miércoles, 26 de abril de 2023

Incineraciones, de Carolina Sánchez Pinzón

Incineraciones, el primer libro que publica la poeta colombiana Carolina Sánchez Pinzón (Bogotá, 1982) en España (El Sastre de Apollinaire, 2022), es un grito atravesado por la violencia. Los poemas la invocan desde el título: el cielo agoniza, el hambre se dirige al holocausto, la boca está habitada por desiertos, los zapatos de las princesas son caníbales, los años se dilatan como aullidos de niños muertos, los ojos son lanzas y reciben martillazos, el infierno es la imagen de un visón despellejado, la lluvia arde sobre el vientre caído de la ciudad. Las imágenes que auscultan las torceduras de la vida recorren un libro signado por la experiencia del dolor. El miedo asoma entre las manifestaciones del mal, aunque, como dice un verso de “95.80 FM”, no hable, solo señale. También la soledad recorre unos poemas siempre arrebatados, siempre encendidos: en “Tanka de San Valentín”, se hincan sus “muelas sangrantes” y, en el segundo poema de “Inicio”, “se erige como una aureola”. Parte de ese malestar acaso provenga del desarraigo al que conduce la emigración. La poeta, desde el Madrid en el que vive, recuerda el país agridulce del que proviene (aunque todos los países son agridulces), azotado por una violencia histórica: “En mi país / los niños se ahogan con / tierra, / con arena, / con pavimento hecho de / balas. / Se ahogan entre sangre (...) / Allí / nunca es primavera”, leemos en un poema sin título. La melancolía dulcifica la angustia, pero también acentúa la distancia y subraya la separación. En “Mi abuela”, Carolina Sánchez Pinzón recuerda, con ternura y resignación, a una mujer, y a toda una familia, que “habita en lo carcomido de la memoria”. Pese a la veracidad del desgarro y la reciedumbre del grito, que estremece las páginas del libro y el temple del lector, Incineraciones no desalienta. Su rabia se vuelve entereza, y hasta entusiasmo, porque posee la rara cualidad de transformar el sufrimiento en palabra viva. La poeta es una metafórica certera y su palabra es constantemente creadora. Esa creación insufla alegría a lo dicho, aunque la tristeza la derrote, aunque lo dicho sea negro. Una sensualidad basal atraviesa el libro, cimentada en la música y el color, en la convicción con la que Sánchez Pinzón se aferra a las palabras y deposita en ellas el temblor de lo sentido y lo imaginado. Esa sensualidad culmina —o desemboca— en el poema final del libro, “Las invitaciones”, fuertemente erótico. El erotismo aparece como otra fuerza apenas domeñable, pero es una violencia buena, frente a la violencia agusanada que sostiene cuanto ocurre. Y esa bondad de vicios felizmente hallados, y de pieles que son el tiempo, y de un deseo que enseña unas sólidas mandíbulas, absuelve a la poeta del mundo: la rescata de su destierro. “Yo solo pienso en la forma / en que devanas mis bragas / con la pulcritud de tu boca. // Los semáforos cambian. / Ahora, / no soy parte del mundo / ni de sus peregrinaciones”. Incineraciones es también un diario de la cotidianidad, esa cotidianidad partida por el destierro —o transtierro—, flechada a la vez por los recuerdos y los descubrimientos. La poeta nos describe mundos diarios: el abigarrado del metro —que “está lleno de cadáveres”, como el Madrid descrito por Dámaso Alonso en “Insomnio”, de Hijos de la ira y el apacible de los domingos, en los que la protagonista del poema escribe, juega con la nieve que ha caído o prepara café. El tiempo pasa, pasan las estaciones, y las cosas se suceden, arrastrando su bagaje de asombro y crueldad. La cotidianidad se rebela a veces, busca transformarse y llega a encresparse en algunos poemas. Incineraciones adopta entonces un aire épico. En “Actas de incineración”, leemos: “Hay neblina sobre la frontera. / Dardos que no han dado en el blanco. / Banderas con símbolos no imaginados. / Muertos con máscaras y sin cañones delante. / (...) La frontera se calma / con las primeras llamas del crepúsculo. / No hay vida ni delante / ni detrás de ella”. Algunos motivos se repiten y cobran un carácter simbólico: el toro, la lluvia, los perros. Todos contienen violencia; todos sugieren embestida y mordedura. Hasta Sorolla, el benevolente pintor de la luz del que Sánchez Pinzón habla en el poema en prosa titulado con su nombre, resulta tempestuoso: “El mar es una palabra. El pez es otra, se extingue como la luz del día y se sujeta a mi retina que es horror. Aparece un toro y un trazo de sangre, divide la cabeza del toro y la aleta del pez. Horror es una palabra”. Incineraciones es el relato de un malestar íntimo, de una convulsión existencial, que roza lo desesperado —“Nadie siente piedad de nadie. / No siento piedad de mí”, dice en uno de los poemas finales—, pero que se materializa en un alegato luminoso y se redime con un lenguaje abrasivo y enaltecedor. 

Nado sobre cabezas cortadas.
No diferencio los rostros de los santos o de los pecadores.
Europa se levanta sobre cabezas de gusanos.
Aun así,
todos nadamos entre su fango.
Las arañas ya han amordazado
la sombra de mis dedos,
el brillo de mi cintura en la lejanía,

el silencio está clavado
sobre arenas movedizas.

1 comentario:

  1. Gracias querido Eduardo, por acercarte de una manera tan profunda y acertada a mi poesía. Así como por desentrañar lo que se esconde tras la rabia, los gestos y las entregas.
    Nos vemos muy pronto. Un abrazo, Carolina.

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