Tengo el cuerpo entumecido después de tantas horas sentado (leyendo y escribiendo, ¿qué si no?) y salgo a dar una vuelta. Hoy quiero acercarme a ver una pequeña joya arquitectónica de Sant Cugat que todavía no conozco, aunque no está lejos de mi casa: el puente de Can Vernet, una construcción del siglo XIV. Al salir a la calle, me sorprende el calor que hace: estamos en noviembre y todos vamos en mangas de camisa. El parc Central está lleno: con los bares, restaurantes, gimnasios, cines y teatros cerrados, la gente se echa a los parques para sobrellevar este semiencierro, que dentro de un par de semanas será encierro entero. Delante del portal, un funambulista ha tendido una cuerda entre dos árboles y la cruza descalzo. La cuerda está a muy poca distancia del suelo. Si la hubiese puesto más alta, me habría quedado a verlo. Algo más allá, un grupito hace taichí, ese kungfú fosilizado que yo también practiqué hace algunos años. Lo dejé porque me aburría: los movimientos se repiten hasta el agotamiento, y a uno le gusta un poco más de variedad. Sigue siendo una disciplina grata de ver, como un poema bailado, pero, como me ha pasado con el funambulista, no me entretengo demasiado: he perdido el interés. Es llamativo el número de casos curiosos que se acumulan en los lugares, si uno deja pasar el tiempo suficiente. Hoy he visto a un equilibrista y a unos practicantes de artes marciales. Hace un par de años, en la rotonda adyacente, se posó un helicóptero: evacuaba a un infartado en la calle. Si no dejo de vivir aquí, quizá vea en el vecindario un aterrizaje extraterrestre o la caída del capitalismo. Se trata de tener paciencia. Me encamino por la calle de Pere Serra (un pintor del siglo XIV, precisamente) al puente de Can Vernet. Los árboles del parque forman un lienzo multicolor: los pigmentos del otoño –rojos cáusticos, amarillos melancólicos, verdes draconianos, pardos rampantes, negros– estallan en los troncos y en las copas, y uno se baña, con euforia silenciosa, en tantos matices discrepantes, en tanto encendimiento. Veo caer las hojas, que revolotean como mariposas y se depositan en la alfombra dorada donde las esperan sus compañeras más precoces, muertas. Por desgracia, perturban la idílica estampa las horrísonas motos, que en Sant Cugat son muy gordas, y que envenenan el aire con sus detonaciones. Sus dueños, no obstante, las cabalgan muy ufanos, como adolescentes acneicos que necesitasen hacer mucho ruido para afirmar su tentativa personalidad y se enorgullecieran de lo grande que es lo que tienen entre las piernas. En un portal veo una calabaza de Halloween de cerámica, que rinde tributo a la colonización cultural. No tardo en llegar al puente, oculto tras unos cañizares espesísimos, algunas de cuyas cañas son altas como palmeras. En realidad, el puente de Can Vernet no es un puente, sino lo que queda de un acueducto, de tres kilómetros de extensión, que llevaba agua desde un pozo cercano, en la antigua mina dels monjos ['mina de los monjes'], hasta la cisterna del palacio abacial del monasterio y la parte baja del pueblo. Así lo hizo durante casi 600 años, hasta 1922. El agua viajaba por un canal tapado con losas, que ha sido sustituido, para solaz de los vecinos, por una pasarela metálica. El puente-acueducto permite salvar el torrente de Can Cornellera que discurre por debajo, aunque esto no habría sido muy difícil aunque el puente no existiera, porque, así como el puente no es un puente, el torrente no es un torrente, sino un regato que, en sus mejores momentos no supera el palmo de agua, y que ahora, como en la mayor parte del año, está seco. El paisaje es muy británico, y no solo porque los nombres no correspondan a lo que designan (en Inglaterra se llama "avenidas" a calles de doscientos metros y "colegios públicos" a los colegios privados), sino porque las praderas que rodean al puente, despejadas y muy verdes, me recuerdan a la campiña inglesa y, por si fuera poco, en una de ellas un grupo de, supongo, paquistaníes está jugando al críquet. Son los mismos que te cobran diecisiete euros por un melón. Nosotros demostramos nuestra sumisión cultural poniendo calabazas de Halloween en los portales; ellos, jugando al juego de sus colonizadores. Y no lo hacen mal. Disfruto un rato de las carreritas del lanzador y los porrazos del bateador, cuya violencia me asusta, aunque también me intriga: nunca se sabe si la bola, pesada y dura, va a abollar alguno de los coches aparcados cerca, romper los cristales del también próximo cuartel de los mossos d'esquadra (esto sería maravilloso) o decapitar