Sentado en mi despacho, ante el ordenador, veo caer la noche. De la tarde moribunda —del año moribundo— solo queda un lienzo de un azul muy lento, casi detenido ya en negro, tachonado de las hojas de los plátanos, cuyo verdor se asfixia también con el paso despacioso del tiempo. He puesto en Youtube el Concierto para oboe en re menor, opus IX, de Tommaso Albinoni, cuya belleza, aunque lo haya oído muchas voces, sigue maravillándome. Las notas, melancólicas, abrazan la melancolía de lo que se va: de la tarde, de la luz, de la vida. Pronto llegará Álvaro para pasar juntos la Nochevieja: ambos estamos solos, y es mejor pasar esta noche acompañados. Veremos una película en Netflix (ambos somos cinéfilos, y no es difícil encontrar alguna que nos interese a los dos; casi siempre le dejo elegir a él), luego cenaremos algo (incluido un turrón vegano de pistacho que le he comprado ex profeso), sobreviviremos al maremágum de programas de despedida del año en televisión, moderadamente repulsivos, y, por fin, a los golpes del cómitre de la Puerta del Sol, engulliremos las uvas, con la esperanza de no equivocarnos y de no atragantarnos. Ahora, mientras lo espero y escribo estas líneas para despedirme del año, pienso en lo que he dejado atrás para siempre. [He vacilado al escribir esto; lo he borrado varias veces, hasta decidirme por esta forma, algo dramática, pero dolorosamente precisa]. Nunca sabemos cuándo una despedida es definitiva. Nunca sabemos cuándo es la última vez que vemos a alguien, o que le decimos a alguien que lo queremos, o que estamos en algún lugar, o que nos posee un sentimiento. Cada año está plagado de fines que no suponen el fin, pero sí la pérdida de algo que ya no volveremos a sentir, o a tocar, o a querer. Y a todo eso le decimos adiós, sin saber que lo hacemos. Sin embargo, combatimos oscuramente esa certeza imaginando que el destino compensará tantas pérdidas con algo a lo que no quiero llamar ganancias, pero que nos resarza, siquiera fugazmente, del dolor que las separaciones producen. Aparto de la mente la súbita idea de que basta con intercalar una a en la palabra “destino” para convertirla en “desatino”, y pienso en la sonrisa descarnada que me dedicó una desconocida por la calle, en el cariño abrumador con el que me invistieron algunos amigos, en la visión encendida de E. en una penumbra hospitalaria, en un libro delicioso que leí por casualidad, en la interpretación prodigiosa de Ricardo Darín en Escenas de la vida conyugal. Y también pienso en las ocasiones en las que fui yo el que regaló una sonrisa inesperada a alguien que quizá estuviera triste, o se sintiera solo; el que oyó sin prisa y sin juzgar una confesión difícil, si es que hay alguna que no lo sea; el que ayudó a un amigo necesitado, o a un desconocido necesitado; el que escribió un poema que quizá consolara a alguien. Mientras escribo estas líneas voluntariosas y desordenadas, recibo mensajes de guasap, audios, correos electrónicos y hasta llamadas telefónicas —casi desaparecidas ya de nuestra vida: ¿cuándo será la última vez que haga una?— para desearme una feliz Nochevieja y un próspero Año Nuevo (bueno, “próspero” se decía antes; ahora se prefiere duplicar el deseo de felicidad), y yo correspondo a los mensajes de inmediato, no sea que me olvide de hacerlo y ese descuido hiera a quien me quiere lo bastante como para desearme el bien. No está la noche para hacer daño a la gente. De hecho, no está la vida. Pero lo hacemos: los cabrones, deliberadamente; los que solo lo somos a ratos, involuntariamente. El año que está a punto de empezar, empezará con una mañana infinitamente silenciosa, la más tranquila del año, en la que, pasadas unas horas, sonará el concierto de Año Nuevo en Viena y echarán saltos de esquí por la televisión. Luego vendrán más días, más ilusiones y más desilusiones, y uno seguirá caminando, salvo catástrofe, hacia la catástrofe final. Pero no queremos pensar —no quiero pensar— en la oscuridad de la senda ni en la proximidad del precipicio, sino en los placeres que nos aguardan: el cuerpo del amado o la amada, la respiración de los hijos, la promesa de los libros, Albinoni y Rajmáninov, un paseo por el bosque, algún momento de lucidez, alguno también de valentía. Y no padecer reflujo gástrico. Y escribir un poco mejor, desde luego: con más verdad, con menos engreimiento. En el dinero solo quiero pensar —aunque no quiera, en realidad— instrumentalmente, como el medio que me va a permitir disfrutar de todos esos azares que me aguardan, y mitigar con algún licor caro los infortunios que asimismo me esperan. Al diablo el dinero, al diablo el trabajo y al diablo Trump (sobre todo, al diablo el trabajo). Ojalá en este año [Annum Novum Faustum Felicem me acaba de desear un antigua compañera de doctorado, hoy profesora de la Universidad de Barcelona, con la que he retomado la amistad, precisamente, en este año que muere], el aire corra más limpio, y los polos se deshagan un poco más despacio, y la amistad siga sosteniéndome, y y yo continúe creyendo en la poesía, y el amor reviva. Ya es noche cerrada. La próxima luz ya será de un nuevo año.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 31 de diciembre de 2024
Feliz Nochevieja
jueves, 26 de diciembre de 2024
Gladiator 2: un error monumental
Hace unos días fui a ver con mis hijos Gladiator 2. Ha sido uno de los grandes errores de mi vida (no ir con mis hijos, sino a ver la película). Y, si no ha sido mayor en mi caso, ha sido porque la entrada solo costaba 8,90 euros (precio reducido para mayores de 60 años). Decidimos hacerlo porque los tres admiramos a Ridley Scott, cuya película Blade Runner forma parte de mi parnaso cinematográfico particular, pero que es autor de varios clásicos más del cine, como Alien, Los duelistas, Thelma y Louise y el propio Gladiator, entre muchas otras películas nada despreciables (y el mejor anuncio de la historia de la publicidad: el mítico de Apple, de 1984). Supongo que teníamos la esperanza de que, bajo la batuta del genio del celuloide que es Scott, esta secuela de la de 2000 inaugurase, aunque con veinticuatro años de retraso, una saga cinematográfica tan legendaria como la de El padrino o La guerra de las galaxias. Pero nuestras esperanzas se vieron frustradas al poco de empezar la película, tras la batalla que la abre, resuelta con la épica solvencia que Scott ya demostró en El reino de los cielos o Napoleón. Seré sintético: Gladiator 2 es mala hasta decir basta. Y la culpa no es tanto de Scott, que sigue manejando con maestría y espectacularidad las claves visuales del séptimo arte, sino del guion de la película, que es un perfecto desatino, responsabilidad de un individuo