jueves, 24 de octubre de 2024

Escenas del valle de Arán (1): Mont, Viella, Montcorbau

Llegamos a Mont (pronúnciese munt) luego de sobrevivir a un tormentón en la carretera y a las cascadas de agua blanca que formaba la lluvia en las laderas por las que circulábamos: vistas desde lejos, parecen cataratas encantadoras, que dan al paisaje aranés un aire de selva venezolana; contempladas desde cerca, acojonan. Mont es un pueblecito de solo cuarenta y seis habitantes, a 1235 metros de altitud. Al núcleo antiguo, de casas toscas con muy pocas ventanas y tejados de pizarra, se le han adosado largas filas de viviendas nuevas, todas segundas residencias o pisos turísticos, que privan al lugar de su tradicional rusticidad y le otorgan, a cambio, un aire de urbanización; no sé si sale ganando. Después de instalarnos en nuestro piso turístico, damos un paseo por el pueblo, forzosamente breve: solo tiene dos calles. En la parte antigua, vemos a dos hombres, uno mayor y otro más joven, en lo que parece un garaje, desollando a una res decapitada. Delante, se amontonan los animales, esta vez vivos: un gallo con su harén de ruidosas gallinas, un gato que parece un tigre y un perro muy peludo. “Bona tarda”, decimos para disimular nuestro asombro y parecer educados. Al lado de donde se está produciendo el despellejamiento, se alza —aunque el verbo es excesivo, dado el tamaño del lugar— la ermita de Nostra Senhora deth Ros, construida en 1517, de paredes desnudas y lo que parece ser un retablo barroco al fondo, en penumbra, que entrevemos por la mirilla de la puerta de madera. Siguiendo por la calle de la Virgen —escrito así, en castellano—, de una de cuyas casas sale un anciano que llama a su perro diciéndole “ven astí” (y me pasma que utilice el mismo localismo para “aquí” que yo oía en Azanuy, el pequeño pueblo oscense, muy alejado del valle de Arán, donde pasaba las vacaciones de mi infancia), desembocamos en los lavaderos techados del pueblo, ese centro de socialización secular de las villas españolas —y que yo aún he visto utilizar en Azanuy, precisamente—, sustituidos desde hace décadas por las lavadoras. Adosado a ellos, hay un abrevadero, en el que no creo que beba ya ningún animal, presidido por un crismón de piedra, a cuyo lado se ve una figura con un cayado. ¿Un obispo? ¿Un pastor, quizá? El lugar rebosa de agua y yo, contemplando embobado el pilón historiado, hago honor a la riqueza hídrica que lo caracteriza metiendo el pie en un charco mucho más profundo de lo que su escaso diámetro hacía sospechar. Cuando llego a la iglesia de Sant Llorenç, a las afueras del pueblo, el pie todavía no se me ha secado. Para entrar en el recinto de la iglesia, hay que abrir una verja con cerrojo, pero sin llave. La iglesia se erigió en el siglo XII, pero de la arquitectura románica originaria solo queda, al lado de la entrada actual, con una puerta de madera viejísima, otra entrada cegada, mal encalada y medio comida por un ala añadida al edificio en la remodelación que se llevó a cabo en 1738. El templo es rudimentario. Solo destaca una torre cuadrangular robusta, acampanada en sus cuatro lados. En la magra información que aporta el ayuntamiento, averiguo que el crismón del abrevadero probablemente provenga de la iglesia románica: los neoclásicos no quisieron echarlo al basural, ni nadie apropiárselo, y se decidió embellecer el bebedero con él. 

Viella, como Mont, como todo el valle, ha perdido la rusticidad que la ha caracterizado secularmente. Y rusticidad quiere decir también pobreza. El valle de Arán —un topónimo redundante, de origen vasco: Arán significa ‘valle’ en eusquera; valle de Arán es, pues, valle del valle— fue, hasta hace un siglo, uno de los rincones más pobres del país, aislado entre montañas difícilmente accesibles y sin apenas tierra cultivable. La gente salía adelante gracias a una agricultura de subsistencia y, sobre todo, a las cuatro vacas que casi todos apacentaban. A principios del siglo XX, en estos parajes prevalecía, como me dijo una vez mi tía María, una aranesa semianalfabeta que hablaba fluidamente, no obstante, cuatro idiomas —aranés, catalán, francés y castellano, por este orden—, une misère noire; no sé por qué me lo dijo en francés, quizá porque se explicaba delante de sus hijas, refugiadas en Francia con la caída de la República, casadas con franceses y madres de franceses. Mi tía recordaba cuando en los pueblos del valle no había saneamiento público y muchas familias tiraban las deposiciones, envueltas en papel de periódico, por las escasas ventanas de las casas. Hoy, Viella es una localidad enriquecida por el turismo, que ha acabado con casi cualquier vestigio de aquellos tiempos pintorescos pero infames. Subsiste, como es natural, la iglesia principal de la villa, la de Sant Miquel, que alberga el Cristo de Mijaran, una hermosa talla policromada románica, del siglo XII; una gran pila bautismal de mármol, también románica, esculpida con motivos geométricos y vegetales, de influencia mozárabe; y un espléndido retablo gótico, del XV. La iglesia se levanta al lado del ayuntamiento, cuyo entrada colorista, llena de banderas y flores, enmarcan dos lápidas conmemorativas: una recuerda que el edificio del consistorio se construyó “reinando el señor Fernando VII Q. D. G. y siendo gobernador el ilustrísimo don Policarpo Vázquez de Aldana, en 1829” (del tal Policarpo no se pide que Dios lo guarde); y la otra rememora la fecha, 6 de julio de 1924, en que, “siendo rey de España don Alfonso XIII y gobernando un Directorio Militar, pisó por primera vez tierra aranesa un monarca español”. El bueno de Alfonso XIII, velado en el trono por aquel gran espadón que fue Miguel Primo de Rivera, cuyo acceso al poder facilitó el propio rey, decidió utilizar la recién construida carretera de la Bonaigua, en 1923 —la primera que unió el valle con España— para visitar una de las muchas comarcas que aún desconocía de su país; igual que había hecho, por cierto, dos años antes en las Hurdes, otro lugar aislado del resto de la nación y todavía más atrasado que el valle de Arán. A la salida de la iglesia de Sant Miquel, cruzamos el río Negro, afluente del Garona, que baja con mucha agua y ruido, y nos restauramos con unos tés y unas pastas en una tetería junto al hotel La Abuela, desde cuyos escalones de entrada nos observa una abuela de bronce y tamaño natural en trance de tricotar. Delante, vemos una tienda: “Deportes Moga”. Moga es un antropónimo también de origen vasco: muga significa ‘frontera’ y estas montañas son una frontera natural. Lenguas euscáricas se extendieron, hace milenios, por los Pirineos hasta la costa catalana. Mi apellido es una prueba de aquella remotísima presencia.

Una tarde paseamos desde Mont hasta el pueblo vecino, Montcorbau, aún más pequeño que el primero: tiene solo veintiún habitantes. Lo hacemos siguiendo un caminito que recorre la ladera de la montaña en la que ambos pueblos están enclavados. El valle se abre a nuestros pies como una serpenteante cicatriz verde. La niebla alicata de blanco los huecos entre los montes, que se superponen en serranías sucesivas hasta perderse en un magma remoto y negro. El cielo, líquidamente azul, se agrisa con parsimonia. Rozamos con la cabeza —el sendero es muy estrecho— zarzales atestados de moras, gruesas, dulces, jugosas, que nos zampamos como críos que no hubiesen merendado. Yo estoy a punto de pisar una salamandra, amarilla y negra, ese urodelo que durante siglos se ha creído que podía sobrevivir al fuego. Todos nos paramos a contemplarla. Aunque la toco en un costado con un palito, no se mueve. Parece completamente indiferente a nuestra presencia. La dejamos con su indiferencia y seguimos andando a Montcorbau, a donde llegamos poco después. Preside el pueblo la iglesia de Sant Esteve, románica, con elementos góticos y barrocos posteriores, como casi todos los templos del valle. Sentados a su sombra, jugueteamos con dos gatos que se nos acercan. Uno, negro, busca la caricia con insistencia; el otro, blanco, más esquivo, apenas permite que lo toquemos. Siempre que me es dado acariciar a un gato callejero, recuerdo lo que me dijo Ángeles una vez, con voz de ultratumba, en una iglesia inglesa en la que se había colado un minino que caracoleaba entre las piernas: “Transmiten la toxoplasmosis”. Desde entonces me abstengo de tocarlos: me limito a observar sus inverosímiles estiramientos. En una de las casas de Montcorbau se acumulan las placas: una informa de que allí funciona un establecimiento dedicado a “ramaderia e lotjaments”; otra, encima de esta, revela que en ese mismo lugar nació, en 1867, el poeta y sacerdote José Condo Sambeat, “que supo cultivar con amor filial su lengua aranesa”. La lápida la instaló la Diputación Provincial en el 1968, con ocasión —y algún retraso— del centenario de su nacimiento. No deja de tener mérito que una diputación franquista (aunque fuera en los últimos años del Régimen y el homenajeado fuese un cura) recordara a un autor que había escrito en occitano. Pero lo hizo en castellano, claro, y con esa prosa engolada que las dictaduras no saben evitar y que rezuma la piedra. El propio Josèp Condò Sambeat, que así se escribe su nombre en aranés, fue el primer escritor que utilizó este idioma como lengua literaria, pero también publicó en español, aunque solo cosas religiosas: Escuela de perfección sacerdotal, en 1914, y La Santísima Virgen en los Evangelios, 1915. No sé quién pueda leer estas obras hoy, pero, desde luego, no seré yo.

sábado, 19 de octubre de 2024

La palabra perseguida

Manuel Florentín ha erigido un monumento a las tinieblas. En las casi 800 páginas —que descansan en ochenta y cinco de bibliografía (de cuerpo diminuto e interlineado simple)— de Escritores y artistas bajo el comunismo. Censura, represión, muerte (Madrid, Arzalia, 2023), ha documentado la persecución sistemática que sufrieron los creadores bajo los distintos regímenes comunistas establecidos en muchos países tras la Revolución soviética de 1917, y también en otros —entre ellos España— en los que, aun sin haber estado nunca sometidos a un régimen de esa naturaleza, los partidos comunistas y sus «compañeros de viaje» llevaron a cabo o apoyaron medidas represivas semejantes contra escritores y artistas disidentes. Esta persecución, huelga decir, solo la sufrían los creadores contrarios a los regímenes dominantes, o no suficientemente entusiastas con ellos (y se era contrario, también, aunque se compartieran los principios del socialismo, si no se seguían sus doctrinas estéticas: aquel «realismo socialista», de cemento y acero, que vedaba cualquier manifestación del arte individualista y burgués de Occidente). Sus partidarios, en cambio, gozaban de un trato principal, que incluía toda suerte de privilegios en una sociedad que, teóricamente, había abolido los privilegios. Aunque hay que añadir que la pertenencia a uno u otro grupo, el de los afectos y los desafectos —y, por lo tanto, el bienestar de cada uno y hasta su vida y la de su familia—, pendía de un hilo: un chiste que se contara o un brindis que se hiciera en una reunión privada, pero que llegara a oídos de las autoridades por la delación de alguno de los asistentes —que podía ser un amigo íntimo o un familiar cercano del denunciado: en la Unión Soviética y las repúblicas de su órbita, la espesa red de delatores era uno de los principales sostenes del Estado: medio país espiaba al otro medio—, condenaba a la expulsión de la Unión de Escritores (lo que implicaba, en la práctica, no volver a publicar), a la pérdida del trabajo, a la detención, el interrogatorio y la tortura (del chistoso y, a menudo, también de su mujer, sus hijos, sus hermanos y sus padres), y, en muchos casos, al gulag (o, en décadas posteriores, a los hospitales psiquiátricos).

