lunes, 17 de abril de 2023

Marta Agudo

Marta murió el jueves, 13 de abril, a las cuatro menos veinte de la tarde. Tenía cincuenta y un años. Aunque toda muerte es esperable, toda muerte es un escándalo. La conocí en 1996, cuando ella acababa de licenciarse en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. El azar nos reunió en un congreso de jóvenes escritores que se celebraba en Alcalá de Henares. Aquel congreso fue un fiasco, pero supuso una gran alegría: conocerla; una alegría, por lo demás, perturbadora, porque su personalidad era más que intrigante: espinosa, dulcísima, felizmente ácida, lúcida, temblorosa, contradictoria, hermosa y hermosamente lingüística. Marta destacaba, aunque detestase destacar; brillaba, aunque prefiriera la penumbra. Una de las actividades de aquel congreso fue un concurso literario in situ: Marta y yo participamos en la modalidad de poesía (casi todo el mundo se apuntó a la de prosa), cuyas condiciones consistían en que pergeñáramos un poema que mencionase obligatoriamente tres palabras —una de las cuales era “escalera”; he olvidado las otras dos—, y ganamos ex aequo. Desde entonces fuimos amigos: pocas cosas unen más que ganar ex aequo un concurso de poesía en el que hay que mencionar la palabra “escalera”. Suele decirse de las personas que mueren jóvenes que son muy vitales. Marta lo era, pero no porque la prontitud de la muerte hubiera avivado el fuego de la existencia que tenía que abandonar, sino porque la vida había arraigado en ella con una fuerza iluminadora. Y su vitalidad era eminente porque no se proyectaba tanto en sí misma —al contrario: ella, incomprensiblemente, tendía a desmerecerse— como en los demás. Nada (malo) te sucedía que no encontrara su chorro de consuelo y su inyección de hilaridad. Marta era capaz de animar a un muerto: cogía un puñado de aquella vida que le rezumaba por los poros y te lo soltaba encima, sin miramientos por lo grave o irreparable que fuese cuanto hubieras sufrido, sin consideración por lo engañosamente irrespetuoso de su acto, sabiendo que nada nos ayuda más, cuando necesitamos ayuda, que la que se presta desnuda, áspera, aserruchada incluso, despojada de toda formalidad o cautela, a carcajada viva o a carcajada muerta, pero a carcajada siempre. Porque si de algo iba sobrada Marta, además de vida, era de sentido del humor. Un sentido del humor que, como es de rigor hacer, proyectaba en primer lugar sobre sí misma, y solo después regalaba —porque era un regalo, aunque fuese también, a veces, una crítica— a los demás. Eran legendarias sus llamadas telefónicas: podía tenerte horas al aparato, pero siempre con gozo innumerable: con sinceridad y sofisticación, con melancolía e ingenio, con frivolidad y hondura, como han de ser siempre las conversaciones —o los monólogos— inteligentes. Y uno colgaba con la oreja ardiendo y el codo dolorido, pero también con la sensación de que alguien —un ángel con una pizca de demonio— lo había oreado como un viento fuerte orea la colada tendida. Después de hablar con Marta, uno experimentaba una turbulenta serenidad y se sabía más limpio, menos abrumado por la realidad, y chorreando lenguaje. Porque Marta era un ser intensamente lingüístico: todo su ser admitía la traducción a poema. Su obra poética ha sido corta, pero intensa, como su vida. Cuatro libros la componen, suficientes para convertirla en una de las mejores poetas de su generación: Fragmento (CELYA, 2003), que me enorgullezco de haber contribuido a publicar, reeditado por Godall en 2022, y reseñado en este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2022/06/fragmento-de-marta-agudo.html; 28010 (2011) e Historial (2017), ambos publicados por Calambur: el segundo explora con luminosa negrura la enfermedad, con la que, por desgracia, Marta tuvo un trato frecuente a lo largo de la vida; y Sacrificio, su último poemario, en el que sublima su convivencia con el mal que la ha llevado al “oficio puntillista de la muerte” (como dejó dicho en Historial), aparecido en Bartleby en 2021, y que también reseñé (en Letras Libres: http://drupal.letraslibres.com/espana-mexico/revista/la-comprension-las-sombras). Asimismo, en 2021 dio a la imprenta Veracidad del mapa, en la colección El Lotófago, de la Galería Luis Burgos, en el que se incluyen algunos poemas inéditos, pertenecientes al libro en el que estaba trabajando cuando le llegó la muerte, Momento mori, cuyo título acredita su gusto por la paronomasia, tan propio de las personas poseídas por el lenguaje, esto es, conscientes de que el lenguaje nos configura: nos da el ser. Marta también trabajó en otros ámbitos y firmó otras obras (recuerdo los sudores, calientes y fríos, que le dio su tesis doctoral, sobre el fragmento y el poema en prosa en España, un tema en el que era una autoridad en nuestro país; la guardaba en media docena de diskettes y dispositivos electrónicos, no fuera a ser que lo tuviera en uno solo y se le borrara), pero fue en la poesía donde volcó su pensamiento y su sensibilidad, que era de una finura extrema, incisiva como un escalpelo, pero también sabedora de lo incomprensible que es el mundo y de la fragilidad que nos constituye. Sus versos —que incluí en la única antología de poesía española que he preparado en mi vida, Poesía Pasión: doce jóvenes poetas españoles, publicado por Libros del Innombrable en 2004: otro motivo de orgullo— estuvieron, de principio a fin, signados por un existencialismo enrabietado, valga la redundancia, y por una creencia radical en la naturaleza salvífica de la palabra, aunque también en su desorden consustancial, en su belleza tiznada de hambre e ignorancia. Marta era una mujer delicada y vehemente, que conjugaba un conocimiento de las emociones propias y ajenas casi quebradizo de tan clarividente y una entrañable ferocidad, siempre empapada de humor, con lo que le disgustaba. Sus odios literarios no eran pocos, y eran africanos (no diré en quién recaían; en algunos casos, escritores eximios y aplaudidísimos de estos tiempos atribulados); sus amores eran muchos y selectos: desde Lorca hasta Valente, desde Quevedo hasta Chantal Maillard, desde Juan Carlos Mestre hasta Jordi Doce, que también fue el amor de su vida. Y a todos los trataba con el mismo respeto y el mismo ahínco, ya fuese para el denuesto o el encomio. (Además de a algunos poetas, Marta también amaba a los animales: en su casa siempre había un perro, al que alimentaba con bocados exquisitos, y al que sumó en los últimos años la compañía dos gatos, Emily y Whitman). Marta me ha acompañado toda la vida, aunque estuviese lejos, aunque estuviese enferma. Me ha acompañado con su poesía y, sobre todo, con su alegría, que se sobreponía a toda adversidad y a todo silencio. Marta siempre estaba ahí, para lo que fuese, desde hacía veintisiete años. Y yo la consideraba la hermana que nunca tuve. ¿Quién me va a hacer reír ahora? ¿Quién me va a hacer llorar? Ya no queda sino recordarla y leerla. Y seguir queriéndola.