que atiende por David Scarpa. La historia que cuenta Gladiator 2 no se asienta en la de su ilustre predecesora para, desde ahí, crecer con bríos renovados, sino que intenta volver a contar lo que ya contaba Gladiator, aunque mucho peor: los ejes narrativos se repiten, los personajes se repiten, las escenas se repiten, los diálogos se repiten, los tics de repiten, hasta las imágenes se repiten, y no solo algunos fotogramas, como los del héroe subiendo con premura, espada en mano, las escaleras que dan acceso al Coliseo: en plena película se proyectan varias escenas de la original. Este lastre mimético, peor interpretado y mucho peor narrado, impide crecer a la secuela; de hecho, la hunde en la más abyecta condición de secuela: sus personajes no llegan a desarrollarse ni entenderse nunca; la acción es un batiburrillo de sucesos cuyo progreso y razón nunca logran explicarse; y el aire general del film es el de un gigantesco buñuelo (de aire) sin otro propósito que hacernos añorar a cada instante la versión que malamente duplica. El guion, un despropósito que dura lo que dura la película, amontona acontecimientos que aparecen en la pantalla como las setas en otoño, sin fluidez ni motivo discernible, a gran velocidad, pero, y esto es lo más asombroso, también sin ritmo. Gladiator 2 concita la asombrosa paradoja de que todo pase muy deprisa, pero, a la vez, abrupta y lánguidamente. En algunas escenas, esta rapidez arrítmica resulta involuntariamente cómica: al final de la película, los malos —la guardia pretoriana, como siempre, compuesta por 6.000 hombres— se organizan para salir en perfecta formación al encuentro del ejército de los buenos, que marchan sobre Roma, apenas diez segundos después de que su jefe, Macrino, desbordado por los acontecimientos que están teniendo lugar en el Coliseo, les haya dado la orden de que salgan a combatir. (Y todo ese ejército de malos atravesará a caballo Hanno, el protagonista, para enfrentarse a Macrino en singular combate, sin que ni uno solo de sus soldados haga el menor gesto para detenerlo). Toda la trama está plagada de absurdos no ya antihistóricos, sino inexplicables: en las luchas en el Coliseo, por ejemplo, los gladiadores se enfrentan sucesivamente a unos babuinos monstruosos, que abren unas bocas de cocodrilo, con colmillos del tamaño de cimitarras, pero que más parecen personajes de dibujos animados que las criaturas africanas de razonable ferocidad que en realidad son; a un rinoceronte no menos monstruoso, con un cuerno que parece el meridiano de Greenwich, pero inverosímilmente domesticado, y montado por un gladiador también malísimo —como los pretorianos—, a quien el prota asimismo liquida, haciendo gala de una inteligencia prodigiosa que no se ve afectada por el hecho de que el perisodáctilo lo haya arrollado (y mandado a varios metros de distancia, de donde se levanta con admirable indemnidad) y que le permite cegarlo con la arena del suelo del Coliseo para que se estampe mortalmente contra los muros de piedra del coso; y, por fin, a unos tiburones muy malcarados que rodean a las naves de los gladiadores enfrentados en una naumaquia y que se zampan en un santiamén a los desgraciados que caen al agua, abatidos por la espada inexorable de Hanno y sus compañeros (cuando en las naumaquias nunca hubo tiburones, ni siquiera carpas como las del Retiro). Las pifias —por mor del espectáculo, dirán algunos; yo creo que a causa de la ineptitud— son constantes. Tras la batalla con la que empieza la película, Hanno encuentra el cadáver de su mujer flotando en el mar, entre cientos de muertos de uno y otro bando al pie de las murallas, que ya es encontrar, y dos legionarios lo sacan del agua dándole una palmadita en el hombro como quien se va a tomar unas birras con los colegas en la playa. Viggo, el instructor al servicio de Macrino que doma a los futuros gladiadores (también en la versión original, un musculoso pupilo del lanista Próximo, magníficamente interpretado por Oliver Reed, atiza a un Máximo que rehúsa defenderse) golpea varias veces a Hanno (que tampoco quiere defenderse) en la cara con unos guanteletes de hierro con pinchos, y no le deja ni un arañazo. En la pared de piedra de la tumba de Máximo, leemos una de las máximas dignas de recordación pronunciadas por este en Gladiator, grabadas en un perfecto inglés: what we do in life echoes in eternity (‘lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad’). El mensajero que le lleva al general de los buenos el mensaje de Hanno para que marchen sobre Roma, llega hasta él atravesando al galope su campamento sin que ni un solo centinela le impida el paso o al menos pregunte la razón de tan intempestiva cabalgada (los ejércitos, en aquella época, eran muy porosos). Y en una escena se ve a unos niños jugando al fútbol, aunque todavía falten 1600 años para que los ingleses inventen ese deporte. Los romanos también conocen el vidrio transparente y el papel (con el que hacen periódicos), usan el opio como anestésico y la catapulta de contrapeso (que no se ideó hasta el siglo XII), y nombran a senadores negros y a senadoras: unas cuantas cosas más que han hecho por nosotros. El trabajo de los actores merece una mención aparte, porque todos son horribles, menos Denzel Washington. Y el más horrible de todos es Paul Mescal, que hace del protagonista. Hacía tiempo que no veía a nadie interpretar tan mal al héroe: Mescal, canijo, indolente, inexpresivo, no suscita ni una sola emoción en el espectador en los 148 minutos de rodaje: se va pegando —y teniendo conversaciones supuestamente enjundiosas, pero que solo resultan ridículas— con unos y con otros, sin que sepamos muy bien por qué lo hace, ni qué pretende con ello, ni a dónde quiere llegar. Para más inri, muy al final de la película nos enteramos de que Hanno es, en realidad, Lucio, el hijo de Lucilla (y, ahora nos enteramos igualmente, de Máximo), que pasa de ser, también cuando Gladiator 2 ya termina, un aguerrido númida blanco que busca venganza por que los romanos hayan matado a su mujer y lo hayan reducido a él a la esclavitud, a un príncipe de Roma que abraza amoroso a su madre, repudiada por haberlo abandonado, un par de escenas después de haberla expulsado a gritos de su celda. Cómo ha llegado Lucio, aquel niño rubio y adorable de la película original, a la áspera Numidia del siglo III d. C., es algo por lo que el guion no se preocupa, ni Ridley Scott tampoco. Lucilla, cuyo papel corre a cargo de la bellísima Connie Nielsen, bastante más fondona ahora que en su primera aventura, no sobrevive a la acumulación de muecas y lloriqueos que le inspiran las desgracias de Acacio, su marido —otro personaje innecesario, interpretado