No, esta entrada no va de bancos ni de fondos buitre, como pueda hacer pensar el título, sino de vampiros, los protagonistas de la exposición Vampiros. La evolución del mito, que se ha inaugurado hace poco en el CaixaForum de Barcelona, uno de los últimos refugios de la cultura en la ciudad en estos tristes meses de pandemia. Aunque, para serlo, la entidad ha de aplicar estrictamente los protocolos sanitarios. Por ejemplo, en los servicios solo puede entrar una persona. Me imagino el sufrimiento de quien padezca un repentino y violento apretón y encuentre el aliviadero ocupado. Aunque también descubro que esa angustiosa situación tiene una contrapartida feliz, una vez estás dentro: es un placer evacuar sin nadie cerca que haga ruidos, desprenda olores, se sacuda la minga a la vista de todos, ocupe el secador eléctrico cuando vas tú a secarte o salga sin lavarse las manos. Pese a todo, el control de los vigilantes no es tan férreo como había creído: cuando aún estoy en el mingitorio, entra un joven, que se baja los pantalones hasta casi las rodillas y desagua con entusiasmo. La exposición, en la que predominan el rojo y el negro, los colores de la sangre y la muerte, asuntos ineludibles cuando se habla de vampiros, empieza con unas imágenes de Nosferatu. Una sinfonía del horror, el clásico de Murnau, en las que se ve al monstruo protagonista, calvo, de nariz ganchuda y uñas como garfios, subir lenta y ominosamente por unas escaleras, tras los turbios cristales de una ventana ojival (nosferatu, por cierto, proviene del griego nosoforos, que significa 'portador de la enfermedad'). El efecto anticipa lo que encontraré a lo largo de la exposición: pantallas con escenas de las muchísimas películas protagonizadas por vampiros, uno de los principales mitos oscuros de la humanidad. Porque la figura de esta encarnación del mal, de esta sombra que necesita del elixir de la vida que es la sangre para seguir existiendo, se pierde en la noche de los tiempos, desde los utukku mesopotámicos hasta los jiang shi o vampiros zombis de la antigua China: los chinos, como con la pólvora o el papel, se nos adelantaron varios siglos. Pero el mito, tal como lo conocemos, reverdece en la Edad Media y se inspira, sobre todo, en dos personajes históricos de la Europa Central: Vlad Draculea, un rey valaco del siglo XV, hoy héroe nacional de Rumanía, que sembró los campos de Valaquia y Transilvania de turcos atravesados por estacas del ano a la boca (o a la base del cuello) y se ganó, con todo merecimiento, el apodo de el empalador (aunque no consta que se bebiese la sangre de sus enemigos); y la condesa húngara Erzsébet Báthory, llamada la sangrienta —otro sobrenombre elocuente—, que vivió entre los siglos XVI y XVII, y a la que se acusó de secuestrar en su castillo a numerosas vírgenes, a las que torturaba y desangraba hasta la muerte para darse baños en su sangre (la Báthory era más audaz que Cleopatra, que usaba leche de burra para su toilette) y bebérsela para conservar la belleza y ganar la inmortalidad. Esta cruel aristócrata inspiró al irlandés Le Fanu (un nombre vagamente vampírico) el personaje de Carmilla, la protagonista de la novela homónima, publicada en 1872, antecedente de la obra que probablemente más haya hecho por la consolidación del mito en la conciencia contemporánea: Drácula, de 1897, escrita por otro irlandés, Bram Stoker. (En mi blog anterior, Corónicas de Ingalaterra, colgué en 2013 una entrada sobre Stoker y su espeluznante creación: https://eduardomoga.blogspot.com/2013/09/dracula.html). Un ejemplar de la novela de Stoker me espera en la primera vitrina de la exposición, junto con la reproducción de algunas páginas del manuscrito original —escrito con tinta negra y subrayados rojos—, como reconocimiento de su relevancia en la configuración del arquetipo. Vampiros. La evolución del mito se estructura en secciones sucesivas, cada una de las cuales subraya algún aspecto de los chupasangres —vampiros eróticos, vampiros políticos, vampiros poéticos...