El relato de las prácticas represivas de los regímenes comunistas, que ya latían en el pensamiento y las acciones de Lenin —al que suele presentarse como un líder más intelectual y menos sangriento—, pero que alcanzaron el paroxismo con Stalin —un georgiano que iba para cura y para poeta, pero que prefirió consagrarse a la Revolución—, sobrecoge por su crueldad. En la Unión Soviética, lo mejor de la literatura rusa padeció la furia estaliniana. Marina Tsvietáieva pasó catorce años en el exilio y se suicidó después de que fusilaran a su marido y detuvieran a su hija y su hermana. Ana Ajmátova también vivió el fusilamiento de su primer marido, el poeta Nikolai Gumiliov, la deportación de su hijo a Siberia en dos ocasiones y la muerte de su tercer marido, el escritor Nikolai Punin, en un campo de concentración; sus libros fueron prohibidos, y ella, acusada de traición y deportada. Ósip Mandelstam fue asimismo deportado por un epigrama contra Stalin y murió en un campo de trabajo de Vladivostok. Vasili Grossman tuvo que escribir once versiones de su novela Stalingrado para complacer a la censura soviética. Boris Pasternak renunció al premio Nobel que se le había concedido en 1958 por temor a las represalias del poder soviético contra él y su familia.

Las repúblicas comunistas de la Europa del Este se apresuraron a importar las técnicas coercitivas que tan buenos resultados estaban dando en la Madre Rusia. En la República Democrática de Alemania, el Ministerio para la Seguridad del Estado, la siniestra Stasi, contaba en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, con 102.000 agentes y 174.000 informantes (para vigilar a una población de 17 millones de habitantes; la Gestapo había dispuesto de 40.000 efectivos para controlar a 80 millones); también se le destinaba el 5% de los presupuestos generales del Estado. Gracias a su celo en el cumplimiento de las tareas que tenía encomendadas, escritores como Thomas Brasch, Reiner Kunze, Jürgen Fuchs, Stefan Heym, Lutz Rathenow y un larguísimo etcétera sufrieron vigilancia y cárcel, fueron despedidos de sus trabajos, se les retiró el permiso para publicar (y hasta para escribir) y, en no pocos casos, fueron privados de la nacionalidad y expulsados del país. En Rumanía, el equivalente de la Stasi, la no menos terrorífica Securitate, velaba, bajo la sanguinaria dirección de Nicolae Ceaucescu y su draculiana mujer, Elena Petrescu, por que autores como Paul Goma, Herta Müller, Norman Manea o Ana Blandiana no pusieran en peligro la seguridad del Estado con sus palabras. En Albania, un enloquecido Enver Hoxha (pronúnciese jodcha), cuando no estaba ocupado sembrando búnkeres por todo el país para defenderse de una invasión de los Estados Unidos que daba por segura y que hoy se utilizan para cultivar champiñones, perseguía con saña a quienquiera que objetase a su régimen, aunque antes lo hubiese apoyado, como Ismaíl Kadaré, que se tuvo que exiliar en Francia después de que el propio Hoxha le recriminase que su novela El gran invierno no hiciera lo que la buena literatura debe hacer: «Representar los intereses del régimen, hablar de las fiestas, de las cooperativas, de las consignas del partido, del entusiasmo de la juventud». La suerte de Kadaré, pese a todo, fue mucho mejor que la del poeta Havzi Nela, condenado a quince años por criticar al régimen de Hoxha, luego aumentados a veintitrés por organizar una protesta dentro de la cárcel por las condiciones inhumanas en las que vivían los presos. Cuando obtuvo lo libertad, fue confinado en un pueblo, del que se escapó un día para poner una flores en la tumba de su madre, que acababa de morir. Por incumplir el régimen de confinamiento, lo condenaron entonces a muerte, lo colgaron en público y dejaron que su cuerpo se pudriera en la calle.

La investigación de Florentín alcanza a muchos otros países, no europeos. A Cuba, por ejemplo, donde se revivieron los Juicios de Moscú con Heberto Padilla, y numerosos escritores disidentes —aunque muchos de ellos habían apoyado o aplaudido la Revolución— se vieron obligados a exiliarse y a morir lejos de su patria, como Guillermo Cabrera Infante o Reinaldo Arenas. Y a China, por supuesto, cuyos comunistas conjugaban un refinamiento sádico —cobraban a la familia de los ajusticiados la bala que los había matado— con fórmulas mucho menos sutiles: La Guardia Roja de Mao apaleó hasta la muerte a Lao She, acusado de «derechismo». Zhang Zhixin estuvo presa por criticar a la mujer de Mao y el culto a la personalidad del Gran Timonel, y en la cárcel fue torturada y violada sistemáticamente; para ahuyentar a sus violadores, se untaba el cuerpo con sus propios excrementos. A Lin Zhao la reeducaron durante ocho años con palizas y torturas en un campo de trabajos forzados y, tras contraer tuberculosis, fue ejecutada el mismo día en que se dictó su sentencia de muerte.

Manuel Florentín subraya en su documentadísimo libro —cuya monotonía no le es achacable a él, sino a la naturaleza de lo narrado: conductas repetidas e iguales de los regímenes comunistas— otro motivo de dolor para los escritores y artistas perseguidos: la falta de solidaridad de sus colegas occidentales, muchos de los cuales profesaban una fe tan intensa en el ideal comunista que se negaban a ver, o a creer, aquello que lo desmintiera, aunque fuesen crímenes atroces. Sartre fue uno de los ciegos voluntarios más destacados: arengaba a sus compañeros para que, como él, no viesen.

Pero Florentín no relata esta tragedia sin humor: el de los chistes que circulaban en todos los países comunistas sobre sus infaustos gobernantes. El chiste fue una de las principales válvulas de escape de los habitantes del paraíso socialista, aunque podía conducir también a la catástrofe: el humor como lenitivo de la impotencia. Este es uno que se contaba en Checoslovaquia después de que los blindados soviéticos aplastaran la Primavera de Praga: «¿Cómo visitan los rusos a sus amigos? En tanque».

La lectura de Escritores y artistas bajo el comunismo deja un regusto muy amargo. Y no solo por las innumerables salvajadas que refiere, sino también porque corrobora el fracaso de un ideal encomiable, que perseguía la justicia y la igualdad, construido a partir del certero —y aún no superado— análisis marxista del capitalismo, y que han abrazado muchos espíritus nobles que deseaban el bien de sus semejantes. Quienes hemos creído alguna vez en él vemos en este reguero de crueldades la demostración de la indefectible capacidad del hombre para convertir sus utopías en infiernos. 

[Este artículo se publicó en Letras Libres, núm. 276, septiembre de 2024, pp. 53-54.]