por el chileno Pedro Pascal—, del propio Hanno/Lucio y de los emperadores Geta y Caracalla (a quien es difícil resistirse a la tentación de llamar Caraculo), dos personajes a eones de distancia del sobrio, perverso y atormentado Cómodo de Joachim Phoenix, caricaturescamente repulsivos, dos payasos hiperbólicos, con todos los tics de los malos absurdos, sin matices: rubio uno y pelirrojo el otro, amariconados ambos, vestidos con fastuosa excentricidad e íntegra y gratuitamente crueles, solo preocupados por que nadie atente contra su poder (y Geta, por el bienestar de su mico Dondas, que se le pasea todo el rato por la cabeza y al que nombrará primer cónsul, imitando a un Nerón que había hecho senador a su caballo), pero, a la vez, tan estúpidos que no saben ver que Macrino los manipula groseramente y que no pretende sino acabar con ellos. Y así es: hace que Geta mate a Caracalla, guiando su mano (en realidad, fue Caracalla quien hizo asesinar a su hermano), y luego despacha a Geta por el sutil procedimiento de introducirle un clavo por el oído. Denzel Washington, que hace del lanista Macrino, es el único que se salva de la quema. Su calidad es tanta que ni un guion tan insensato como este consigue que flaquee. De hecho, el único tramo de la película que no me pareció un perfecto dislate y que seguí con algún interés es el que coincide con su transformación de mero tratante de gladiadores en un ambicioso —y malvado— aspirante al trono imperial. La escena en la que se dirige al Senado mientras hace girar, apoyado en un mármol, la cabeza cortada de Caracalla, es, probablemente, la mejor del enorme error que es Gladiator 2. El problema es que su despliegue interpretativo debe ajustarse al desaguisado de la trama y es muy difícil sobrevivir a eso. Todo sucede, como todo lo demás, muy deprisa, y el personaje que hasta entonces había sido artero y contenido se transforma de repente, como un doctor Jeckyll del Lacio, en el emperador in pectore, y no encuentra obstáculo alguno para penetrar en el círculo más íntimo de Geta y Caracalla y liquidarlos a los dos. Y todo ello sin que nunca sepamos cuál es su historia, qué hay detrás de sus decisiones, por qué actúa como actúa. Por suerte, Hanno/Lucio lo apiola en una pelea final tan lamentable como el resto de la película, en la que Macrino le clava repetidamente la espada a Hanno/Lucio, pero no consigue matarlo, porque el peto de este —que es, en realidad, el de Máximo— impide que el acero llegue a la carne. Algo sin duda extraordinario, porque el peto es de cuero. Gladiator 2 solo se salva del cero absoluto por el vigor visual de algunos momentos, por un vestuario y una caracterización refinados, y por el saber hacer, aun en las peores circunstancias, del gran Denzel Washington. Por lo demás, solo puede ser considerada, con mucho, la peor película del no menos grande Ridley Scott.
viernes, 20 de diciembre de 2024
Elogio de la compasión
Cuando nos compadecemos, volvemos a formar parte del mundo. La indiferencia aísla. Sentir con el otro, sentir al otro, es vivir otra vez. La compasión es una maroma que nos sujeta al muelle de la existencia, que nos impide que nos abandonemos a la derrota de la insensibilidad y la indignidad de la apatía. La compasión nos embute en las tripas del dolor: no es el nuestro, pero reconocemos sus punzadas aciagas; no nos aqueja, pero advertimos la entraña común, el nexo supurante con la angustia que nos taracea. Y la angustia hermana, más todavía, aúna. La compasión derriba las paredes que levantamos cada día, aun contra nuestra voluntad, y, en el paisaje de pronto abierto, funda un nuevo idioma. Con esa lengua podemos hablarle a la oscuridad, o arrumbar una cárcel, o resucitar al que ha muerto. Compadecerse es abrir una puerta que no sabíamos que existía y descubrir que, en efecto, no existía, pero que nos ha dado paso a otra claridad. Nos compadecemos porque nos acordamos de que hemos estado solos, de que hemos sido débiles, de que ya no recordábamos a quienes habíamos amado. Alrededor solo había silencio. Sin embargo, la compasión suena: a luz, a piel mojada, a misericordia. Aquellos parajes abisales, erizados de desamparo, se poblaban, de repente, de ferocidades. Alguien sonreía, con el gesto tibio de una enfermera o la bondad ácida de una puta. La compasión estaba en la renuncia: un instante floral, una acción cuya turbulencia sosegaba. No requiere más: solo la conciencia de que nos atan los mismos nudos, y de que el sufrimiento es el sufrimiento de todos, y de que mis manos, hoy, pueden ser las manos de otro, de todos, mañana. Por eso ha de embastarse en las horas y beberse como aguardiente. Por eso restalla como la orquídea y desconcierta a la crueldad. La compasión es accesible: solo hay que escuchar las miradas férreas que revolotean a nuestro alrededor y desclavar sus llamadas de socorro. Solo hay que revocar el yeso con que hemos encalado la casa de la humillación. La compasión entiende al mudo y al analfabeto, al extranjero y al exhausto, al que no puede olvidar y al que ha sido olvidado. La compasión nos entiende a nosotros. Entra como una flecha sin dardo, como un alud inaudible, como un eclipse que deslumbra, desgarra el velo y la desnudez, y se siente cuando todo se ha hundido —hasta nosotros—, cuando el hundimiento se ha convertido en la única realidad comprensible. La compasión sostiene: a quien se emborracha con ella y a quien la da a beber. La compasión restaura el mundo enlodado por el hachazo del poderoso, por la perseverancia de la sordidez, por el hambre y el infundio, por la negrura de los pájaros que anidan en los huesos, por el descarrío del latrocinio, por la estupidez. La compasión es una gran polea o un gran cartabón que devuelve lo extraviado a su lugar áureo, a su cielo exacto. La compasión es necesaria como el agua y, cuando la sentimos venir, cuando percibimos que se yergue como una ola o una hoja, hemos de aflojar los cabos y abrir las compuertas para que no muera, desangrada, donde ha nacido. Nos sujeta, sí, pero también nos libera: hacia dentro, donde los caminos son tiempo. La compasión, fuerte como una condena, nos redime del castigo. Cuando nos compadecemos de alguien, de nosotros mismos nos compadecemos. Pero esa no es su razón. La compasión dialoga con la maldad y la derrota. Sin saña. Como si apagara una llama que nunca debería haberse encendido. Como si lamiera la herida. Como si no hubiese un aquí y un allá, un yo y un lo otro, un algo y una nada. Algo distante se cose con ella. Al pronunciarla, se reduce una fractura. Lo inexplicable encuentra razones. Ya no hay desierto: solo arena que nos cimienta. Y muérdago coronándonos. Y fraternidad, al fin.
