La jardinería nunca me había interesado. Me parecía una ocupación de viejos, como hacer rompecabezas de miles de piezas, y tan fascinante como una tarde de pesca o un curso de contabilidad. Quizá sea verdad que nuestros miedos o aborrecimientos son percibidos por las criaturas que nos rodean, porque las pocas veces que había intentado asomarme a aquel mundo —empujado, sobre todo, por mi mujer, que desde siempre había albergado la descabellada esperanza de que me dedicase a la horticultura— el resultado había sido la defunción inmediata de las plantas; tan inmediata que una vez, al llegar a casa de la floristería, ya se me habían muerto. Nada sobrevivió a mis atenciones, es decir, a mis desatenciones. El tronquito del Brasil se mustió en un par de semanas; el bonsái, tan japonés, tan caro, no resistió el primer mes; incluso las plantas más aguerridas, como potos o geranios, declinaban a toda prisa. Hasta que Ángeles tuvo la feliz idea de poner plantas crasas en la terraza y en el alféizar de la ventana de la cocina. Las plantas crasas o suculentas son las más duras de todas: salvo que las abrase el sol, lo aguantan todo: que no las abonemos, que no las limpiemos, que no las reguemos; en una palabra, que nos olvidemos de ellas. Y eso es exactamente lo que hicieron: aguantar. Más aún: para mi sorpresa, empezaron a crecer. Los plantones iniciales engordaron y se multiplicaron hasta formar pequeñas selvas de hojas aterciopeladas y lustrosas. Y no solo eso: cada cierto tiempo desarrollaban unas antenas enormes, en el extremo de las cuales brotaban flores no muy vistosas, pero que eran, indudablemente, flores. Yo me asombraba, en cada desayuno, de aquel medro improbable, pero que saltaba a la vista. También en la terraza el áloe —otra planta suculenta— se sobreponía a todo y crecía, crecía, en una maceta que muy pronto se quedó pequeña. De hecho, me preguntaba cómo podían sobrevivir las raíces de una planta que se había hecho tan grande, y por lo tanto la planta misma, en un recipiente tan exiguo. ¿A dónde irían? Aquel era otro misterio de la botánica. Por si fuera poco, un poto, el último superviviente de una estirpe de lianas que había perecido sin remedio, prosperaba insólitamente en una esquina de un armario de la cocina, junto a una cerámica de recuerdo de Talavera. Pero no solo aquella inopinada supervivencia despertó mi curiosidad por la jardinería. Una soledad no menos imprevista en mi vida me hizo consciente de que mi casa ya no era un lugar de paso, como había sido en los últimos años, sino mi reducto, y que era importante que ese reducto fuese lo más agradable y estuviera lo más vivo posible. De pronto, un buen día, me descubrí a mí mismo regando escrupulosamente las plantas y limpiándolas de hojas secas. Mi sorpresa fue ya total cuando me vi, un sábado por la mañana, empujando un carro por los largos pasillos del Jardiland, el mayor centro de jardinería de Sant Cugat, al que había acompañado algunas veces a Ángeles, pero que siempre me había parecido tan exótico, y tan ajeno a mis intereses, como la selva de Sumatra. Y eso mismo hago hoy: ir al Jardiland para comprar tierra, más plantas, una maceta rectangular donde ponerlas y, como tengo previsto transplantar el áloe de su tiesto-corsé a un contenedor más desahogado y anticipo que las hojas serradas y puntiagudas del arbusto pueden hacerme un destrozo (lo entiendo: es resistencia pasiva), también guantes de jardinería y unas tijeras de podar, para no utilizar las de cocina que he empleado hasta ahora. Hay una cola enorme a la entrada: un empleado tiene que limpiar cada carrito de la compra que cogen los clientes: la pandemia obliga. A su lado, veo a una madre, sentada en el asiento de atrás de un coche, darle de comer un potito (no un poto pequeñito, sino un tarro de papilla) a un bebé en un carrito (no de la compra, sino de bebé). Así de familiares son las visitas al Jardiland. Yo, en cambio, vengo solo. Me proveo, nada más entrar, de varios sacos de tierra universal, porque he aprendido que los diferentes tipos de plantas necesitan diferentes tipos de tierra (por ejemplo, las crasas no requieren suelos ricos: prefieren los pobres; hasta en arena prosperan) y luego me hago con cuatro geranios, los últimos que quedan en el establecimiento. "Tenemos muy pocos", me dice la empleada a la que me dirijo para que me oriente en la jungla, "porque en invierno se ponen feos". "Pero no se mueren, ¿verdad?", respondo, escamado. "En principio, no deberían". El "en principio" me deja preocupado. De todos modos, me los quedo. Los geranios siempre han tenido un encanto especial para mí. En la casa donde me crie, siempre había