sábado, 12 de octubre de 2024

Navegando por el Museo Naval

Hacía tiempo que quería visitar el Museo Naval, un lugar situado en pleno centro de Madrid (¡al lado de la Cibeles!), pero ampliamente desconocido por el público. Una amiga que trabajó allí muchos años me lo había recomendado —“te sorprenderá”, me decía— y hoy he tenido ocasión de pasear por sus salas, distribuidas en una sola planta. Y, en efecto, me ha sorprendido. La entrada es gratuita, aunque se sugiere una donación de tres euros, que aporto con gusto. Cuando pregunto si hay taquillas donde dejar la mochila, el receptor de la donación, un hombre vestido de civil, me responde, grave e incontestable: “No. Esto es un recinto militar”. Y yo me pregunto (aunque no le digo nada, no sea que me forme un consejo de guerra) por qué es incompatible ser un recinto militar y tener taquillas para el público. A la salida, veré un “buzón de sugerencias” (me encantan los buzones de sugerencias, que ya casi no se encuentran en ningún sitio, sustituidos por los gélidos buzones digitales) y ahí introduciré un papelito con dos sugerencias: que cobren por la entrada (sin pasarse) y que instalen taquillas para hacer un poco más cómoda la visita de la gente. Subo ya al primer piso, donde se encuentran los tesoros del lugar. Y lo hago por una escalera de madera que recuerda, oportunamente, a la escalera de un buque. Así encontraré todas las instalaciones: modernas, adecuadas, bien iluminadas, limpias. El Museo Naval no es una institución vetusta que aloje los pecios polvorientos de las glorias nacionales, sino un lugar espabilado y luminoso por el que resulta estimulante pasear. También es una pinacoteca aventajada, aunque mayormente de capitanes y capitostes de la cosa naval, claro, con los reyes de España siempre a la cabeza. Desprende, en consecuencia, un aire oficial, que no llega a hacerse oneroso. Al contrario: es divertido, por ejemplo, admirar la nariz abotijada de Carlos III o la cara de tonto de su nieto Fernando VII, en quien la naturaleza compensó una inteligencia escasa con un pene monumental, tanto que, cuando quería ejercer el débito conyugal con su majestad la reina, debía hacerlo enrollándose una toalla en la base del miembro para que cupiera, sin causar daños irreparables, en el seno de su augusta esposa. Así se lo prescribió su médico, siempre atento al bienestar del monarca. En una estatua de su bisnieto Alfonso XIII, bisabuelo del rey actual, no puedo evitar fijarme en otro detalle genital, quizá porque el paquete regio me queda a la altura de los ojos: el escultor, Lorenzo Coullaut Valera, ha resaltado, sin excesos pero también sin recato, los pudenda del rey, cuando, por lo general, los bultos, y menos los aristocráticos, no suelen subrayarse, aunque, como en el caso de Fernando VII, sus poseedores anden sobrados de materia prima: no se considera fino. El Museo Naval es también el paraíso de los maquetistas: las naves expuestas son construcciones esclarecedoras y precisas —de galeones y paraos, de submarinos y fragatas blindadas, de acorazados e hidroaviones, de portaaeronaves y naos—, llenas de detalles, fidelidad histórica y, sorprendentemente, vida. En una de las primeras salas que visito, contemplo un óleo sobre la batalla de Trafalgar, el hito nefasto de la historia de la Armada española (el fasto es Lepanto), pintado por Rafael Monleón y Torres. Y la cartela que informa sobre el desgraciado hecho empieza así: “Como consecuencia de los errores del comandante Villeneuve...”. Se ha tardado poco en atribuirle la responsabilidad del desastre al gabacho, aunque es cierto que le corresponde casi toda. Si Villeneuve hubiera hecho caso a los marinos españoles —que eran, además, algunas de las mejores cabezas de la Ilustración española: Federico Gravina, Cosme Damián Churruca, Dionisio Alcalá Galiano; todos muertos en el combate o a resultas del combate— y hubiera esperado en la bahía de Cádiz a que mejoraran las condiciones para enfrentarse a los ingleses, que llegaban con mejor marinería y mayor capacidad de fuego, además de con Lord Nelson, otro gallo habría cantado. Pero el francés sentía el aliento sulfuroso de Napoleón en el cogote, no supo capear su presión y se encaminó al desastre, no fuese a ser que lo considerasen un gallina. El emperador le agradecería luego los servicios prestados suicidándolo de diecinueve cuchilladas en un tabuco de París. En el Museo veo la maqueta del Santísima Trinidad, el mayor buque de la Armada española en aquella pelea, con sus 140 cañones y sus cuatro puentes, que se enfrentó sin ayuda a siete navíos británicos —entre ellos, el Victory, desde donde Nelson dirigía las operaciones— para acabar desarbolado y lleno de cadáveres, tan maltrecho que, una vez rendido (las Ordenanzas de 1802 prescribían que los buques de la Armada “nunca se rendirán a fuerzas superiores sin cubrirse de gloria en su gallarda resistencia...”), no pudo ser apresado, sino que hubo que remolcarlo. No obstante, sobrevino un temporal y los británicos prefirieron hundirlo, abandonando a su suerte, que no era otra que el fondo del mar, a las docenas de heridos que se encontraban en sus bodegas. Otro suceso de la historia naval, este más afortunado, aunque no menos dramático que Trafalgar, llama la atención en el Museo: la defensa de Cartagena de Indias por parte de Blas de Lezo en 1741 frente a la poderosísima armada del también inglés Edward Vernon (con los hijos de Albión llevamos siglos atizándonos en los mares, hasta hoy mismo, en Gibraltar). Allí, Lezo, al mando de unos 3.600 hombres (entre ellos, 600 arqueros indios), derrotó a los cincuenta y un barcos, 30.000 soldados y 2.000 cañones del jactancioso Vernon, que mandó noticia a Londres de conmemorar su victoria antes de que esta se hubiera producido. En una vitrina del Museo se conserva media docena de esas medallas conmemorativas, en varias de las cuales Lezo aparece arrodillado o sometido al inglés. Blas de Lezo había perdido un ojo, un brazo y una pierna en diferentes enfrentamientos con los enemigos de España desde que se enrolara en la Marina a los dieciséis años, pero conservaba los dos testículos y, sobre todo, una inteligencia aguda, que le permitió concebir todas las argucias imaginables para socavar la abrumadora superioridad numérica inglesa: por ejemplo, hizo cavar un foso alrededor de las murallas de la principal fortaleza de Cartagena, de urgencia y de noche, para que las escalas de los atacantes no llegaran hasta donde se apostaban los defensores. Y cuando, en efecto, los ingleses se encontraron con el foso y unas murallas insuperables, quedaron inermes ante el fuego español, que arrasó sus filas. La carga final a la bayoneta de los españoles (y de los indios auxiliares esgrimiendo pavorosos machetes) causó una gran mortandad entre los hijos de la Gran Bretaña, muy pocos de los cuales alcanzaron a refugiarse en lo que quedaba de la flota de Vernon. Junto a la vitrina de las medallitas conmemorativas se expone también un espadín de Blas de Lezo. No está manchado de sangre. Pero el Museo Naval no solo recuerda batallas. Las lombardas, culebrinas y trabucos de borda, entre muchas otras herramientas para trinchar la carne de los enemigos y hundir sus barcos, conviven con los instrumentos necesarios para la navegación y la vida a bordo, todos relucientes y magníficos: astrolabios, brújulas, catalejos, telescopios, barómetros, sextantes, octantes, esferas armilares. Me espanta y me conmueve el equipo del cirujano de la nave, cuando lo había. Solo el nombre de su instrumental sobrecoge el ánimo: trépano de trinquete, lanceta para sangrar, sierra de arco, trócar, lepre. Hay que imaginarse a aquel médico (y, sobre todo a sus pacientes) serruchando piernas o brazos destrozados, extrayendo astillas del maderamen cañoneado de los sesos en que se habían clavado, taponando hemorragias causadas por balas de cañón que habían arrancado miembros enteros, vaciando ojos reventados...; y todo ello sin anestesia ni aire acondicionado. Es iluminadora también la información que se proporciona sobre las expediciones científicas españolas, menos conocidas que los descubrimientos o las batallas, pero que han hecho grandes aportaciones a la ciencia moderna: la de Malaspina, por ejemplo, que amplió indeciblemente los conocimientos sobre historia natural, cartografía, etnografía, astronomía, hidrografía y medicina, o la de Jorge Juan y Antonio Ulloa, que sirvió para establecer la longitud del meridiano terrestre, ambas fruto del espíritu de la Ilustración, en el siglo XVIII. Algunas celebraciones, como el gigantesco óleo de José Garnelo a Colón y el descubrimiento de América, en el que unos indios obsecuentes y genuflexos hacen regalos de bienvenida al descubridor, parecen competir con el espíritu hodierno, y serían probablemente quemados en un auto de fe en casi cualquier país hispanoamericano de no estar protegidos por los sólidos muros de este recinto militar. No obstante, el descubrimiento de América explica una de las piezas más valiosas del Museo, la Carta Universal de Juan de la Cosa, de 1500, en pergamino: la primera representación de América en una imagen (aunque sea bastante pobre, dados los magros conocimientos que había sobre su geografía en 1500: una mera mancha verde, en un costado del mapa, con una gran depresión en el centro, en la que se insertan algunas islas antillanas). Alrededor de la vitrina en la que se expone la Carta se amontona un nutrido grupo de visitantes, que atienden a un guía voluntario: un señor canoso, mayor, que se apoya en un bastón, seguramente un militar retirado, dueño de un castellano recio e indisimuladamente patriótico. De la secular relación con América inaugurada por Colón, el Museo guarda otras muestras significativas, como algunos objetos suntuarios del “Galeón de Manila”, la ruta comercial entre las Filipinas y los puertos de la Nueva España que supuso la primera globalización del planeta: admiro un barco floral chino y otras piezas de la exquisita cerámica de Catay, así como una mesa tablero de piedras duras que también viajó en el tricentenario Galeón y acabó en el despacho de Manuel Godoy, el valido de Carlos IV y, sobre todo, de su mujer, la psitácida pero fogosísima María Luisa de Palma. Dos muy altas salas centrales acogen numerosas maquetas grandes y algunas piezas singulares, como una piragua samoana, una canoa de Cartagena de Indias, larguísima, hecha de un solo tronco de árbol, o unos refulgentes torpedos automóviles, de bronce fosforoso (no sé que es el bronce fosforoso, pero acojona), de finales del siglo XIX. Ambas salas están circundadas por una colorista colección de mascarones de proa. En general, la información que aporta el Museo Naval está cuidada, pero también un poquito sesgada. Las victorias españolas (hasta en acciones tan medianas como la lucha contra los piratas filipinos y el asalto a Joló, en 1851, o la Guerra del Pacífico, con Méndez Núñez bombardeando El Callao y Valparaíso “para reparar diversas ofensas”) son objeto de esmerada atención, pero las derrotas, algunas tan sonadas como Trafalgar, la Armada Invencible o los desastres de Santiago de Cuba y Cavite, en la guerra con los Estados Unidos que puso fin al Imperio español, pasan casi inadvertidas, si es que llegan a pasar en absoluto. Por su parte, el tratamiento de la guerra naval durante la Guerra Civil española es rigurosamente equidistante: se exponen el estandarte de Francisco Franco y la insignia de Miguel Azaña (aunque el lenguaje empleado para describirlos denota alguna parcialidad: el primero es “generalísimo de los ejércitos nacionales de Tierra, Mar y Aire”; el segundo, simplemente “presidente de la República Española”. ¿El ejército de la República no era tan nacional, o más, que es de los sublevados? ¿Y por qué “generalísimo” y no “presidentísimo”?), así como una bicolor franquista y una tricolor republicana, y una maqueta del crucero Libertad, buque insignia de la flota de la República, y otra del crucero Canarias, que formó parte de la insurrecta. Sesgado, como digo, pero suficiente, supongo.   