sábado, 14 de diciembre de 2024
Memoria material, de Susana Pozo
Hacía tiempo que no asistía a ninguna inauguración de una exposición de pintura. De hecho, he ido a muy pocas en mi vida. Acudo hoy al opening de Memoria material, de Susana Pozo, pintora y fotógrafa, que se celebra en la sala H2O de Barcelona. Pero antes hago tiempo en el bar Canigó, tomándome un té y leyendo al maligno (consigo mismo y con los demás) Jesús Pardo de Autorretrato sin retoques en uno de los pocos cafés antiguos de verdad que quedan en Barcelona; y en la librería Taifa, donde me hago, por no demasiado dinero, con sendas primeras ediciones de Vicent-Andrés Estellés —lo celebro por ser este el año de su centenario— y de Andrés Sánchez Robayna —Fuego blanco—, entre otros títulos merecedores de atención (y de dispendio). Luego remonto la misma calle Verdi en la que se encuentra la venerable librería del inolvidable José Batlló y llego pronto a la galería de arte. He de acelerar el paso, porque se ha puesto a llover con fuerza. Cataluña ha atravesado dos años de sequía, pero ahora, cuando llueve, diluvia. No obstante, asistir empapado por la lluvia a una exposición en una sala llamada H2O no deja de tener una cosquilleante coherencia. Me recuerda a aquella ocasión en la que presentaba yo el último número de una revista llamada Agua —murciana o cartagenera, ya no recuerdo, y desaparecida hace años— y su directora, a mi lado en la mesa de los presentadores, derribó en el tablero la botella de agua que nos habían dado los organizadores: hube de hacer mi presentación contemplando primero cómo los regueros de Font Vella serpenteaban por las mesa, amenazando a los papeles, y cómo luego se precipitaban por el canto en el que estaba yo sentado, amenazando mi entrepierna. La sala H2O es un espacio elegante pero austero y hasta draconiano: no hay un cubo donde dejar los paraguas, que acaban amontonados en la breve trastienda de la cocina, y tampoco sillas. Bueno, solo una, alta, en esa misma cocina que funge de refugio de paraguas calados, pero esa no cuenta a los efectos que me interesan. El resto de la sala es un espacio diáfano, de paredes blancas, que, desde luego, no está pensado para que descansen una persona mayor o unos pies doloridos. En la cocina tampoco hay nada prometedor: solo muebles negros y alguna cacerola olvidada. Ni rastro de aquellos pingües aperitivos —canapés, cava, ¡croquetas!...— que las películas de Hollywood nos han inculcado que son consustanciales a inauguraciones o happenings. En la otrora materialmente opulenta Barcelona prevalece hogaño una templanza luterana. Memoria material —que invierte, no sé si deliberada o inadvertidamente, el título de uno de los mejores libros de José Ángel Valente, Material memoria— reúne obras pertenecientes a tres series autónomas: Naturalia, Cossos votius [Cuerpos votivos] i L’ull buit del temps [El ojo vacío del tiempo]. Son autónomas, sí, pero todas revelan una coherencia fundamental: la que les otorga su carácter térreo, matérico, de un figurativismo sinuoso, en el que las realidades pintadas parecen sumergirse en remolinos ocres, compuestos de piel, barro y enigma, como si el fondo en el que se subsumen envolviera, hasta casi tragarse, lo que dice la pintora para luego volver a parirlo, transformado por ese viaje abrupto y entrañado. Las obras reunidas en la exposición participan de un singular tenebrismo, en el que los negros zurbaranescos han sido sustituidos por pardos y tostados mediterráneos, que rozan lo anaranjado, con algunas cuchilladas blancas, los cuales les otorgan una viveza paradójica, casi geológica. En las tres series aquí dispuestas, se reconocen motivos vegetales, animales y humanos, que descuellan en la animosa borrosidad de las piezas: mariposas, jarrones, tortugas, manos, cuerpos. Algunos de estos motivos se repiten como variaciones de un mismo tema, con una insistencia chamánica. Muchos cuerpos aparecen en recuadros de madera —los que enmarcan el propio cuadro u otros más pequeños dentro de él—, aislando el movimiento de cada uno del resto de la pieza, y de las demás piezas de la exposición, como si cada organismo fuese una pieza desgajada de un impulso colectivo o cósmico. Y los cuadros más grandes a menudo aparecen también rodeados por otros más pequeños, de su misma textura o propósito: se configuran, así, lacónicas constelaciones de planetas envueltos por satélites u óvulos prestos a la inseminación, en un diálogo plural entre lo que está dentro y lo que está fuera, entre los que se mueve y lo que no puede salir(se) de su(s) casilla(s), entre el cosmos y la soledad. El trazo de Susana Pozo es siempre perceptible, denso, repujado; el grumo de los pigmentos se multiplica y entrelaza hasta alcanzar una totalidad uniforme y a la vez inasible, como la arcilla. Y su pintura palpita con la espesura de la tierra, permeada de gestos, de perfiles dinámicos pero aislados, de siluetas que recuerdan, por un momento, al simbolismo radical de las cuevas de Lascaux o Altamira, a las arcaicas representaciones de vírgenes o atletas. De todas estas elucubraciones me arranca, primero, un trueno ensordecedor que deja temblando las paredes de la sala, y, después, una gota, mucho más discreta pero no menos molesta, que me cae, con precisión de francotirador, en la punta de la nariz: H2O tiene goteras, una nueva y aún más sorprendente manifestación de coherencia. Lastimosamente, la lluvia que cae impide utilizar el patio trasero de la sala, que exhibe una vegetación exuberante en la que distingo un magnolio, un limonero y una palmera catedralicia, y de cuya ordenada maraña escapa el vapor expulsado por la chimenea de la calefacción. Cuando he llegado, he coincidido con alguien que me ha saludado por mi nombre, pero a quien, pese a que su cara me sonaba, no he reconocido. Y ahora, otra vez, ese desconocido que me conoce y yo salimos juntos por la puerta. Y los dos nos perdemos entre las sombras húmedas de una noche ya cumplida.
domingo, 8 de diciembre de 2024
Presentación de Ser de incertidumbre 1994-2023 en Barcelona
El próximo viernes, 13 de diciembre, a las 18.30 h., presentaré mi poesía reunida, Ser de incertidumbre. 1994-2023, en la Ateneu Barcelonès (c/ Canuda, 6, Barcelona), en un acto coorganizado por la asociación El Laberinto de Ariadna y la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña (ACEC), a todos los cuales agradezco su interés y su hospitalidad. Me acompañará en el acto el filólogo, poeta, escritor y amigo Jorge León Gustà, con quien sostendré un diálogo sobre el libro y mi forma de entender la escritura y la poesía. Este acto será la repetición, en mi ciudad natal, del que ya hice en Madrid, en la librería Enclave de Libros, el pasado 4 de octubre. En Ser de incertidumbre recojo toda la poesía que he escrito desde que me inicié en este atribulado oficio —salvo un primer cuaderno, titulado Razón de ser, que no me ha parecido digno de incluirse— en tres volúmenes: el primero, La respiración del mundo. 1994-2007, abarca desde Ángel mortal hasta Cuerpo sin mí; el segundo, La voz de la herida. 2008-2017, desde Seis sextinas soeces hasta Muerte y amapolas en Alexandra Avenue; y el tercero y último, La soledad. 2018-2023, desde Mi padre hasta Hombre solo, más una sección de poesía inédita o dispersa (en revistas o libros colectivos), los prólogos y epílogos de mis libros, escritos por mí o por otros autores, y una bibliografía. Toda poesía completa —o reunida, como en este caso— tiene algo de mausoleo, pero yo confío en que no se limite a cumplir esa luctuosa función, sino que devenga algo vivo y presente, como he querido que fuese siempre los versos que he escrito.