Metro sesenta y cuatro, algún kilo de más, veintiocho dientes y dos caries. Recostarse cada mañana del lado de la vida. No es tanto la rutina como el tedio de cumplir con el ritmo sanguíneo, furgón de células. Contorno de algún centro, película imantada de sí misma que asciende para de nuevo caer. Camus lo decretó.

Romper vínculos para no dañar, oídos sordos, manos ásperas que corten o capitolio cerrado con bufón adormecido. Irse quedando sola entre nódulos de conciencia, sin espacio ya ni tiempo, ni otra dimensión que la de ir, poco a poco (con el disimulo variable del pez que no respira), dejándose resbalar.

El mérito, se sabe, es resistir, pero yo no nací para odiseas. Acércate a este cuerpo y olerás mi decisión, quizá la más solemne. Eliminar mi materia sin perjuicio, disponer de mi propia superficie a tientas o no, a cucharadas de hueso y de bulimia.

[De Historial]

6 comentarios:

  1. Maravillosa reseña de una vida y una personalidad. Gracias y D.E. P.

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  2. Espléndido homenaje a Marta Agudo. No fata detalle. Un abrazo lleno de cariño y consuelo.

    Besos, Eduardo.

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  3. No había leído hasta ahora tu texto. Emocionado y emocionante. No seré capaz de escribir nada sobre Marta, pero la evoco a menudo desde hace años y así seguirá siendo. Pensar en Marta es reunirnos: Jordi, tú, siempre ella, y aún yo.

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  4. Gracias por tus palabras, pero ¿quién eres?

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  5. Soy Sergio G. Me olvidé de escribir mi nombre. Hasta siempre.

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