lunes, 7 de octubre de 2024

El Líber y la autoedición

Hacía tiempo que no acudía al Líber de Barcelona: en años recientes, no he recibido invitaciones de carácter profesional. Mi última participación en una feria internacional del libro fue durante mi estancia en Mérida como director de la Editora Regional de Extremadura, aunque entonces fui al Líber de Madrid, en IFEMA. Las ferias internacionales del libro —los encuentros profesionales, en general— siempre me han parecido aburridas: el lector que nunca dejo de ser —y el escritor que tampoco— echa de menos el contacto vivo con el libro y la literatura, no mediatizado por los intereses fabriles y comerciales. Sin embargo, mi presencia de hace unos días en el Líber fue todo menos aburrida. La Asociación Colegial de Escritores me había propuesto moderar una mesa redonda sobre las luces y las sombras de la autoedición en España, y yo había aceptado. Llegué a la Feria de Barcelona con mucha antelación y entretuve el tiempo paseando por los estands. La Feria estaba partida en dos: a un lado, las editorales y asociaciones; al otro, las empresas de impresión y artes gráficas. Como es natural, me concentré en las primeras, que mostraban el producto ya acabado, y entre los puestos reconocí a casi todos los grandes nombres de la edición española, a buena parte de los medianos y también a algunos pequeños. En el puesto de la editorial Almuzara se encontraba su fundador y propietario, Manuel Pimentel, exministro de Aznar, que se ha revelado como un editor audaz. Estaba solo. No lejos vi también a Chus Visor, que charlaba animadamente con una mujer en el pequeño espacio que había contratado. De hecho, Visor fue la única editorial solo o fundamentalmente de poesía con estand propio que vi. Rialp, dueña de la legendaria colección Adonáis de poesía, no enseñaba ni uno solo libro perteneciente a esta colección. En cambio, desplegaba generosamente sus títulos devocionales, como, de hecho, hacían también los muchos puestos de editoriales religiosas. Entre los expositores había numerosas asociaciones de editores regionales: valencianos, asturianos, andaluces, gallegos, castellano-leoneses... A la que no vi fue a Extremadura, que, como siempre, no contaba con ninguna representación en la Feria. Esta era una de las carencias enquistadas de la Editora Regional de Extremadura y de las pocas editoriales privadas de la región: su falta de participación en los principales encuentros editoriales y literarios nacionales. Según pude averiguar cuando trabajaba en Extremadura, participar era demasiado caro y, para hacerlo, se necesitaba una infraestructura organizativa que la Junta no tenía y que, por lo visto, sigue sin tener. Cuando hube recorrido la mitad, digamos, literaria, me di un paseo también por la otra, técnica e industrial. Y aspiré durante un buen rato los vapores fabriles que, pese a la asepsia de la tecnología digital empleada en casi todos los casos, emanaban de unos puestos en los que funcionaban grandes aparatos de impresión, que alumbraban imágenes coloristas y perfectas. Luego me dirigí a la sala de conferencias donde se iba a celebrar el encuentro. Participaban en la mesa tres personas: el editor de una distinguida editorial madrileña, dedicada sobre todo al arte y la historia, con una clara proyección académica; la directora de una escuela de letras también madrileña, que además es novelista; y la editora de una empresa de servicios editoriales donde los autores pagan por que se publiquen los libros que desean dar a conocer, y que es, según dicen, la empresa de estas características más importante de España, es decir, la que más libros pagados por los autores ha publicado. Yo, como ya he dicho, moderaba el debate. Lo que no me imaginaba es que lo que esperaba que fuese un acto plácido se convirtiera en el pandemonio en el que se convirtió, y que sirvió para hacerme consciente de lo olvidado que tenía el papel de moderador, de verdadero moderador, en una discusión pública. Presenté a los participantes y cedí en primer lugar la palabra al editor madrileño, que se expresó con moderación, aunque no dejó de manifestar la importancia que para él tenía el catálogo —la obra, realmente, de las editoriales— para la configuración de un proyecto literario y estético digno de ese nombre, que él no advertía en las empresas de servicios editoriales. Habló luego la directora de la escuela de letras, que no se anduvo con chiquitas y se lanzó desde el principio, como una mihura, contra el trapo rojo de la autoedición, subrayando, entre otras cosas, que como lectora tenía derecho a que los libros autofinanciados se identificasen como tales en las librerías, donde convivían con aquellos que no había sido sufragados por sus autores, para saber exactamente qué tenía entre manos y qué podía esperar de ello. Mientras hablaba, la representante de la empresa de autoedición manifestaba su incomodidad con crecientes muecas de dolor y cada vez más evidentes retorcimientos en la silla. Finalmente, tomó la palabra, y lo hizo para expresar su disgusto por que la hubieran traído a una encerrona, rodeada, como estaba, por tres personas contrarias al negocio que representaba. Hube de señalarle que yo era solo el moderador, que no había dado mi opinión, y que el tema de la mesa eran “luces y sombras de la autoedición”. A continuación, hizo una defensa vehemente de su negocio, apelando a la exquisita corrección que se hacía de los manuscritos financiados, a la distribución de sus libros con una de las grandes distribuidoras del país y hasta a la instauración de un premio literario propio, que reconocía al mejor libro publicado por la empresa cada año. La parte más divertida del asunto llegó cuando se le dio la posibilidad de participar al público, porque el público no era un conjunto ecuánime y desinteresado de personas, sino un grupo calentito en el que predominaban los autores que habían recurrido a la autoedición (algunos, en la empresa representada por esta editora) o que, pertinazmente rechazados por las editoriales, se planteaban recurrir a ella. Un hombre, en particular, se erigió en aguerrido portavoz de los que Umberto Eco llama, en un descacharrante capítulo de El péndulo de Foucault, “AAF”, es decir, autores autofinanciados. En su primera intervención, calificó lo que habían dicho quienes se habían mostrado contrarios a la autoedición de “discursos de odio”. Hay quienes, impregnados del peor espíritu woke y sin luces propias para advertirlo, no conciben que una crítica sea solo una crítica, por acerba que sea: cuanto no se aviene con lo que piensan ellos, es un discurso de odio. También otros asistentes tomaron la palabra para señalar diversas disfunciones de la edición, digamos, tradicional —aunque el editor madrileño se oponía a que se añadiera el adjetivo al nombre: quienes asumen el riesgo de editar libros por su calidad son, sencillamente, editores, no editores tradicionales—, que, a su entender, justificaba la existencia y utilidad de las empresas de autoedición, y uno de ellos, dedicado a este mismo negocio, puntualizó que él no se había sentido atacado por lo que habían dicho los miembros de la mesa, sino que entendía que se refiriesen al funcionamiento deficiente de muchas de estas empresas, que no se preocupaban por ofrecer a sus clientes los servicios con los que los habían cautivado, y por los que habían pagado. La cosa acabó con la intervención conciliadora del presidente de la Asociación Colegial de Escritores, que no criticó la razón de ser de las empresas de autoedición, pero que recordó la necesidad de regular el sector para que nadie, ni autores ni lectores, pueda llamarse a engaño ni verse frustrado en sus legítimas expectativas. Yo, como le dije a la ponente que se había sentido víctima de la encerrona, no di en ningún momento mi opinión, porque no era aquella mi labor, pero, de haberla dado, habría sido para suscribir, punto por punto, lo que habían dicho los ponentes contrarios a la autoedición, que me parece, en síntesis, una vía —muy provechosa para algunos— de satisfacer la infinita vanidad humana. Todo autor se considera un gran autor. Todos los que escribimos creemos que lo que escribimos es muy bueno, inmejorable, genial. Es irremediable: así funciona la psique humana. Pero cuando esa íntima e indestructible convicción se enfrenta al filtro de una lectura experta por parte de alguien con conocimientos, sentido de la literatura y capacidad para valorar lo estético, suele chocar con una realidad que le resulta inaceptable: lo que escribe no es lo bastante bueno; más aún, en la mayoría de los casos, es anodino, flojo o, digámoslo sin tapujos, muy malo. Y es ahí donde, para satisfacer su vanidad —o digámoslo ahora bonito: para cumplir su sueño—, se dirige a quienes le dicen que puede conseguirlo. Pagando un precio, por supuesto. Se llaman editoriales, pero son solo imprentas disfrazadas o, por volver a los eufemismos, agencias de servicios empresariales. Su criterio no es la calidad literaria, ni siquiera el interés comercial que la propuesta pueda tener: su único criterio es el dinero. Si el autor lo tiene y quiere pagarlo, cumplirá su sueño (y verá reconocida su convicción, o eso creerá el autor, de ser un gran literato). La literatura tiene poco, o nada, que ver con esto: aquí estamos frente a una mera transacción comercial. Lo que más me ha sorprendido siempre de la autoedición es que los autores crean que les beneficia. No es así: la autoedición les perjudica, y no solo porque han de hacer un desembolso importante. Les impone el estigma (que casi ninguno de ellos se quitará nunca de encima) de quien no ha superado el juicio ajeno —de quien no ha sido aceptado por sus pares en el proceloso mundo de la literatura— y ha tenido que recurrir al vil peculio para aparentarlo. A ello se suman, a menudo, los engaños, por no decir las estafas, que sufren a manos de esas mismas empresas que los han camelado con un sinnúmero de promesas para que les aflojaran la tarifa estipulada: no hacen las tiradas prometidas, sino mucho menores; no distribuyen los libros, salvo, quizá, en alguna librería cercana a la empresa; no hacen campañas de prensa, ni difusión por Internet, ni nada que se le parezca; no les liquidan derechos. Como si uno comprara un coche y se lo dieran sin ruedas ni motor. Pero el libro está publicado, eso sí. Y el autor puede distribuirlo orgullosamente entre amigos y familiares para ser visto, por fin, como alguien que regala su sensibilidad y su inteligencia únicas al mundo.

domingo, 29 de septiembre de 2024

La presentación de Ser de incertidumbre. 1994-2023

El próximo viernes, 4 de octubre, a las 18.30 h., presentaré mi poesía reunida, Ser de incertidumbre. 1994-2023, en la librería Enclave de Libros, de Madrid (c/ Relatores, 16), cuya amable hospitalidad agradezco a sus dueños, María y Pino. Me acompañarán en el acto el poeta y crítico literario Antonio Ortega, director de la colección de poesía de la editorial Dilema en la que se ha publicado, y el poeta, escritor, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y, sobre todo, buen amigo José Antonio Llera, responsable asimismo del prólogo del libro. En Ser de incertidumbre recojo toda la poesía que he escrito desde que me inicié en este atribulado oficio —salvo un primer cuaderno, titulado Razón de ser, que no me ha parecido digno de incluirse— en tres volúmenes: el primero, La respiración del mundo. 1994-2007, abarca desde Ángel mortal hasta Cuerpo sin mí; el segundo, La voz de la herida. 2008-2017, desde Seis sextinas soeces hasta Muerte y amapolas en Alexandra Avenue; y el tercero y último, La soledad. 2018-2023, desde Mi padre hasta Hombre solo, más una sección de poesía inédita o dispersa (en revistas o libros colectivos), los prólogos y epílogos de mis libros, escritos por mí o por otros autores, y una bibliografía. Toda poesía completa —o reunida, como en este caso— tiene algo de mausoleo, pero yo confío en que no se limite a cumplir esa luctuosa función, sino que devenga algo vivo y presente, como he querido que fuese siempre mi poesía.

Estos son los enlaces de los tres volúmenes en la editorial Dilema: 

https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023---tomo-i.asp

https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023--tomo-ii.asp

https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023--tomo-iii.asp

Y este es el enlace al acto de Enclave de Libros:

https://www.enclavedelibros.com/noticias/presentacion-de-ser-de-incertidumbre-poesia-reunida-de-eduardo-moga-18-30-h_635


miércoles, 25 de septiembre de 2024

La poesía en los institutos de enseñanza secundaria: mucho más que una materia de estudio

Las revistas han sido uno de los principales cauces de difusión de la literatura en el siglo XX. Brillaron con fuerza en la época de las vanguardias, desde la primera década de la centuria hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y mantuvieron su vigencia tras esta, hasta que, poco a poco, cedieron su protagonismo al universo digital, que asumió su papel de avanzada y experimentación, y que ellas mismas abrazaron, abandonando el papel por el silicio, en la última década del siglo XX y la primera del XXI. En sus mejores años, los de la bohemia y los ismos, y, después, los de las posguerras, autores que tiritaban de inéditos se arrebujaban en sus páginas para procurarse algún calor y para mostrar al público —aunque no lo hubiera: Pound decía que le bastaba con unos pocos lectores, con uno, con ninguno— el fruto simpar de su estro. Igualmente, escritores consagrados probaban o anunciaban sus creaciones en las páginas de las revistas, que también servían para suscitar el debate estético o la polémica literaria, o se erigían en banderas o megáfonos de grupos poéticos que se atrincheraban en sus cabeceras.