El libro se ha publicado en la editorial Dilema, la única de Europa, que yo sepa, con una colección en la que solo se publican poesías reunidas o completas, dirigida por el también poeta y crítico Antonio Ortega. Estos son los enlaces de los tres volúmenes en la editorial Dilema:
https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023---tomo-i.asp
https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023--tomo-ii.asp
https://www.editorialdilema.com/poesia/ser-de-incertidumbre--1994-2023--tomo-iii.asp
Y estos son los enlaces de los convocantes del acto:
El Laberinto de Ariadna: https://ariadna-web.org/acto/eduardo-moga-ser-de-incertidumbre-poesia-reunida-1994-2023/
ACEC: https://www.acec-web.org/cat/ARTICLE.ASP?ID=6108reunida-1994-2023/
lunes, 2 de diciembre de 2024
Un Orfeo moderno y atormentado
Dino Campana (Marradi, 1885-Florencia, 1932) pertenece a la poco concurrida estirpe de poetas de un solo libro: en 1915, publicó Cantos órficos [del que hay traducciones en España: en Olifante (1984) y en DVD Ediciones (1999), ambas de Carlos Vitale], y eso le bastó para convertirse en el mayor poeta italiano del siglo XX, según Giorgio Agamben. Y también uno de los más atormentados: desde joven dio muestras de un desequilibrio mental que le inspiraba arrebatos furiosos y de una inadaptación social que lo impulsaba a emprender largos viajes a pie por Europa e Hispanoamérica, sin otro objeto que sobrevivir ejerciendo oficios absurdos —como también hiciera Rimbaud, con quien ha sido a menudo comparado por su carácter visionario, la exigüidad de su obra literaria y una errancia contumaz—, que suscitaron múltiples conflictos con su familia y lo hicieron visitante asiduo de la cárcel y los manicomios. Su estreno literario también estuvo signado por el infortunio: en 1913, recorrió a pie los sesenta kilómetros que separaban Marradi, donde vivía, de Florencia para ofrecer el manuscrito de Cantos órficos —titulado entonces El más largo día— a los prestigiosos editores de la revista Lacerba Ardengo Soffici y Giovanni Papini —el memorable autor de Gog—, pero estos les prestaron tan poca atención a él y a su libro que el manuscrito acabó extraviado. Desesperado por la pérdida del que era su único ejemplar, Campana llegó a amenazar a Soffici y Papini con volver a Florencia «con un buen cuchillo» y hacerse justicia si no se lo devolvían. No obstante, no le quedó más remedio que reescribir el libro, para lo que recurrió a los empleados del ayuntamiento de Marradi, a quienes obligaba a mecanografiar los poemas reconstruidos. Asombrosamente, el original de 1913 reapareció en 1971 entre los papeles póstumos de Ardengo Soffici. Entonces se pudo comprobar que aquella versión, que Campana siempre había creído muy superior a la que reescribiera dos años después, era en realidad muy inferior a esta. Tras una vida breve, errática y marcada por una «esquizofrenia desorganizada», Dino Campana tuvo un final digno de tanta desgracia: se clavó en los testículos una púa oxidada de la alambrada que rodeaba el manicomio de Castel Pulci en el que estaba ingresado y del que intentaba escapar, y murió a consecuencia de la septicemia que se le declaró.
Todo esto y mucho más nos cuenta Juan Vico (Badalona, 1975) en Los regresos (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2024), una biografía novelada de Dino Campana que no obedece a un relato lineal o cronológico al uso, sino a una aproximación respetuosa con las muchas incertidumbres que aún acompañan a la figura y la obra de Campana. Vico presta especial atención a las figuras del padre y la madre del poeta, a sus enloquecidas peregrinaciones y a sus amores, tan torturados como su propia existencia, con la también poeta Sibilla Aleramo. Y lo hace con una prosa versátil e inteligente, sembrada de ironía y de lirismo, que no oculta las sombras del personaje, pero que no las convierte en algo morboso o irrisorio, sino que las presenta como lo que fueron: el fruto de una mente desencajada y convulsamente sensible a los lúgubres colores de una sociedad sacudida por la incomprensión y la violencia.
Esto escribe Juan Vico en el capítulo titulado “El hombre de los bosques” (p. 102):
Cuentan que Dino Campana arranca también algunos de los poemas si considera que el lector no va a estar a la altura de su ingenio. No tenemos por qué creernos este tipo de episodios, pero cómo no ceder a la tentación, sobre todo si el destinatario es el mismísimo Marinetti, que ronda por Florencia preparando una de sus estrepitosas veladas literarias, y al que Dino se la tiene jurada por no haber acusado recibo de su poema ciclista. Dicen, pues, que Dino Campana extirpó todas las páginas del ejemplar que le ofreció al padrino del futurismo, resaltando así su necedad. La escena es irresistible: los versos de Dino desgajados, volando sobre las mesas del Gambrinus mientras sus alaridos anuncian a la humanidad que el gran Marinetti no alcanzaría a entender sus poemas ni aunque se conectase a una dinamo. Ignoramos cuál pudo ser la reacción exacta del futurista, aunque es muy probable que se indignara, porque los provocadores profesionales no suelen aguantar demasiado bien las bromas, y así nos lo imaginamos, por supuesto, el gesto aún más airado que de costumbre, la ceniza del cigarrillo desplomándose sobre su irritante pajarita, las puntas ascendentes de su bigote vibrando como agujas de gramófono. Nosotros, en su lugar, hubiésemos aplaudido con fervor, querido poeta: no se nos ocurre acción más iconoclasta y futurista que esa destrucción de tu propio libro, que esa auténtica vivisección.
[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, el suplemento cultural de El Norte de Castilla, con el título de “El sufrimiento y la genialidad”, el 30 de noviembre de 2024]
martes, 26 de noviembre de 2024
Memorias de un ángel bastardo
Acaba de aparecer mi traducción de Memorias de un ángel bastardo, del poeta y escritor estadounidense Harold Norse (Nueva York, 1916-San Francisco, 2009), publicada por Hojas de Hierba Editorial, que capitanea en Sevilla el incansable Antonio López Cañestro. No es el primer título de Norse que traduzco ni que publica Hojas de Hierba: en 2022, dimos a conocer Voy a salir volando por la ventana, una amplia antología de la poesía del neoyorquino, de la que hablé en estas corónicas el 17 de diciembre de ese año:
https://eduardomoga1.blogspot.com/2022/12/voy-salir-volando-por-la-ventana-de.html.