geranios, y sigue habiéndolos. Los cuidaban tanto mi madre como mi abuela en el balcón de nuestro piso, y mi infancia aparece nimbada, en mi recuerdo, de los tallos recios, del rojo vivo de las flores y del aroma delicadamente arenoso de una planta poco sofisticada, pero, a mis ojos, muy sensual. El geranio es la planta de los labriegos, de las casas de adobe y los veranos rocosos: sutilmente mineral. Junto con los geranios, que, en efecto, lucen desgarbados y casi tísicos, me hago con dos ciclámenes. Por variar: para que no todo sea geráneo. Luego de la tierra y las plantas, busco la sección de utillería. Tardo en encontrarla, pero da igual: es un placer pasear por los pasillos inundados de olores y colores, saturados de geometrías sinuosas y dispares, iluminados por los fogonazos helados de las flores rojas, blancas, violetas, amarillas. Apenas sé cómo se llama ninguna de estas plantas. Quizá por eso me fascinan sus nombres, que encuentro inevitablemente poéticos: amarilis, anturio rojo, clivia, ciclamen, gardenia, orquídea mariposa, clavel del aire, margarita elsa, lirio de los incas, cielo estrellado. Siempre he encontrado fascinantes también las descripciones botánicas. Por ejemplo, esta es, según wikipedia, la del ciclamen: "Planta herbácea, perenne, con tubérculos más o menos lisos, glabros o pubescentes, enraizantes en toda la superficie o solo en la base. Hojas con largo peciolo, subenteras o inciso-lobadas, glabras o glabrescentes, con haz verde moteado y envés de color verde o purpúreo. Flores pentámeras, actinomorfas, solitarias, pediceladas, péndulas, proterandras. Cáliz con cinco sépalos soldados en la base. Corola con cinco pétalos reflejos, soldados en la base, formando un tubo globoso; lóbulos contortos, enteros o raramente dentados, más o menos auriculados; de color blanco, rosado o purpúreo. Estambres con anteras introrsas, hastadas, sobre filamentos muy cortos. Ovario súpero, globoso. Fruto en cápsula con dehiscencia apical por cinco-siete valvas; pedicelo fructífero aproximando por curvatura o, más habitualmente, por enrollamiento helicoidal". ¿No es maravilloso? No entiendo nada, pero me siento embrujado, sumido en un mundo tumultuoso y enigmático. Encontrarme, por fin, delante de un inmenso expositor lleno de guantes me saca de mis lucubraciones lingüísticas. Nunca habría imaginado que hubiese de tantos tipos: guantes para transplantar e injertar, guantes para podar, guantes para conducir maquinaria, guantes contra arañazos, guantes contra pinchazos... ¿Habrá algunos contra la torpeza? Me llevo los que protegen de los pinchazos: el áloe es una planta paciente, casi estoica, pero no sé si le gustará que la manipule como preveo hacerlo. También cojo unas tijeras adecuadas. Las hay capaces de desmochar una secuoya. Yo me conformo con unas modestas, solo para retocar puntas. Mientras enriquezco mi arsenal jardinero, oigo que me llaman: "¡Eduardo!". Se me hace extraño que alguien diga mi nombre en voz alta, y más cuando veo que quien lo ha hecho es una mujer, con el inevitable embozo de la mascarilla, en una silla de ruedas. Calza una bota ortopédica. Por fin la reconozco: es una vieja amiga de Ángeles y mía, que ha venido con toda la familia a comprar semillas. Al parecer, cultivan guisantes en casa. Está postrada y lleva la bota porque se acaba de operar de un juanete. Después de expresar la preceptiva sorpresa por verla, le digo que yo también debería operarme de uno, pero que, si lo hiciera, no sé quién empujaría la silla como ahora hace una de sus hijas. Así que sigo dejando que el juanete me agujeree los zapatos. Cuando llego a casa, me aplico a la operación de transplante del áloe. Lo que no es fácil. La planta ha crecido tanto que ya no deja espacio para meter la mano hasta la tierra, así que, como no quiero tirar del tallo principal, lo que me parece muy arriesgado y vagamente estrangulador, no me queda más remedio que romper la maceta para extraerla. Encuentro entonces respuesta a la pregunta que me he hecho estos días: ¿dónde metía las raíces? Pues las metía alrededor, es decir, envolviendo la tierra en una red muy tupida, hasta formar una pelota sólida, de la que no cae ni una mota. Meto la pelota en una maceta mayor, como quien le regala un piso a un hijo. En la manipulación, fatalmente inexperta, troncho varias hojas del áloe, que parecen brazos amputados. Queda a la vista la pulpa húmeda y carnosa, que gotea una sangre verde: me siento culpable; me entristezco. No obstante, creo que ambos hemos superado el trance. Espero que en su nuevo habitáculo esté más cómodo. Y que no se muera.
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