El destino de las revistas solía ser fugaz, porque quienes las costeaban eran, casi siempre, los propios autores. Y los escritores, ya se sabe, nunca han sido ricos, sino, más bien, como decía Valle-Inclán, impecunes y hampantes. Algunas revistas solo publicaron unos pocos números, o uno, o, demostrando la misma querencia por los happy few que el viejo Ezra, ninguno. Y eso no las desprestigiaba; al contrario, las ennoblecía. Pero también había revistas que gozaban de una larga vida —o que no morían de inanición nada más nacer— si alguna institución las acogía o amparaba. En España —y esto constituye una singular tradición hispánica—, uno de esos mecenas de las revistas literarias han sido los institutos públicos de enseñanza. Así sucedió con una de las más importantes en el panorama poético español del primer tercio del siglo XX: Carmen. Revista Chica de Poesía Española, que se entregaba acompañada de Lola. Amiga y Suplemento de Carmen. Ambas las fundó y dirigió el poeta Gerardo Diego, y en ellas colaboraron casi todos los autores de la recién nacida Generación del 27. Los siete números de Carmen y Lola —la segunda era una separata desplegable que solía reservarse para sátiras y jinojepas— se publicaron en el exiguo lapso de seis meses: el primero, en diciembre de 1927, y el último, en junio de 1928. Un periodo muy breve, sí, pero suficiente para que García Lorca publicase varios poemas, como «Soledad» o «El emplazado» (en el número 2, de enero de 1928, unos meses antes de que viera la luz en el Romancero gitano, donde aparece dedicado a su enamorado Emilio Aladrén), Luis Cernuda diera a conocer una larga «Égloga» (que se incluiría en la primera edición de La realidad y el deseo, en 1936) y un «Homenaje a fray Luis de León», y Alberti publicara asimismo algunos poemas suyos, como «Seguidillas a una extranjera», «Los dos ángeles» o «El ángel de los números» (cuyo título aparece erratado en la revista: «El ángel de los número [sic]»), los dos últimos pertenecientes a Sobre los ángeles, uno de sus mejores libros, publicado en 1929. Carmen y Lola no son, en rigor, publicaciones del Real Instituto de Jovellanos, de Gijón, donde Diego ejercía entonces de catedrático de Literatura, pero el poeta se presenta en la página de créditos con esa mención al lado de su nombre y su cargo: «Real Instituto de Jovellanos, Gijón», se apoya en los recursos y las aulas del centro para componer la revista, y recurre, como secretario-administrador, a un exalumno suyo en el Instituto, y luego brillante poeta, Luis Álvarez Piñer, que también publicará algunas composiciones en la revista. En Carmen ven asimismo la luz tres piezas de otro exalumno de Diego en el Jovellanos, Basilio Fernández, que ayudará también en las tareas administrativas. Estos poemas de Basilio, «Última hora», «Aura» y «Pepita de fruta», ferozmente ultraístas, presentan la singular característica de ser los únicos que publicó en vida su autor —junto con otro en la revista vanguardista Meseta y uno más en el suplemento literario del periódico Il Mare, dirigido en Rapallo por nuestro viejo conocido Ezra Pound—, a quien pronto se le truncó el deseo de ver su obra impresa, pero no de escribir poesía: siguió haciéndolo toda la vida, en secreto, mientras durante el día despachaba vino, patatas y queso en un negocio familiar de ultramarinos en el viejo Gijón. Tristemente, la brevísima presentación que Gerardo Diego escribió para presentar al joven poeta apareció, distraída, dos páginas antes, entre un poema de Pedro Salinas y otro de Adriano del Valle, en lugar de encabezando los versos de Basilio.

Dando un gran salto de sesenta años, encontramos otro ejemplo de revista literaria que ha encontrado sostén en un instituto de enseñanza secundaria, pero esta vez pleno, como se deduce de su propio título: Cuadernos del Matemático. Revista Ilustrada de Creación. Este «matemático» es Pedro Puig Adam, cuyos apellidos dan nombre al Instituto Puig Adam, de Getafe. Aquí se publicó Cuadernos del Matemático entre 1988 y 2018: fueron treinta años, cincuenta y ocho números y dos suplementos. Creó y dirigió la revista el poeta y profesor Ezequías Blanco, cuya presentación editorial, deliciosamente mecanografiada (eran tiempos analógicos, todavía) en el número 0, no puede ser más elocuente: «A veces al matemático se le saltan los números y le caen por las mejillas; entonces, el pensamiento lógico, esa excelencia laica, le anega la mirada y, desde la blanda nube que cierra el ojo mágico de nuestro alma pater, el símbolo abandona suave las correspondencias exactas, esos deliquios juveniles (…). Al matemático le gusta el juego, todos los juegos (…). A poquitos, cuando tiene su casa sosegada, va llenando sus cuadernos con ansias de varia lección, de varia voz, de ámbito diverso. (…) Estos son sus cuadernos, sus papeles en secreto secretados; caben aquí todas las voces, todos los ecos, todas las melodías».

Cuadernos del Matemático —que también tenía separatas, Lavarquela y Les Cressons Bleus, como Carmen tenía a Lola— se convirtió en uno de los medios más hospitalarios de la poesía española. Con un diseño gráfico variable —era una revista ilustrada: destacados artistas compusieron sus portadas e iluminaron sus páginas interiores— y numerosas secciones, acogió a todos los poetas relevantes del momento y a un sinnúmero de autores bisoños, noveles, inéditos, principiantes o desconocidos. Así como Carmen había publicado a poetas contemporáneos, pero también a grandes autores de la tradición áurea española —Gabriel Bocángel, Bartolomé Leonardo de Argensola, Juan de Jáuregui, fray Luis de León—, Cuadernos del Matemático optó por dar protagonismo, además de a la poesía presente, al ensayo literario y la traducción. Sus páginas alojaron versiones de Catulo y Menandro, de Mallarmé y René Char, de Mario Luzi y Rita Baldassarri, de Swinburne y D. H. Lawrence, entre muchas otras, siempre realizadas por traductores diligentes, como Ramón Irigoyen, Carlos Vitale o el propio Ezequías Blanco. Su cierre, en el número triple de marzo de 2018, se justificó de un modo muy distinto a su apertura —burbujeante, lúdica, neovanguardista—, con una lacónica nota al pie de un amargo editorial, «De la poesía de hoy», que refleja un cansancio y una desilusión inocultables. «No es cierto que hoy haya más poesía que nunca. Lo que hay es mucha más gente que se dice poeta», escribe Ezequías Blanco. Y continúa: «Recordaríamos a Bécquer, pero al revés, y, en vez de armar podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, diríamos que podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas. Lo que hay es mucho verso suelto por ahí, muchos renglones en fila, como también van en fila las procesionarias del pino y no por eso nos arrimamos a ellas. Ya lo dijo el gran Quevedo en la premática de 1600: En los poetas hay mucho que reformar, y lo mejor fuera quitarlos del todo; mas porque nos quede de quién hacer burla, se dispensa con ellos; de suerte que, gastados los que hay, no haya más poetillas».

Ajeno a este sentimiento desengañado, aunque no desconozca la mucha poesía adocenada y tardoadolescente que se escribe en nuestros días, el también poeta y profesor Juan Luis Calbarro ha lanzado una nueva revista que se pone al amparo de un instituto de enseñanza secundaria, el IES José García Nieto, de Las Rozas, en Madrid, y que cuenta asimismo con el apoyo del ayuntamiento de la ciudad. Un amparo que parece muy coherente en este caso, dado que García Nieto fue autor de una obra apreciable, fundador y director de la revista Garcilaso —renacentista y conservadora—, ganador de algunos de los premios literarios más importantes de su (y nuestro) tiempo, como el Adonáis, el Nacional de Literatura (dos veces) o el Cervantes, miembro de la Real Academia Española, y también, al decir de sus viperinos contertulios del Café Gijón, «el poeta mejor peinado de España». Esta revista es Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento, fundada en diciembre de 2023 y empeñada, dice su director, «en que la literatura no sea solo una actividad más o menos reconocida, sino también una actitud ante la vida, una forma de estar en el mundo: la poesía como gesto intangible, insustituible, necesario». Hasta el momento, han aparecido tres números. Gesto se presenta como una revista literaria, humanística y multidisciplinar, en la que la poesía tiene un papel protagonista, pero en la que tienen acogida también, y con holgura, la prosa, el ensayo, el aforismo, la traducción y la crítica. El apartado gráfico es escueto pero relevante. Además de lucir unas cubiertas coloristas y aun así elegantes, cada número incorpora una serie de imágenes destacadas: el número uno, por ejemplo —cuya cubierta reproduce el óleo Bajo la pérgola, de Oscar Bluhm—, cuenta con una fotografía, a página entera, de Luis Alberto de Cuenca, colaborador en este número inaugural y miembro de su consejo de redacción (del que también forman parte otros autores relevantes, como Tomás Sánchez Santiago y María Ángeles Pérez López), observando desde muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano, la vera efigie de Francisco de Quevedo presente en su despacho de director de la Biblioteca Nacional cuando De Cuenca ejercía esta función, y otra imagen, también a página entera, de Ana Blandiana, la poeta y escritora rumana que contribuye al número con cinco poemas de su libro El ojo del grillo. Dado el carácter abierto de la revista, la nómina de colaboradores es amplia y diversa en estilo e intereses. En el número dos, Jaime Siles aporta un «Soneto pandémico»; Jordi Doce, un ensayo sobre la mejor manera posible de traducir un verso de La tierra baldía, de Eliot, a la luz del «y me quedé no sabiendo» de San Juan de la Cruz; y José María Micó, «Dos fragmentos de la Jerusalén liberada: Tancredo y Rinaldo en la floresta mágica», sobre la gran obra de Torquato Tasso. Y en el tercer número, y de momento último, se publican «Tres poemas inéditos y una coda con Monet», de la poeta venezolana Edda Armas; una antología de la poeta Marta Agudo, fallecida hace poco más de un año, y un «Recuerdo de Marta Agudo», firmado por quien fuera su compañero, Jordi Doce; y un largo poema inédito de Tennessee Williams, «El final de la larga visita» (The Long Stay Cut Short), recuperado de los archivos del Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin y traducido por Juan Luis Calbarro.

[Este artículo se publicó, con el título de «Poesía en las aulas, entre la pizarra y la imprenta», en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, nº 447, el 21 de septiembre de 2024, pp. 1-3].

viernes, 20 de septiembre de 2024

¿Qué han hecho los inmigrantes por nosotros?

El otro día, un amigo con el que estaba comiendo en un restaurante japonés —lleno, por lo tanto, de inmigrantes orientales— me sugirió que escribiera una entrada en el blog sobre el problema —así lo llamó él— de la inmigración. Y me he decidido a hacerlo. Enumero a continuación las razones por las que creo que deberíamos siempre dar la bienvenida a los emigrantes.

Todo ser humano, por el hecho de serlo, tiene derecho a vivir donde quiera. El planeta es de todos, y todos deberíamos poder movernos por él como nos pluguiera. Estados, fronteras, leyes y policías han venido después de ese derecho y deben adaptarse a él, no al revés. Este derecho está recogido, aunque no con la amplitud que debiera, en los arts. 13 y 14 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, según los cuales “toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y “a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”. “En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”.

El hombre es un ser migrante, más aún, un ser al que la emigración ha convertido en lo que es. Hace millones de años, los primeros homínidos emigraron de los árboles a las llanuras. Luego, ya erigido en especie, siguió emigrando: de África a Eurasia y de Eurasia a América. La historia de la humanidad es una historia de emigraciones, que llegan hasta hoy mismo: los Estados Unidos de América, desde los padres fundadores emigrados de Inglaterra que se establecieron en el norte y los españoles emigrados de la península que remontaban la Florida desde el sur, pasando luego por irlandeses, italianos, chinos e hispanos, se han constituido con emigrantes: sin ellos, no existirían; ocho millones de venezolanos han emigrado de su país durante el chavismo; dos millones de cubanos lo han hecho desde la Revolución. La lista es interminable.