—. El contenido gráfico resulta fundamental: un mito sin cuerpo, sin imagen (aunque no se refleje en los espejos), no acaba de ser un mito. Veo dibujos de Gustavo Doré y estampas de Goya, varios de cuyos Desastres de la guerra y Caprichos, como el célebre "El sueño de la razón produce monstruos", el apropiado "Mucho hay que chupar" o el sugerente "No te escaparás" (en el que una bella y blanquísima señorita es perseguida por una caterva de seres deformes y alados), abundan en figuras monstruosas, de rasgos vampíricos, es decir, diabólicos: con alas de murciélago o uñas larguísimas, otro de los rasgos tradicionales del engendro. Y, entre las acostumbradas escenas de tétricos castillos, nieblas espesas (los vampiros, además de en murciélagos, pueden convertirse en niebla) y lúgubres paisajes nocturnos, me divierte (aunque no sea esta una palabra muy adecuada para lo que se da a contemplar) un carboncillo de Wes Lang, muy reciente, de 2019, titulado A la mierda los hechos —un título que podría haber sido dictado por Donald Trump—, en el que aparecen, insalubremente mezclados, la muerte, muchas calaveras y un vampiro; y numerosas caricaturas de personajes famosos, representados como vampiros, algunos muy pertinentes —la Thatcher, Putin, Nixon— y otros menos evidentes, como la Merkel, Obama o Bush hijo, que era tonto, pero yo no diría que chupasangres (aunque acaso sí lo fuera alguno de sus colaboradores, como Dick Cheney). Una serie de fotografías me llama mucho la atención: el retratado es James Dean, dentro de un ataúd, haciendo visajes; están tomadas por Denis Stock, en 1955, siete meses antes de que el protagonista de Rebelde sin causa estampara el Porsche que conducía contra otro coche en Cholame, California. El apartado cinematográfico es el más importante de la exposición, y no solo por el carrusel de películas que se proyectan, sino también por los carteles publicitarios y los estupendos materiales de atrezzo que los acompañan en algunos casos. Veo en varias escenas a Christopher Lee, el drácula que mejor ha enseñado los colmillos en el cine, en dura competencia con Peter Cushing y Bela Lugosi, húngaro como la princesa Báthory, al que se presentaba en los años 30 como "el más terrorífico de los vampiros". Lee protagoniza también dos de las escasas incursiones del cine español en el mito de Drácula: Cuadecuc, vampir, del catalán Pere Portabella, un documental, a modo de making of, de El conde Drácula, la película sobre el vampiro filmada por el madrileño Jesús Franco en 1970. Por otra parte, en Drácula AD, de 1972, el inmarcesible Lee le arranca voluptuosamente un crucifijo del cuello a la joven, muy escotada y muy bien alimentada, a la que aspira a hincar el diente. Es una escena frecuente en el cine de vampiros: el ávido conde, tras seducir a la indefensa damisela con sus aristocráticos encantos, se abalanza sobre ella, le propina el mordisco mortal y le vacía la carótida. Lo que sucede después no suele relatarlo la cámara. En este caso, el director de Drácula AD, Alain Gibson, se encarga de subrayar, con varios close ups, que el crucifijo, como suele suceder, se encuentra entre los dos senos. Por las pantallas de la exposición desfilan escenas de clásicos del género: desde los añejos Drácula, de Tom Browning (1931), o Vampyr, de Carl Theodor Dreyer (1932), hasta los finiseculares Drácula, de Bram Stoker, de Coppola (1992), o Entrevista con el vampiro, de Neil Jordan (1994). Junto con estas celebradas producciones, se muestran otras mucho menos conocidas, aunque acreditativas de la vigencia universal del mito, como Atlal, una película para televisión del libanés Ghassan Salhab (2006), la japonesa Chi o suu bara, de Michio Yamamoto (1974), o la originalísima Una chica vuelve a casa sola de noche, de la iraní Ana Lily Amirpour (2014). Por suerte, la exposición no ha recogido ninguna muestra de otro ejemplo del cine español sobre vampiros: Brácula: Condemor II, de Chiquito de la Calzada. Habría sido demasiado anticlimático, supongo. Aunque, entre la cartelería que jalona las paredes de la vasta exposición, destacan un pasquín de Abbott y Costello contra los fantasmas, en la que participan, junto a aquellos morancos estadounidenses que eran Bud Abbott y Lou Costello, grandes del cine de terror, como Lon Chaney, en el papel del hombre lobo, Bela Lugosi, en el de Drácula, claro, y Glenn Strange, en el de Frankenstein; y varios, en diferentes idiomas, según el país en el que se estrenase, de El baile de los vampiros, de Roman Polanski, otro ejemplo de comedia vampírica, en la que aparece la infortunada Sharon Tate, que murió a manos de alguien mucho peor que un vampiro. Dentro del apartado gráfico, me paso un buen rato admirando la portada de la revista Bazaar en la que aparece mi enamorada Lauren Bacall (es decir, yo estoy enamorado de ella, no ella de mí) con el loable propósito de incitar al público a donar sangre —la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo—, vestida como una vamp: entre sombras, con ropa y complementos rojos y negros, y el cuello de la chaqueta alto y siniestramente levantado. Muy atractivas resultan también las piezas de vestuario expuestas: el abrigo de faya verde y botones de azabache y la máscara de látex de Klaus Kinski en Nosferatu, vampiro de la noche, aunque uno piensa que al actor no le hacía falta realmente ninguna; el abrigo rojo de Gary Oldman, de cola infinita, y el bellísimo vestido verde de Winona Ryder en el Drácula de Coppola; o los también espectaculares atuendos de Tom Cruise y Kirsten Dunst, azules ambos, en Entrevista con el vampiro. Mientras reparo en todo esto, no dejan de oírse chillidos de mujeres, las mordidas por los cientos de vampiros que en el cine han sido: lo que en otras circunstancias pondría nervioso, hay que admitir que aquí es pertinente. No obstante, algunos elementos de la exposición me defraudan un poco. La sección "Vampiros poéticos", que tanto promete, se me antoja insustancial, salvo por la presencia de la primera vamp moderna, la gran Theda Bara. "Vampiros eróticos", a la que accedo con entusiasmo, es sorprendentemente breve. Y en una sala a cuya entrada se nos previene de que "algunas imágenes pueden herir su sensibilidad", y en la que me apresuro a entrar, solo se proyectan escenas con los habituales mordiscos, chupeteos y regueros de sangre: nada que no resulte propio, y hasta rutinario, del asunto que nos ocupa, aunque sospecho que el aviso tiene que ver con el hecho de que, en estas películas, todas las víctimas de los vampiros, siempre mujeres, son atacadas con especial virulencia y aires de violación. La exposición tiene también un Vamp Club, una habitación, forrada de rojo, con un espejo en el que no nos reflejamos (o nos reflejamos al sesgo, muy tenuemente), el mismo efecto que se produce en dos "cajas de espejismos", de Charles Matton, situadas muy cerca, una de las cuales se titula El salón de Ana Frank, otra desaparición celebrada. La última sección de la exposición, "Vampiros pop", reúne la parafernalia más actual sobre Drácula: cómics (hay ejemplares de los míticos Vampirella y Creepy), piezas de animación japonesa, videoclips y escenas de series de televisión, como Buffy cazavampiros y el muy adolescente Crepúsculo, en el que los vampiros son guapísimos y hasta bondadosos. También me alegra encontrar una edición argentina y sesentera de Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, tantas veces llevada al cine, en la que se cuenta la lucha del único ser humano que ha quedado en la Tierra, después de un apocalipsis planetario, contra una raza de hombres convertidos en vampiros por una bacteria, que, como ortodoxos chupasangres, solo atacan de noche. Cuando salgo de la exposición, ya está oscureciendo. Tengo que ir con cuidado: en cualquier momento pueden aparecer unos colmillos ansiosos de vida.
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