Esto es lo que cuenta de su paso por Palma de Mallorca en el capítulo 106:
Vestido para pasar la aduana española sin llamar la atención, con los veinte dólares de la venta del albornoz a Paul Bowles y un kilo de hierba en las botas (y los pantalones bien ajustados por encima de ellas), embarqué con el Fiat. Al desembarcar, se me cayó el alma a los pies. Los oficiales de aduanas registraban cuidadosamente a los viajeros y los coches en busca de compartimentos ocultos. Delante de mí, una mujer bien arreglada veía cómo le rajaban la tela de encima del parabrisas. Cielos, se acabó la fiesta, pensé. Llevaba en las botas kif suficiente como para que me encerraran de por vida (todos teníamos amigos americanos languideciendo en cárceles españolas, griegas o italianas por posesión de cannabis). Empecé a temblar y a sudar frío, y me pregunté cómo había podido ser tan estúpido como para jugarme la libertad por tan poco. Era una auténtica locura.
Por fin un agente metió la cabeza por mi ventanilla. Tenía ojos marrones y bovinos, la mirada ausente y un bigotillo negro. Mantuve las manos en el volante para que no me temblaran mientras el guardia examinaba el pasaporte. «¿Es Ud. americano?», preguntó en inglés. «Sí». «¿Va a quedarse en España?». «No. Voy a París». Me devolvió el documento y se tocó educadamente la visera. «¡Bon voyage, señor!». Apreté el acelerador, jurándome que nunca volvería a hacer nada tan temerario.
En Torremolinos, busqué a un verdadero contrabandista, Berthold Hansen (nombre ficticio). Un sueco de Minnesota grande y gordo, de casi treinta años y con un pelo tan rubio que parecía blanco. De hecho, todo el mundo en aquella casa era rubio platino. «Parece que esté en una película de Strindberg», dije. Como contador de historias, era casi tan bueno como nuestro amigo Ira Cohen, que era casi tan bueno como Brion Gysin. En los últimos años, Ira había desarrollado un estilo poético surrealista muy singular, a veces tan bueno, pero muy diferente del que practicaba el surrealista Philip Lamantia, que entonces vivía en Churriana, un pueblo al norte de Torremolinos. Bert había hecho una fortuna con el contrabando de oro en la India, y ahora andaba metido en otros negocios. Se había hecho amigo de un distinguido erudito británico, octogenario, y de su esposa, casi nonagenaria, que se estaba muriendo. La historia de esta mujer que contaba Bert es inolvidable.
«Era tan chispeante y encantadora que nunca me cansaba de su compañía», me explicó. «Nos reíamos mucho. Entonces, un día me dijo: “Bert, me queda poco tiempo. Por favor, haz que venga mi marido”». Antes de acceder a su petición, le preguntó, con su tono de chanza habitual: «¿Puedo hacer algo más por ti?». La arrugada anciana se lo quedó mirando con ansia. «Sí», dijo. «Toda la vida me ha encantado la magia y la emoción del acto sexual, y lo he echado mucho de menos. Antes de irme, no podría pensar en nada que me hiciera más feliz». Él dudó, repelido por el rostro marchito, momificado, de la mujer, pero se bajó la bragueta. «Acerca la cabeza, nena», dijo, y una sonrisa beatífica le iluminó la cara a ella. Diez minutos después, cuando llegó el marido con Bert, estaba muerta, sonriendo apaciblemente.
«¿Y qué tal es que te la chupe una anciana?», pregunté.
«¡Estupendo! Las encías son aún más suaves que el chichi».
Como siempre he dicho, los heteros no tienen vergüenza.
La novia actual del sabio británico era una inglesa treintañera a la que llamaré Cynthia. Quise venderle un poco de kif, pero metió la mano en una gran bolsa de lona, sacó una bolsa de plástico más pequeña, con unos dos kilos de la hierba, y me dijo: «Es como llevar abrigos a Newcastle. Conseguimos todo lo que necesitamos en Tánger por el precio que tú has pagado».
Años después, Cynthia se casó con un joven poeta estadounidense que yo había conocido en París y que moriría en el Nepal, donde tuvieron un hijo. En 1979, en Ámsterdam, donde había dado un recital con Burroughs, Gysin, Patti Smith e Ira Cohen en el Festival de Poesía Un Mundo, me encontré con Cynthia. Me contó que el niño, que tenía nueve años, estaba en Katmandú al cuidado de unos monjes budistas, que lo habían declarado la reencarnación de un maestro espiritual realizado.
En Palma me quedé con Ruthven Todd, que se había establecido allí. Por desgracia, mi habitación daba a la calle principal y, dado que Ruthven estaba casi siempre de bares, pronto me cansé del calor, el ruido y el humo del tráfico, y decidí irme. Para ganar dinero, me vi obligado a venderle a Ruthven una de las tres mantas marroquíes que llevaba, y que, como sin recato alguno les contó a sus amigos, eran robadas. El día en que hice el equipaje, asomó la cabeza por la puerta, con el pelo negro, ya encanecido, desgreñado y los anteojos en la punta de la nariz. «Querrás conocer a Conejo antes de irte, supongo. Todo el mundo lo hace». «¿Quién es Conejo?». Sus palabras, desdibujadas por el whisky, eran difíciles de entender. «Robert Graves, por el amor de Dios», dijo. «Ah». No me preocupaba demasiado. «No seas tonto», dijo. «Nadie se va de Palma sin conocerlo». Me encogí de hombros. Sus poemas nunca me habían emocionado.
viernes, 22 de noviembre de 2024
Trabajar es una mierda
Y ahora es de día y cómo voy a matarme si tengo que ir a la oficina y pensar en tantas cosas que me son ajenas como si yo fuera un perro.
ALEJANDRA PIZARNIK
No debe confundirnos que el Diccionario de la Real Academia Española, tras una aséptica definición inicial, “ocupación retribuida”, relegue a las acepciones 8ª, 9ª y 12ª de “trabajo” su verdadera condición: “8. Dificultad, impedimento o perjuicio. 9. Penalidad, molestia, tormento o suceso infeliz. (...) 12. Estrechez, miseria y pobreza o necesidad con que se pasa la vida”. El trabajo siempre ha supuesto padecimiento.
El trabajo también es una maldición bíblica. Dios castiga a Adán y Eva por haber comido del árbol del bien y el mal (nunca he entendido por qué eso constituye un pecado: se trata, precisamente, de algo a lo que todos debemos aspirar y a lo que el propio Dios, si creyera en la dignidad de sus criaturas, debería animarnos): los expulsa del paraíso y los condena a comer “el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado; porque polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis, 3, 19; traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera). Y en eso estamos, desde hace tanto tiempo.
Los galeotes pasaban años remando en galeras, comiendo pan duro y un puñado de legumbres cocidas, durmiendo y haciendo sus necesidades en la banca, con los pies siempre en el agua, azotados por el cómitre o sus acólitos para que bogaran al ritmo necesario. Si estaban heridos o enfermos, o si protestaban demasiado por su situación, se les echaba sin miramientos por la borda. Cuando la galera entraba en combate, los encadenaban a la banca para que no pudiesen escapar y, si el barco se incendiaba o se hundía, ellos se quemaban o se hundían con él. Hoy, las condiciones de trabajo han mejorado un poco, pero la esencia de la relación que mantenían los galeotes con sus captores —el sometimiento ciego y absoluto— es la misma.