España ha sido, desde el descubrimiento de América, y hasta hace bien poco, un país de emigrantes. Tras la llegada de Colón a aquellas tierras, exportó a cuantos compatriotas pudo para evitar que se murieran de hambre en los eriales de la patria, y siguió haciéndolo durante tres siglos. Tras la Guerra Civil, medio millón de republicanos hubieron de emigrar a la fuerza a Francia para no ser arrollados por el fascio vencedor. En la posguerra y hasta bien entrados los años 70, el franquismo siguió aliviándose en Europa de gente a la que no podía mantener: millones de españoles se desperdigaron por Francia, Alemania, Suiza y Holanda para hacer los peores trabajos de aquellos países y garantizarse así un futuro mejor para ellos y sus hijos, y sus remesas de dinero fueron fundamentales para sostener la economía nacional. Aún hoy, en que España recibe a numerosos inmigrantes de países menos afortunados, muchos científicos y profesionales españoles han de emigrar a Europa o los Estados Unidos para ver reconocidos sus méritos y labrarse una carrera digna. Los españoles, que nos hemos acogido siempre a la emigración para sobrevivir, no tenemos ninguna autoridad moral para impedir a otros que hagan lo mismo en nuestro país.

Yo soy hijo de la emigración. Nací en Barcelona, pero podría haberlo hecho en una miserable aldea oscense si mi abuela, cuyo marido era uno de aquellos republicanos que había tenido que cruzar la frontera para evitarse un paseo de madrugada, cortesía de los fascistas, no hubiese cogido a sus dos hijas pequeñas de la mano y emigrado a Barcelona a finales de los años 40, en un tren apestoso que las dejó en una sombría estación de Francia, llena de ruido y hollín. En Barcelona, se embutieron en un piso donde ya malvivían unos parientes. Mi abuela trabajó muchos años limpiando de noche una residencia para subnormales (así se llamaban entonces, con toda brutalidad) en la zona alta de la ciudad, y mi madre empezó a trabajar en una fábrica de embalajes a los doce años: con los deditos de niña que tenía, montaba de maravilla las cajas para los artículos de maquillaje y cosmética de las señoras bien de la ciudad. Mi padre también era hijo de una aragonesa y de un aranés emigrados. Él tuvo que robar peras en los huertos de Montjuïc durante la posguerra para que su madre y sus hermanos pudieran comer, aunque no pudo evitar que uno de ellos muriera de tuberculosis.

Acoger a la inmigración es un deber moral. Quienes vienen de otros países, a menudo arriesgando la vida y gastando la poca hacienda que hayan podido reunir —que sirve para pagar a los desalmados que se lucran con su desgracia—, merecen nuestra compasión y nuestra ayuda. Son seres humanos que sufren y que luchan por una vida mejor, y es obligación de quienes nos encontramos en mejor situación ayudarles a lograrlo. Y no hace falta ser cristiano, o creyente de cualquier otra confesión, para actuar así. Curiosamente, los cristianos —seguidores de aquel que predicaba que había que vestir al desnudo y dar de comer al hambriento— son los que más ferozmente se oponen a los inmigrantes.

La inmensa mayoría de quienes vienen a España, vienen para trabajar, y para trabajar en las ocupaciones que los españoles no quieren hacer ya: las mujeres hispanoamericanas, en el cuidado de niños y mayores; las mujeres norteafricanas, en la limpieza; los hombres norteafricanos, en la construcción; los subsaharianos, en el campo, entre muchas otras especializaciones. Y en no pocos de estos trabajos, con injusticia flagrante, son explotados por sus empleadores, o no se les da de alta en la Seguridad Social, o se les maltrata y abandona cuando ya no rinden lo suficiente.

Desde una perspectiva utilitaria, que no tiene por qué ser ajena al debate, los inmigrantes convienen a los países desarrollados, y en particular a España —una nación envejecida, con familias menguantes, que tienen más perros que hijos, y un sistema de pensiones que necesita el sostén ininterrumpido de nuevas generaciones— porque aportan cosas que nos faltan: niños, mano de obra, cotizantes. Los inmigrantes de hoy —a los que hay que exigir que trabajen, que paguen impuestos y que cumplan las leyes— son los mantenedores de las pensiones de mañana. También nos enriquecen culturalmente, y eso es muy bueno.

La asociación entre inmigración y delincuencia es un bulo de la derecha, tanto liberal como extrema (al igual que la leyenda urbana de que los inmigrantes consiguen todas las ayudas y consumen gratis los servicios que pagamos con nuestros impuestos, cuando es exactamente al revés: gastan menos sanidad, por ejemplo, porque son una población joven que la necesita menos que los avejentados españoles, porque en muchos casos desconocen esos servicios, que en su país apenas existen, y porque, también con frecuencia, no quieren utilizarlos por pudor o para que no les perjudique en su propósito de quedarse en España). Nuestro país tiene hoy, según datos oficiales, del INE y del CIS, casi 49 millones de habitantes, de los cuales 8.200.000 han nacido en el extranjero. La población reclusa, en todo el país, es de casi 59.000 personas. De estas, 40.400 son españoles y 18.500, extranjeros. Es decir, los delincuentes convictos extranjeros son el 0,23% de todos los extranjeros residentes en España, y el 0,038% de la población total del país. Por su parte, los menas, a los que las derechas, la supuestamente civilizada y la filofascista, simplemente irracional, consideran una panda de okupas y de violadores, si no algo peor, cuando en realidad son 13.400 menores de edad desamparados y necesitados de la protección que les garantiza la Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por España en 1990, solo representan el 0,027% de los habitantes de este país. Es un magro consuelo, pero al menos nadie ha dicho todavía que se coman a los gatos y los perros de los vecinos.

El racismo, siempre subyacente en la hostilidad a la inmigración, aunque no guste reconocerlo, es un fenómeno universal que se explica por razones evolutivas. La percepción de las características físicas propias de otros grupos humanos ha constituido, a lo largo de los millones de años de la historia del hombre, una señal de alarma que favorecía la supervivencia del grupo, y hemos incorporado esa prevención a los estratos más profundos de la conciencia hasta convertirla en una suerte de fobia: algo parecido a lo que muchos sentimos cuando vemos, de pronto, una serpiente. La cultura todavía no ha logrado enmendar esa fobia, aunque algo hemos avanzado. Pero tardaremos: las cosas que la naturaleza ha sembrado en nosotros durante tanto tiempo son difíciles de erradicar. Se trata, pues, no de abundar en lo que hoy ya no es más que un prejuicio asentado en el hipotálamo, sino de sacarlo a la luz y combatirlo con las armas de la razón, la ética y la compasión, que viene de cum passio: de sufrir con el otro, de experimentar su dolor.

La inmigración, para el espíritu esclerótico de las derechas, es el nuevo chivo expiatorio: el fenómeno que explica todos los males que nos aquejan y cuyo sacrificio supone una catarsis colectiva. Aunque no es nuevo, en realidad: los metecos siempre han pagado por las culpas de sus anfitriones. Los judíos son el paradigma del emigrante, porque han sido emigrantes desde siempre: durante dos mil años, han vagado de un lugar a otro y sufrido pogromos y expulsiones, hasta alcanzar el sádico paroxismo del Holocausto. Quienes imputan a los inmigrantes los males que padecemos, cometen una fechoría ética: fijan la atención en el que está abajo y no en el que está arriba; condenan a la víctima —de la guerra, de la persecución política o religiosa, del hambre, de la miseria: de las injusticias de la economía de libre mercado y del orden político mundial— y no al victimario, que son la economía de libre mercado (y sus privilegiados muñidores) y el orden político mundial (y sus gerifaltes y adláteres).

Las causas de la emigración son muchas. Pero una es la miseria sin esperanza en la que viven muchos países, que expulsa a su gente de sus fronteras. Y para que esa miseria exista, y tenga todos los visos de seguir existiendo, ha sido fundamental el daño que ha causado a buena parte del globo la economía capitalista, con los brazos armados de la esclavitud y el colonialismo, que durante siglos ha deshecho las comunidades autóctonas de cuatro continentes, expoliado sus recursos naturales, establecido y modificado fronteras a conveniencia de las metrópolis, instaurado y mantenido regímenes corruptos (a los que se sigue sosteniendo hoy) y, en fin, asesinado a millones de personas. Durante siglos, los europeos hemos emigrado al mundo como conquistadores y colonizadores, y campado por él a nuestro antojo. Ahora, en cambio, cuando son los hijos de aquellas tierras que una vez fueron nuestras, y que nos enriquecieron a su costa, los que emigran a nuestros países, rechazamos que hagan lo que nosotros hicimos libre y cruelmente.

Leído en el Mongolia de septiembre de 2024: “Pero además de construir nuestras casas, cultivar nuestras hortalizas, recolectar nuestras frutas, cuidar de nuestros mayores, arreglarnos la boca, cocinar nuestras comidas, atendernos en las tiendas, enseñarnos a bailar, diseñar nuestras ropas, atendernos en urgencias, ganar medallas olímpicas, descubrir nuevos tratamientos, limpiar nuestras casas, traernos nuestros pedidos a domicilio y pagar nuestras pensiones, ¿qué han hecho los inmigrantes por nosotros?”. 

Pues eso.

domingo, 15 de septiembre de 2024

Atardecer en Chalamera

[RUMOR ABROJO]

Ermita de Santa María de Chalamera.
16 de agosto de 2024, al atardecer.

Rumor abrojo.
Caligrafía espinosa, como las nubes.
Dos pájaros lamen el aire. Un coche, lejos, lo lija.
Veo el ocre crecer y disolverse
en ese mismo crecimiento,
                                                 absorbido por un azul                                                                                  [dolorosamente 
blanco.
Emboscado de gris y gordolobo, las abejas me espían
y los capiteles, poblados de figuras oblongas,
zumban, acuciados por un sol que no se pone.
Las bestias y las plantas resisten rayos y ruidos
con el estoicismo de la jara
y una sonrisa hirsuta.
                                        Pero es indócil esta quietud.
También las rocas lo son. Y el tremoncillo.
El aire, detenido en la espadaña doble y muda.
Un disparo, como una pincelada furiosa
en la transparencia fugitiva del río.
Colofón de verdes contusos por el cierzo
y terraplenes fecundos de cascotes.
                                                                Herida de aridez.
Sombras que percuten, entre flejes de luz, como si escaparan
de una oscuridad reprobable y se acomodasen
en un laberinto de trementina.
Un silencio secular me sosiega. Es un silencio violento.
Tiene grietas en las que cabe un monstruo, una hormiga.
Una paloma torcaz se sumerge en la luna.
(La luna, atada a su palidez,
baila, inmóvil).
                            Un camión, enfangado en asfalto.
Aparto sin convicción una lata de cerveza vacía, a la que escolta
un plástico. Hay otro más allá.
Miro cuanto surge del lápiz rojo como si me oyera cantar
con la lengua cercenada.
                                             Cerca, la humedad
encerrada en una balsa erizada de juncos,
en un depósito también de plástico que aplaca la sed insolente
de los trabajadores que construyen algo junto a los viejos
                                                                                         [muros,
en las manchas de orina vieja de los jóvenes
que se han bebido la cerveza.
Acuden los insectos desde el horizonte,
cada cual más gordo, más alfiler,
                                                            más escándalo.
Es glauca esta quietud. Está hecha de polvo
y romero.
                  El pueblo se despinta:
lo destiñe el roce impávido del atardecer.
Una culebrilla me acaricia los ojos.
No oigo a las piedras, pero hablan.
Qué solitaria explosión de sillares.
El río, tan cerca, se aleja con la luz (viaja en ella:
hunde el hocico en la balumba aceitunada de los álamos).
Un chopo, solo.
Una transitoria bandada de chirridos.
                                                                     Pía un conejo.
                                                                                               Brinca un
                                                                                                [vencejo.
Me asombra el fuego enlentecido por el caer de las horas,
la claridad que se disgrega en un cielo de arena,
la paciencia del tiempo.
                                           Me asombra estar aquí, entre hojas con
                                                                                                  [hambre;
me asombra el lenguaje que se aferra a un aire que se
                                                                          [ensombrece
Frente a las arquivoltas, pacas de paja.
Mi abuelo no murió aquí, pero murió desde aquí.
                                                                                          Como mi
                                                                                            [madre.
Un insecto escarlata escolta al lápiz rojo en el cuaderno negro.
Antes, por el camino, pasaban burros y hombres.
Ahora no pasan ni unos ni otros.
Solo yo acudo a la llamada de esta soledad
cuyas fisuras denuncian el torpor de la tierra
y su voluntad de vida. Me sumo a ella.
Sigo escribiendo a la sombra de algo que nace y muere cada
                                                                                                    [día.
Lo hará hasta que el sol deje de ponerse
y los tábanos solo desangren a las piedras.
Me observan las farolas inanes que los munícipes han
                                                                               [instalado
para facilitar el desvelamiento del mundo.
La luna se ha desnudado y se ha encendido.
Su piel sonríe plata.
                                    Bebo el zumo de los élitros
y me rasguña la tenacidad del esparto.
Pero es mortecina la cadencia de las cosas
e indistinguible si el viento
trae la noche o se lleva el día.
Los zumbidos se afilan, como si una soledad gredosa
estrangulase a las moscas.
Nada me duele cuando escribo, aunque descanse en piedras
                                                                                           [apiladas.
Cuando escribo, rodeado de nada, eludo la nada. La abrazo.
Los mosquitos me golosinean.
                                                        Esta tierra vive, pero nunca deja
                                                                                                [de morir.