a alguien del público, que podría ser yo. Varias veces, la pelota se pierde entre los cañaverales. Pero los paquis no se inmutan: tienen más. Mandan a alguno de sus hijos a buscarla y siguen jugando. Me alejo un poco del terreno de juego improvisado y contemplo el antiguo acueducto, hoy puente. Pese a su humilde condición, conserva una grácil disposición, con tres elegantes arcos de medio punto y una piedra clara, casi blanca. Además, ha sido lo suficientemente importante como para haber inspirado una leyenda popular: la de que fue construido por el diablo en una sola noche, a cambio de la primera alma que lo cruzase. Para desgracia del Maligno, esa primera alma no fue una persona, sino un buey, según las viejas lenguas, añoso, cornudo y socarrón. Muy cerca del puente, el ayuntamiento ha habilitado un espacio para perros, de esos, vallados, en los que los chuchos pueden orinar y olerse el culo unos a otros, pero en los que yo raramente veo a ninguno. En los parques de Sant Cugat, el mejor amigo del hombre suele corretear suelto por todas partes. Los munícipes, preclaros siempre, han identificado el lugar nada menos que como un espai controlat per a l'esbarjo i socialització de gossos ['espacio controlado para el recreo y socialización de perros'], que es como, tras un fatigoso esfuerzo de traducción, uno concluye que se llama ahora lo que siempre ha sido un pipicán. Que el espacio esté controlado supongo que se refiere a la valla, que, aunque quieta, controla lo suyo. Y me admira que, para el ayuntamiento, estas simpáticas bestezuelas se recreen y socialicen, esto es, hagan vida de relación social, como lo harían, no sé, un actuario de seguros o un sargento de la Guardia Civil. Emprendo el regreso a casa. En el parque, además de funambulistas, practicantes de taichí y jugadores de críquet, no podían faltar los partidillos de fútbol ni los ciclistas, que cada vez se parecen más a centauros tecnológicos, con cascos aerodinámicos, aparatos medidores de todo lo medible, trajes de neopreno, guantes y botas de la NASA y cámaras de última generación; también hay velocistas del patinete y gente jugando al voleibol (en unas pistas con red ad hoc). Y paso cerca de una piscina municipal, ahora cerrada. El parque es un polideportivo. Los meros caminantes, sin bates, movimientos de artes marciales, bicis, pelotas ni patinetes, parecemos el lumpenproletariado del ocio dominical: gente primitiva, desposeída, triste, que anda porque está sola, que anda porque no puede hacer otra cosa. El sol ya se acuesta. Calculo que, cuando llegue a casa, ya será de noche. Los ocres de la vegetación, antes encrespados, se van apagando, como si un enorme matacandelas se hubiera posado en las copas de los árboles, en los setos de aligustre, en el suelo tapizado de hojarasca. Dejo atrás la calle Sant Juli y sus dos hermosos chalés gemelos, uno de color crema, con unos azulejos que representan al ángel de la guarda (con una espada en la mano: es un ángel belicoso) en la fachada, y otro de color salmón, con una vistosa buganvilla que oculta los muchos desconchones de la pintura. Cerca ya de casa, en el passatge de la Creu, flanqueado por esbeltos tilos, admiro, una vez más, el gallardo edificio del colegio Joan Maragall, construido en 1925 e inaugurado en 1932 por Francesc Macià, uno de los varios presidentes de la Generalitat que ha proclamado la República Catalana (aunque Macià la quiso integrada en la Federación Ibérica, no como otros, que lo han hecho a las bravas y sin federación, ni ibérica, ni nada). Su República tuvo un gran éxito, si la comparamos con la de Puigdemont: duró tres días; la de este, siete minutos. El Joan Maragall fue la primera escuela graduada de Sant Cugat, es decir, la primera que ya no era una escuela rural unitaria, sino que dividía a los grupos por edades y aulas, y mejoraba las condiciones de ventilación e higiene en que se impartían las clases. Justo delante, en el poyo de la pista de deportes, veo que alguien ha dejado tres libros: el brookcrossing es popular en Sancu. El único que podría interesarme algo, Derribos, de Mercedes Salisachs, está desencuadernado. Los otros dos (China espera, de Jon Cleary, y Un reportero a la pata coja: Yale cuenta su vida, de alguien cuyo nombre era Felipe Navarro García, pero que prefería atender por Yale) son productos comerciales hoy más que amojamados: son absurdos. Allí los dejo para que otros los saquen del arroyo, y sigo mi camino. Cuando llego a casa, en efecto, ya ha oscurecido. Y solo son las seis.
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