Perder el tiempo entre las tristes paredes de la oficina deja rebabas de muerte.
He leído recientemente una magnífica primera novela, El descontento, de Beatriz Serrano, en el que una joven empleada de una agencia de publicidad se sentía tan desgraciada en su trabajo que deseaba ser atropellada por un camión para poder disfrutar de una baja larga y no tener que volver a la oficina durante mucho tiempo, y llegaba incluso, a veces, a cruzar temerariamente una avenida con mucho tráfico para ver realizado su sueño. Yo también estoy empezando a no hacer caso de los semáforos.
sábado, 16 de noviembre de 2024
Transfiguraciones
Transcribo a continuación un fragmento del prólogo que he escrito para el volumen:
La característica más sobresaliente del estilo de Jay Wright es la solidez y compacidad de su mundo simbólico. El poeta transita por los espacios laberínticos de otras cosmogonías y extrae de ellas las metáforas, las alegorías, de las que se sirve para construir sus poemas. Parte de uno o varios suelos culturales concretos, de unas realidades quizá alejadas pero casi siempre reconocibles, para erigir su propio cosmos en el espacio del poema, en el que esas imágenes forasteras se disponen con plena naturalidad y transmiten toda su fuerza, toda su verdad, a la realidad en la que se proyectan. Wright no da pistas de lo que significan sus símbolos: no practica la exégesis embozada que muchos poetas se sienten obligados a hacer para que el poema sobreviva. Tampoco cede al histrionismo: no hay demasía en sus imágenes. Si el huevo representa el mundo para los dogón —y dentro del huevo había un grano de fonio que estalló y produjo el universo, una explicación del origen de la vida que presenta un asombroso parecido con la teoría del big bang—, Wright trae el huevo al poema y habla de él con la misma naturalidad con la que hablaría del árbol que ve por la ventana o de la camisa que se ha puesto hoy: da por supuesto que el lector comprenderá no el significado original del mito —que no puede sino desconocer, a menos que sea un experto en religiones africanas—, pero sí su importancia embrionaria, su sentido fundacional: del huevo nace la vida; del huevo hemos nacido también nosotros. De esta coherencia en el uso de los símbolos se desprende el hermetismo del que, a veces, se ha acusado a Wright. Pero ese hermetismo —al que tan poco dada es la cultura anglosajona— no es tal, sino, una vez comprendido —y aceptado— el mecanismo de sustitución que supone, claridad cegadora. El hermetismo (o las «rarezas sintácticas» que también se le han atribuido) se desprende de los versos de Jay Wright como el olor de las cosas se desprende de las cosas. No es una pose ni una incapacidad, sino una consecuencia natural. Y las cosas no son incomprensibles, sino solo ellas mismas: seres que existen alentados por una articulación concreta de los elementos de la materia; realidades que se nos ofrecen en el mundo como encarnación del mundo.
Y este es el poema “La sintonía ritual”, del libro Explicaciones/Interpretaciones (1984):
Ahora entraré en la casa de la aflicción.Consciente del rey de todas las cosas,
vengo, regio en mi propósito,
de una ardiente oscuridad.
Acompásame ahora;
me acompaso con tu amor
y tus anhelos de muchos ojos,
con tu mirada más incisiva a la vida.
Soy las contradicciones que haces de mí.
Escalado, trepo a tus árboles.
Pongo los huevos, uno a uno,
y los amamanto.
Y en mi signo crío
la brillante semilla de mi espíritu.
Soy dos cabezas en una,
dos vidas en una.
Acabo mi vida con una doble visión.
Cuando me comáis, pasaos
esta doble acción entre vosotros.
El amor es meter en casa ajena
una criatura acuñada con el dolor más profundo de la visión.
Aquí, criatura del cielo,
te rodeo con mi signo,
y miro tu lecho conyugal,
y miro tu muerte.
domingo, 10 de noviembre de 2024
Lawrence Ferlinghetti y Donald Trump
lunes, 4 de noviembre de 2024
Los zarpazos de la dana
miércoles, 30 de octubre de 2024
Escenas del valle de Arán (y 2): Salardú, Arties, Saint-Bertrand-de-Comminges
Mi familia proviene de Salardú. Aquí nació mi abuelo Abel y aquí vivieron mis tíos y demás parientes hasta que la guerra los mató o los dispersó por Francia. Aquí los Moga tuvieron campos (modestos) y casas (más modestas todavía), pero todo se perdió cuando, comunistas, republicanos, tuvieron que cruzar la frontera para salvar la vida. Solo quedó una mujer en el pueblo, la tía Roseta, a la que los franquistas victoriosos extorsionaron sin compasión, hasta despojarla de las propiedades de las que era la única y frágil guardiana. Nada de cuanto había pertenecido a aquella familia de campesinos sobrevivió al castigo de los políticos y a la rapiña de los vecinos. Desde que conozco este lugar, al que me traía mi padre de niño, entre entristecido y orgulloso, no puedo dejar de sentir ese expolio como un dolor fantasma heredado de mi linaje: el que uno siente en un miembro que le ha sido amputado. Donde hoy hay una placita a la que dan varios garajes de las casas que la rodean, estuvo la casa de mis abuelos; donde hoy se levanta una torre de electricidad, había un prado al que llevaban a pastar a las vacas; donde hoy prospera un hotel, había un establo de la familia. Salardú es, a mis ojos, el lugar del que me han privado, una depredación larga, sancionada por el tiempo y la ley. Hoy visitamos el pueblo para tratar de averiguar si la única casa que queda en pie, perteneciente a alguno de los descendientes de mis tíos, sigue siendo suya y cómo podríamos ponernos en contacto con ellos. Paseamos primero por el pueblo: las antiguas casas de piedra y tejados de pizarra han sido sustituidas, como en casi todos los rincones del valle, por construcciones modernas, anodinas y muy parecidas unas a otras, aunque siempre hermoseadas con flores. Salardú es un pueblo muy poético, y no solo por su entramado y su entorno idílico. Aquí vivió la poeta Palmira Jaquetti, que era barcelonesa, pero que se enamoró del valle de Arán y en él residió entre 1940 y el año de su muerte, 1963, a causa de un accidente de automóvil. Primero lo hizo en Salardú, en una casa muy modesta, de 1940 y 1944, y luego en Arties, a pocos kilómetros de aquí. La placa que lo recuerda, colocada bajo una ventana de madera gracias a un homenaje popular que se le tributó en 1973, la llama poetessa de la Vall d’Aràn. Y lo fue, sin duda, pero también traductora, música, pedagoga y folclorista: en este último papel, recogió más de 10.000 canciones —muchas de ellas, aranesas—, que pasaron a integrar el Cancionero Popular de Cataluña. A la salida del pueblo, encontramos otra lápida literaria, fechada en 1970. Esta contiene un poema de Alejandro Casona, aquel excelente dramaturgo de la Generación del 27 que yo aún llegué a estudiar en la E. G. B., pero que hoy está sepultado en el olvido. El poema canta al “río traidor”, como se llama al Garona por ser el único que nace en España y no muere en ninguna costa española, sino en la atlántica francesa. El poema, titulado “Garona español”, tiene el mismo tufo patriótico del mote fluvial, pero es hermoso: “Bebedor de nieves altas,/ Garona de mis recuerdos,/ verde sangría de España/ desde Salardú a Burdeos.