 1980, la ciudad ostentaba la tasa más alta de homicidios, y delitos en general, de todo el país, y Jackson no fue ajeno a las controversias raciales y las críticas por su forma de abordar el problema de la delincuencia. Una de las decisiones que más oposición le había acarreado, unos años antes, había sido el cese del jefe de la policía local, blanco, de cuyo maltrato a la población negra se habían quejado las organizaciones de defensa de los derechos civiles y la propia comunidad de color. Eso ocurrió en 1974. Casi medio siglo después, la brutalidad policial con los ciudadanos de color —y, por eso mismo, automáticamente sospechosos, aunque no se sepa muy bien de qué— sigue causando víctimas en Atlanta y en todo el país. Tras el asesinato de George Floyd, hace cuatro días la policía de Atlanta mató de tres disparos a otro negro, Rayshard Brooks, que, al parecer, entorpecía la entrada a un restaurante de comida rápida y se resistió a la autoridad. La gente está muy sensible y, poco después de la muerte de Brooks, se despidió al policía autor del disparo, un tal Garrett Rolfe, dimitió la jefa de policía de la ciudad y se quemó el restaurante de comida rápida. El racismo, que está pegado a los cimientos de la nación, como una liana estranguladora, es uno de los pilares de esa conducta criminal. Pero también hay otro, que se alía con él para formar un binomio letal: la opresión de la ley, el puritanismo normativo, el peso asfixiante de los códigos sociales. Cuando en los Estados Unidos te dicen: "It's the law!", ya puedes echarte a temblar: no habrá escapatoria; lo que establezca la ley, sea inicuo, injusto, erróneo, excesivo o estúpido, o todo a la vez, se te aplicará implacablemente. Como esa rodilla del policía Derk Chauvin, que cayó implacablemente sobre el cuello de Floyd porque este hubiera intentado colar un billete falso de 20 dólares en una tienda, o como la pistola de Rolfe, que disparó implacablemente tres balas contra quien dificultaba que la gente pidiese la hamburguesa doble con queso y la Coca-Cola en Wendy's. La desproporción entre el rigor de la norma y la compleja y claroscura realidad a la que ha de aplicarse constituye un problema cultural —y político— de primer orden, a mi juicio, en los Estados Unidos y en otros países de tradición protestante. Un poco de laxitud y hasta de picaresca, tan denostada en nuestro país, no les vendría mal; dicho en términos jurídicos, el principio de equidad y el de interpretación de las leyes de acuerdo con la realidad social de su tiempo se me antojan muy necesarios para superar algunos de los males que acosan, desde hace dos siglos largos, a los Estados Unidos. Mi única experiencia real con negros en Atlanta fue una noche con el YMCA. Era una de esas noches que la Asociación de Jóvenes Cristianos reservaba para que los chicos de los barrios confraternizáramos, realizando actividades o jugando a cosas. Yo, como era alto y había tirado un poco a canasta en mi colegio de Barcelona, cometí la temeridad de apuntarme a un partido de baloncesto. Me di cuenta de mi error al saltar a la cancha: todos los demás jugadores eran negros. Me pasé el partido debajo de la canasta propia, haciendo de Tkachenko, pero de Tkachenko malo: yo me limitaba a levantar los brazos y ver pasar a mi alrededor, como gacelas, a aquellos negros fibrosos y brincadores, que me hacían la raya en el pelo del derecho y del revés. Y cuando era mi equipo el que atacaba, apenas me daba yo cuenta de que empezábamos la ofensiva que ya veía a los míos, también negros, saltando y encestando en la otra canasta: no llegué nunca a cruzar al campo contrario. Eso sí: ninguno de ellos se rio de mí; hasta me pasaban la pelota de vez en cuando. Desde entonces, tengo una visión muy dinámica y respetuosa de la negritud, y un muy pobre concepto de mis capacidades atléticas. En Londres también hay una comunidad negra muy numerosa, proveniente, sobre todo, de las excolonias británicas en África, pero está muy diluida en la multiculturalidad étnica de la capital. Allí todas las pieles, con todos sus matices, desde el muy blanco de los propios ingleses hasta el muy negro de los nigerianos o los keniatas, están presentes y saludablemente mezclados. No son infrecuentes las parejas mixtas, a diferencia de en los Estados Unidos, donde rara vez se ven. De estos se dice que son un melting pot, un 'crisol' de razas y culturas, pero es un crisol con muchos filtros, y algunos insoportablemente estrechos o afilados. En Gran Bretaña, hoy, ese crisol y sus benéficos destilados son mucho más perceptibles en la sociedad, aunque no estén exentos de injusticias y desigualdades, y aunque la responsabilidad de los británicos en la configuración del racismo en el mundo, y particularmente en aquellos países que llegaron a gobernar y en cuya cultura política influyeron decisivamente, sea inexcusable. En Sudáfrica generó el apartheid; en la India y en los países de Oceanía causó víctimas innumerables; en los Estados Unidos alumbró la esclavitud, la casi exterminación de los pueblos indígenas y el poso execrable de la discriminación racial. Pero el racismo, por desgracia, es un fenómeno universal. Algunos antropólogos afirman que es inevitable: que se trata de una reacción automática frente a lo distinto, frente a lo que no reconocemos como propio o familiar; frente a lo otro, o el otro. Así pues, sería semejante a una fobia, como la que algunas personas sienten al ver una araña o una serpiente, un mecanismo primitivo e incontrolable de autoprotección. Sin embargo, contra las fobias se lucha; a las fobias se las educa y se las extirpa, si uno aplica la razón y, sobre todo, la voluntad. El racismo constituye un rasgo repugnante de la humanidad. Hemos de someter, de una vez por todas, a ese monstruo que anida en nuestra psique y en nuestras sociedades para que todos gocemos de la misma dignidad, los mismos derechos y las mismas oportunidades. Como escribió Dürrenmatt, es triste vivir en una época en la que hay que luchar por las cosas evidentes, pero quién ha dicho que en esta vida no haya que sobreponerse a la tristeza.
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