martes, 10 de septiembre de 2024

Dos y muchos (dos libros de María Baranda)

A la amplia y sustanciosa obra de María Baranda (Ciudad de México, 1962), acelerada en años recientes con títulos como Teoría de las niñas (2018), Cañón de Lobos (2021), Un leve aullido bajo la arena (2023) y La inmensidad (2023), se acaban de sumar dos nuevos poemarios, Sombra y materia y Deslumbrantes campos de hielo, que confirman una poesía a la vez sedosa y erizada, tejida de preguntas a las que es imposible dar respuesta, filosófica, aunque enraizada en las experiencias materiales del amor y la familia. 

Sombra y materia (Madrid-México, Vaso Roto, 2023, 81 pp.), un libro fuertemente especulativo, aunque nunca renuncie a la materialidad de un lenguaje carnal, que suda y sangra, dibuja el combate, o la cópula, entre las dos caras del ser: lo que se percibe y lo que se intuye, lo que tocamos y lo que imaginamos, lo que queremos y lo que somos. La sombra dice cuanto se embebe en el envés de las cosas y fertiliza la conciencia: la ahonda, la afila; la sombra nombra y recrudece el ser. Una cita de Paul Celan, uno de los poetas que más ha influido en Baranda, encabeza la segunda y última sección del libro, que contiene dos largos poemas, de aliento bíblico y enumeraciones burbujeantes de metáforas: «Quédate ciego desde hoy: / también la eternidad está llena de ojos». El rumano apela a la tradición ancestral de la ceguera iluminadora, presente en Tiresias, Edipo, Gloucester y el ciego del Lazarillo, a la que también se acoge Baranda, aunque otra cita suya habría sido igualmente reveladora del espíritu que alienta en Sombra y materia: Wahr spricht, wer Schatten spricht, ‘dice verdad quien dice sombra’ (José Ángel Valente tradujo «dice la verdad quien dice sombra», pero el artículo desequilibra y empequeñece). También la mística, y, singularmente Juan de Yepes, subyace en el afán por decir lo que sabemos que late en el fondo del lenguaje, para iluminar la oscuridad que es vivir, pero que desesperamos de alcanzar, por más que exploremos vías desconocidas y subvirtamos las palabras con el deseo de encontrar otro camino al corazón de la existencia. En la sombra está la verdad —la certeza de nuestra levedad—, frente al imperio de la luz y la pujanza de la materia, y cuanto se arracima en ella: el miedo, la soledad y la muerte, pero también el amor. La sombra inaugura los poemas: «Abre sombra…» dicen los dos primeros del libro; «deja sombra…» reza el tercero; «sombra en el grito…» empieza el cuarto. La sombra protagoniza el anverso de la moneda cuyo reverso es la materia y, a veces, adquiere tal firmeza que desbarata el binomio aristotélico y cobra entidad material. Entonces se personifica: «Vi pasar la sombra en el declive de la saliva (…) / La vi al comienzo / —tan ciega entonces— / suspendida / donde las estaciones / son ahora el filo / de la lengua en los sentidos. / (…) Dice la sombra entonces: / lo que sucede es la chifladura / o el capricho (…) / A galope, entonces / sombra / que te levantas / obsesionante / en tu palabra crítica». Las alusiones, aquí, a la saliva, la lengua, el decir y la palabra remiten al campo primordial en el que se libra la batalla entablada por Baranda: el lenguaje. Porque sin lenguaje no hay realidad ni comprensión de la realidad; porque en el lenguaje se verifican el conflicto de ser y nuestra humanidad. El de Sombra y materia da cauce a una poesía a un tiempo fluida y quebrantada, a ratos caudalosa, más atenta a su desenvolverse libérrimo que al respeto por los reglamentos de la dicción; una poesía que se rebela contra las ataduras y se destripa en la página, sin más límites que los que decida tener en cada verso. «Todo es lengua» y «todo se nombra», escribe Baranda; pero también: «El vocabulario dice lo impropio». La poesía de María Baranda, urdida con paradojas y repeticiones, con asociaciones libres y juegos sonoros, con aliteraciones y símbolos, avanza por derroteros siempre imprevistos: por donde no se la espera, como debe ser. Y sirve a su propósito último: progresar en el conocimiento de lo que no se deja conocer —el mundo y nosotros mismos—, pero que, aun así, proyecta una luz genésica sobre todo: «Estaba el germen de la desesperación / y la desesperación estaba / en la punta de la lengua, / al paso siempre de una palabra nueva / que nos guiara más allá de nosotros / en nosotros mismos». 

Deslumbrantes campos de hielo (Morelos, Odradek, 2023, 87 pp.], cuyo título está tomado de Marianne Moore y que viene con las imágenes de planos geométricos de Geometría descriptiva, de Adrián Giombini, publicado en 1942, comparte el espíritu inquisitivo y desconcertante de Sombra y materia, y los trastrueques sintácticos que caracterizan a este poemario, pero no persevera en la dualidad que lo estructura, sino que se aventura a multiplicarla. Ahora es la pluralidad de planos —temporal, espacial, existencial— la que articula el poemario: el encaje o dislocación de los sentimientos, los actos y las vidas, metáfora de los conflictos a los que estamos abocados en el transcurso zigzagueante del tiempo; una pluralidad que encuentra su traducción gráfica en los fantásticos —y solo comprensibles por los geómetras— dibujos de Giombini. Para significar esta turbulenta multiplicidad, Deslumbrantes campos de hielo cuenta una historia, aunque no sabemos cuál, ni falta que hace. El texto de contracubierta dice que esa historia «nunca empieza y jamás termina», y dice bien: el hilo argumental es una sucesión de fragmentos surgidos in media res, que saltan de un año a otro, de una lugar a otro, y en los que fulge una oscura constelación de personajes: la tía Serafina, el señor Plinio, la Tuerta Jerry, los padres y los abuelos de la poeta, una gata que hace pis, el señor de las gafas. También reconocemos un cementerio, que aparece al principio («ve a Dios en un caracol que se arrastra entre lápidas. / […] Ahí, dos ángeles custodian a un muerto») y al final del libro («esa palabra los conduce de nuevo al cementerio / donde está el muerto de antes custodiado en su tumba / por los mismos ángeles»), y que trasluce las ideas de muerte y resurrección por la palabra que atraviesan la obra de María Baranda. A veces cree uno que el libro relata una fuga; otras, que describe un mundo: una calle, un barrio, una familia; otras, le parece captar, aquí y allá, las llamaradas y las cenizas de un amor, quizá trágico, y de algunos episodios eróticos: «juegan a darse besos y a tocar la pistola. / Me gusta mucho sobarte, le dice la tía Serafina al señor Plinio». María Baranda remacha la recurrencia de los caracteres con la de las imágenes —«cielo rojo sin estrellas», una imagen tan sanguínea como pesarosa, recorre todo el poemario—, las anáforas y conexiones entre los poemas, y series de piezas que cabe considerar variaciones de un mismo tema; un conjunto de mecanismos que redondean un poemario cubista y fracturado, y le proporcionan una inesperada unidad. También lo cohesiona el protagonismo del lenguaje empleado por la poeta. En toda literatura, el lenguaje es protagónico, pero no del modo en que lo es en Deslumbrantes campos de hielo: aquí se convierte en un actor más del mismo teatro, en una realidad separada y autónoma de la realidad que refiere: «El horizonte eran sílabas estáticas / y una línea de verbo y sangre, / cristales rotos en palabras. // Dijo: esto, la poesía», leemos en el segundo poema del libro. Más adelante, María Baranda nos habla del «rumor gramatical de toda angustia» y de muchas palabras individuales, que adquieren hechuras de sujeto y aparecen en el poema como actores que saltaran al escenario: trabajo, dinero, peligro, silencio, río, ahogarse, olvido. En un poema de cuatro versos (la variabilidad formal de Deslumbrantes campos de hielo es coherente con su complejidad estructural: contiene desde monósticos hasta poemas en prosa), averiguamos que el señor de las gafas se esconde detrás de la palabra «amenaza», «una palabra muy difícil, dice la tía, porque realmente / no se sabe qué significa», una palabra que es una «yegua en la página». El miedo asociado a palabras como «amenaza» aparece a menudo en el poemario, pero Deslumbrantes campos de hielo no transmite temor, sino un sosiego tumultuoso, una alborotada aceptación de lo que nos perturba y nos conmueve.