// Tres años te vi, Garona,/ paciendo orilla en mi huerto/ y traduciendo al francés/ tu doble hilera de cielos.// Garona de la frontera,/ tres años te vi pasando/ de noche un mugir de vacas/ y estrellas de contrabando.// Te vi nacer en el monte/ acuchillado de fresnos/ y desangrado entre mástiles/ te vi morir en Burdeos…/ ‘Y a la mar tengo de (sic) ir…’/ ¡A la mar de los franceses,/ a buscar en el azul/ la flor de tu sangre verde!”. Cerca de todo ello se alza la iglesia de San Andrés, el principal atractivo artístico de Salardú, y en su interior, el Cristo de Salardú, el principal atractivo artístico de la iglesia de San Andrés, junto con sus frescos, recientemente restaurados. Se trata de una talla románica del siglo XII, que conserva su policromía original, atribuida al mismo maestro escultor del Cristo de Mijaran, en Viella. Está protegido por unas pantallas de metacrilato, como antes lo estaba por una verja forjada con las espadas y lanzas ganadas a los franceses del marqués de Saint-Girons, que en 1597 quiso invadir el valle y fue derrotado por los aguerridos araneses. Ha perdido solera, pero ha ganado efectividad. Lo cierto es que el Cristo de Salardú siempre ha necesitado de mucha protección. Con el estallido de la Guerra Civil, grupos de izquierda quisieron saquear la iglesia y destruir la figura. Pero a mi tío Zenón Moga, entonces un muchacho de dieciséis años, aquel pillaje le pareció una barbaridad, por muy correligionarios que fuesen quienes lo propugnaban, y decidió resguardar la talla en su propia casa (de la que lo desposeerían luego los creyentes y autodenominados defensores del Cristo que él había salvado): lo escondió debajo de la enorme cama de sus padres, donde permaneció hasta que el peligro incendiario hubo pasado. Después, lo devolvió a la iglesia. La familia Moga siempre ha sido muy respetuosa con el arte y la cultura. Y mi tío Zenón, el hombre más noble y bueno que he conocido, un comunista que hizo de guía en la invasión del valle de Arán de 1944 y que recibió un tiro en la mano derecha que le arrancó el dedo meñique y una bala dum-dum en la pierna que se la dejó sembrada de metralla y deforme para toda la vida, hizo honor, siendo solo un adolescente, a ese respeto ancestral. Concluimos el recorrido por el pueblo con la planeada visita al ayuntamiento, donde una amable funcionaria, valga el oxímoron, nos informa de que la casa por la que mostramos interés, en la calle Mayor (hoy semiabandonada: el correo se acumula en la trampilla del buzón y en uno de los balconcitos ha crecido una planta agraz; pero las ventanas todavía conservan las cortinas de encaje), ya no pertenece a sus propietarios originales, sino que ha sido vendida a una empresa inmobiliaria de Barcelona. Sic transit gloria mundi, pienso. Ya no volveré a dormir nunca en ella, ni admiraré los viejos esquíes de madera, colgados en las paredes, con los que antaño mis antepasados se desplazaban de pueblo en pueblo en invierno, ni oleré la madera rancia, pero saludable, que recubre los suelos y los techos. Ni tampoco mis hijos. Una pérdida más: la última y definitiva.
Saint-Bertrand-de-Comminges no está en el valle de Arán. Está en Francia, a poca distancia de la frontera con España. Uno recorre la carretera en L que atraviesa el valle, sale por Bausén y Canejan, los últimos pueblos araneses —Canejan colgado de un risco, con la torre picuda de la iglesia señalando su posición, como la aguja de una brújula—, y llega en un suspiro a Saint-Bertrand, que es una catedral elevada a la categoría de villa. Es verdad que aquí hubo una ciudad galorromana (que acogió a un personaje tan macabramente ilustre como Herodes Antipas cuando fue exiliado en el 39 d. C.), cuyos restos sobreviven al pie del monte en que se asienta la localidad, y también una basílica paleocristiana, la de Saint-Just-de-Valcabrère, a un par de kilómetros de Saint-Bertrand, pero la ciudad transitable hoy es solo un adición medieval a la gran obra que constituye su razón de ser: la catedral de Nuestra Señora, también conocida como la catedral de Santa María, construida entre los siglos XII y XVI. La catedral se eleva con tanta decisión en el paisaje de la región —que, aunque montañoso, no puede compararse con el aranés, alpino y agreste— que se la ha llamado “el Mont Saint-Michel de los Pirineos”. Logramos entrar, mezclados con un grupo del Imserso francés, y admiramos el gigantesco órgano encima de la entrada. También el coro, de madera labrada, nos sorprende por la calidad y reciedumbre de su trabajo. Más allá descansan los restos de San Beltrán en una urna. Como ya es hora de comer, nos alejamos del centro —el exiguo centro de un lugar como este—, donde se apiñan las tiendas para turistas, en las que se venden tanto espadas de madera como mieles de los bosques vecinos o delicados (y caros) perfumes de la campiña, y encontramos el restaurante de un hotel que parece prometedor y, sobre todo, tranquilo. Ante la recepción vacía, toco la campanilla para anunciar nuestra llegada, como en los hoteles antiguos, y desempolvo mi oxidado francés para pedir el almuerzo cuando, al poco, acude la señora que atiende. Pero la señora habla un español más que razonable y me exime del esfuerzo de pronunciar las impronunciables erres francesas. Siguiendo sus consejos, pedimos sopas de ajo, albóndigas con albahaca, berenjenas asadas y croquetas de garbanzos. La cantidad no colma, pero la calidad reconforta. Y disfrutamos de un buen vino blanco, afrutado. Acabado el ágape, reparo en unos libros viejos que adornan una repisa junto a la mesa en la que hemos comido. Hojeo varios y descubro que uno es un Quijote en castellano, con ilustraciones, impreso por los hermanos Garnier en París, en 1899. Le pregunto a la señora si aquellos libros están a la venta, pero se apresura a responderme que no: eran de su papá, dice, y por nada del mundo se desprendería de ellos. No me atrevo a poner a prueba tanta fidelidad filial con una oferta desaforada (que, por otra parte, escandalizaría a mis hijos). Allí se quedarán, pues, escoltando a los comensales de este lugar recoleto e ilustrado, pese al escaso sentido comercial de sus dueños.