[Este artículo, con el título de «Dos y muchos», se ha publicado en Letras Libres, n.º 274, julio de 2024, pp. 54-55].

martes, 3 de septiembre de 2024

Elogio de la anulación del yo

El yo es un fardo muy pesado, y es casi imposible quitárselo de encima. Ahí está siempre, mangoneándonos la conciencia, asaltándonos con deseos, acogotándonos con recuerdos o, lo que es peor, con esperanzas, que son vislumbres del futuro —y el futuro es mucho más agobiante que el pasado, porque alberga la única certidumbre que nos acompaña; y toda certidumbre ahoga—. El yo es lo único que tenemos, todo lo que tenemos. Aunque sea tan poca cosa, aunque no sea nada. Pero parece una montaña. Además, una montaña viva, que se desdobla, que a veces incluso se multiplica en una multitud de seres irreconocibles. El yo es una materia lábil, pero resistente. Y proteico: está en todas partes, incluso en la nada que somos, y desde todos los rincones, revistiendo todas las formas, nos susurra sus tinieblas, sus necedades. El yo se ahínca en la carne, o quizá sea más exacto al revés: la carne se ahínca en el yo, porque el yo es una horma inmaterial, un molde sin paredes que aspira, contra todo pronóstico, a sobrevivir a los naufragios. Pero también arraiga en el tiempo, y camina a nuestro lado, o nos sobrevuela, o nos atraviesa, aunque no lo reconozcamos. ¿Quién es ese que me mira sin rostro, que, no obstante, me resulta vagamente familiar, pero cuya sonrisa solo me inspira temor o desconcierto? ¿Quién es el que hace el amor cuando lo hago yo? ¿Quién, el que permanece despierto cuando no puedo dormir? ¿Quién, el que me susurra malquerencias cuando otro, acaso él mismo, me sugiere que sea compasivo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué está él? ¿Dónde soy yo? ¿Cuándo soy? El yo oprime con su cargamento de fiebres y flaquezas. Nada es imperfecto que no me pertenezca. Nada que llore, o que implore consuelo, o que muera por compañía, no soy yo. Todo se amontona en el yo como en una furgoneta de quincalleros. El yo tiene borracheras épicas. También fracasos colosales, que se las ingenia, sin embargo, para hacer pasar por grandes éxitos o, por lo menos, por medianías llevaderas. El yo es un gran mentiroso: se pasa el día susurrándonos bulos, desacreditando a la gente, aupándonos a nosotros, y sin perder la sonrisa, es más, acentuándola, para que no sepamos dónde está el mundo ni qué es la realidad, para que nos confundamos en una espiral de naderías y atrocidades. Por todo esto hay que acabar con el yo o siquiera aplacarlo hasta que claudique, aunque siga respirando: para que no exhale ese aliento sulfuroso que nos sume en una letargia inhabitable. Los orientales saben mucho de anular el yo. Se rapan la cabeza, visten túnicas azafranadas y se acuestan en tablas de clavos, que a mí me recuerdan a los trillos con que mis abuelos separaban el trigo de la paja. Y afirman que no hay diferencia entre una cucaracha y el universo, o que la realidad es ilusoria, aunque sucediera Hiroshima. No sé yo si estos mecanismos anulatorios funcionarían con mi yo, que es muy suyo. No estoy preparado para asumirlos, ni, sospecho, mi yo tampoco. Al yo hay que anularlo sin que él se dé cuenta de que se le está anulando. Es menester desballestar su núcleo y aún más sus ramificaciones, tan invasivas. Pero eso acaso no se consiga oponiéndonos a él, es decir, a uno mismo, sino acunándolo en un silencio escalonado, en una nada creciente. Oponerse al yo es caer en la trampa del yo: ceder a su protagonismo y admitir su imperio. Eso garantiza su supervivencia, aunque lo derrotemos. Pero quizá logremos abatirlo si lo desnudamos, deseo a deseo, palabra a palabra, como desabrochamos despacio los botones de la blusa que esconde el pecho deseado. Desnudarlo: desnacer. Remontar el camino recorrido desuniendo las pisadas, separándolas de la tierra o del agua, recluyéndolas en el tiempo, que es cegador, un sepulturero diligente. La anulación del yo semeja una suelta de amarras, pero no para hacerse a otro mar y conquistar otro norte, sino para alcanzar, en ese instante, el destino: un destino que no existe. Al yo hay que domarlo como a las pulgas del circo: sin posibilidad de rebelión. Restarle apoyos, negarle sueños, asordinarle la voz. No dejar que se crea nuestro amo, ni el de nadie. Que no espere nada, que no hurgue en ningún bancal, que no se manche los dedos con ninguna sangre, que no ame ni aspire a amar, esa entelequia a la que el alevoso Platón dio valor universal. El yo ha de morir cada día, asfixiado por su ser, rendido a la escoria que desprende como un horno. Obraremos con inteligencia si le ofrecemos alguna consolación para que no se atrinchere en el latido: un placer moderado, el entretenimiento de un poema agradable o una sonata afortunada, la cercanía de alguien complaciente, pero cuya complacencia no lo excite, sino que lo adormezca. El adormecimiento es un buen camino a la anulación. Hasta que pierda su condición intermedia, de tránsito o conato, y devenga sueño rotundo. En ese momento se verificará la anulación deseada, el cese del anhelo imposible y el remordimiento incurable, la tachadura de la bajeza y el desvalor, la rectificación de la culpa, la eliminación, en fin, de este estar aquí, de este ser hoy que tanto duele, o que tanto placer da, es lo mismo.

jueves, 29 de agosto de 2024

Asediados por la estupidez

Cada día, desde que me levanto, me siento asediado por la estupidez.

Los talibanes, que mandan en Afganistán, han dictado una nueva ley —por cuya aplicación velará con celo terrible el Ministerio para la Supresión del Vicio y la Propagación de la Virtud— que prohíbe que la voz de las mujeres se oiga en público. Además de no poder mostrarse, ahora tampoco podrán cantar, ni recitar, ni hablar en voz alta (y mucho menos delante un micrófono). Tampoco maquillarse ni perfumarse, y ni siquiera mirar a un hombre que no sea pariente suyo. Para no ser tachados de inecuánimes, los talibanes también han establecido en esta ley prohibiciones para los hombres: no pueden llevar corbata, ni una barba más corta que un puño, ni peinarse (ni, si son conductores de autobús, dejar subir a las mujeres que no vayan acompañadas por un pariente varón). La lista de castigos por el incumplimiento de estas normas incluye “consejos, advertencias de castigo divino, amenazas verbales, confiscación de bienes, detención de una hora a tres días en cárceles públicas y cualquier otro castigo que se considere apropiado”. Léase bien: cualquier otro castigo que se considere apropiado. Los talibanes creen que los principios de legalidad, tipicidad y seguridad jurídica son deplorables invenciones de un Occidente corrupto e infiel. Si, no obstante, las penas aplicadas no corrigiesen el comportamiento del (o, más probablemente, de la) sujeto, se le (la) pondría a disposición judicial para garantizar, con las nuevas medidas que dispusiera el tribunal, que el infractor (la infractora) se atuviese por fin al virtuoso espíritu de la sharía.

Ayer, último miércoles de agosto, se juntaron 22.000 personas en Buñol (Valencia), bien apretadas, para tirarse tomates. Lo hicieron, lo hacen cada año, durante una hora. Y gastaron en ello, con cargo al erario público, 120 toneladas de tomates. En España, existe la acendrada tradición de tirarse cosas en las fiestas: en Haro, vino; en Guadix y Baza, pintura negra; en Ibi, harina y huevos; y en Buñol, tomates. (También existe otra bonita tradición, más acendrada todavía: la de hacer ruido, pero de esta hablaremos en otra ocasión). Es mejor, sin duda, tirarse tomates que piedras o puñetazos (o una cabra desde el campanario), pero uno duda de que semejante pandemonio solanáceo contribuya al progreso humano. La tomatina es, desde 2002, fiesta de interés turístico internacional: gentes de todos los países, fascinados por las ocurrencias hispanas, acuden a disfrutar del encuentro. Y todos se muestran entusiasmados: es una experiencia maravillosa, regeneradora, única, dicen.

Un amigo me manda una foto de un plato de patatas fritas y la siguiente noticia aparecida en Internet: “La nueva moda de meterse patatas fritas por el culo que arrasa en Internet”.

También en Internet se han difundido los vídeos de una persona influyente (en argot anglointernético, una influencer), una canadiense que se presenta como “coach holística, especialista en optimización humana y mentora de negocios”, en los que afirma que las gafas —todas— son innecesarias y que los problemas de visión son, en realidad, consecuencia de trastornos mentales, emocionales y hasta espirituales que se pueden solucionar con meditación, limpiezas de hígado y aceites esenciales, entre otras peculiares terapias. Antes, los charlatanes malintencionados, como los vendedores de elixires que curaban la calvicie y el cáncer, solo se conocían cuando el circo ambulante o el carromato destartalado del supuesto doctor visitaba el pueblo. Ahora, gracias a Internet, se difunden planetariamente y consiguen, por algún abominable mecanismo de la psique humana que la educación no parece capaz de corregir, que una inevitable legión de idiotas los bendiga de inmediato con su adhesión, su aplauso y su dinero.

Una gimnasta checa, llamada Natalie Stichova, de 23 años, se ha despeñado en las montañas bávaras mientras se hacía una autofoto. La joven, que llevaba años sembrando instagram de imágenes suyas en parajes envidiables (de eso se trataba), estaba intentando inmortalizarse con el castillo de Neuschwanstein (en el que se inspira el castillo que aparece en las películas de Walt Disney) al fondo, pero, se desconoce si por un resbalón o por el desprendimiento una piedra (en cualquier caso, Natalie estaba al borde mismo del abismo), se ha precipitado contra las rocas, ochenta metros más abajo. Matarse cuando se intenta quedar divina de la muerte en una imagen que concite miles de likes parece estar convirtiéndose en una tradición: Sophia Sheung pereció en 2021 intentando retratarse en una cascada; Inessa Polenko se precipitó al vacío en 2024, con el móvil en la mano, desde un mirador del Mar Negro; y una tal Cinthya Nayeli Higareda Bermejo fue succionada por un tren en México al hacerse una foto justo cuando pasaba el convoy a toda velocidad. De hecho, según un estudio de la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos, publicado en 2018, 259 personas perdieron la vida mientras se fotografiaban entre el 2011 y el 2017. La media de edad de las víctimas era de 22 años. Está visto que ser para los demás implica, para muchos, dejar de ser.

Vuelve el fútbol (aunque nunca se haya ido). Los periodistas calificando cualquier minucia de “histórica”. Los entrenadores afirmando que hay que ir partido a partido y que no se pueden desperdiciar tantas ocasiones como en los últimos encuentros. Los jugadores demostrando a cada declaración que necesitan desesperadamente un curso de alfabetización. Los presidentes sosteniendo que el suyo es el mejor club del mundo (o, si eso no puede ser, que su afición es la mejor afición del mundo). Los aficionados berreando por la victoria o gimoteando por la derrota. Los árbitros, denunciando que se los maltrata. Las mujeres, entusiasmadas por que las futbolistas digan ya las mismas memeces y se comporten con la misma vulgaridad que los futbolistas. Los periódicos deportivos bullendo de titulares, exclusivas y polémicas. Los contertulios de las televisiones voceando barbaridades. Y los televisores siempre de color verde en los hogares.

Tres mañanas a la semana, muy temprano, cojo el tren para ir a trabajar. En el vagón, nadie habla, nadie sonríe. Algunos siguen durmiendo. Muchos miran el móvil. Las miradas son turbias y huidizas; las poses, pesadas. Cuando nos descargan en la parada final, todos desfilamos por andenes grises y túneles estrechos como un rebaño de reses que se dirigiera al establo, si no al matadero: uniformes, callados, con una prisa refrenada por el hastío. Cada día todo es lo mismo que todos los días. Y me pregunto qué inteligencia hay en esto, qué racionalidad perversa o disparatada nos condena a esta repetición mortal, a esta existencia estúpida.

Por la noche, cuando me miro al espejo mientras me lavo los dientes, antes de acostarme, me siento embotado de estupidez.