“Ganarse la vida” es una expresión obscena. La vida no deberíamos tener que ganárnosla. Nos ha sido concedida gratuitamente, sin haberla pedido nosotros. Y nos ha puesto en este mundo, que tampoco hemos elegido, plagado de enfermedades, injusticias y males. Por si fuera poco, estar vivo significa tener que morir. Ya solo faltaría que, además de enfrentarnos a todas estas ominosas realidades, ninguna de las cuales existe porque nosotros lo hayamos querido, tuviéramos que merecer vivir.
Los regímenes comunistas han enaltecido el trabajo hasta el paroxismo, dando como paradójico fruto que los habitantes del paraíso proletario relajaran abrumadoramente su ejercicio. La Unión Soviética instauró en 1938 el título honorífico del Héroe del Trabajo Socialista, que se otorgaba a quienes hubieran contribuido al desarrollo de la industria, la agricultura, el transporte, la tecnología o el comercio soviéticos, potenciando así el poderío y la gloria de la Unión. A estos héroes se les concedía la Orden de Lenin y la Estrella de Oro Hoz y Martillo, y, en el caso de que volvieran a ser merecedores de tales distinciones, se erigía en la ciudad natal del Doble Héroe un busto en bronce para celebrar la felicísima ocasión. El recipiendario más eminente de tan alto honor fue Alexéi Stajanov, aquel minero inconmensurable que en los años 30 —los de los Juicios de Moscú y las hambrunas propiciadas por las politicas de Stalin, que causaron millones de muertos—, y con la única ayuda de tres colegas tan animosos como él, fue capaz de sacar 102 toneladas de carbón de una mina en seis horas (y de dar nombre a una forma enloquecida de trabajar: el estajanovismo). Stajanov recibió el título de Héroe del Trabajo Socialista, y las recompensas que llevaba asociadas, en 1970, solo siete años antes de que muriera alcoholizado en una mina del Donbás, a donde lo había devuelto Jruschev. En España se concede la Medalla al Mérito en el Trabajo a quien haya observado una conducta útil y ejemplar en el desempeño de cualquier trabajo o profesión, o en compensación por los daños y sufrimientos padecidos en el cumplimiento de ese deber profesional. La condecoración fue creada por la dictadura de Primo de Rivera, luego suprimida por la República y por fin reinstaurada por Franco; hoy sigue otorgándose: en su categoría de oro, conlleva el tratamiento de excelencia; en la de plata, el de ilustrísimo o ilustrísima; y en la de bronce, no implica tratamiento alguno.
Qué feliz me haría responder lo mismo que aquel corajudo oficinista de Melville a su jefe cuando la mía me endilgara cualquiera de sus tediosas tareas: I would prefer not to [‘preferiría no hacerlo’]. Nunca seré capaz, pero no por falta de ganas, sino por un inexplicable pudor. Además, mi jefa no habla inglés.
El trabajo asalariado supone subordinarse a los intereses de otros, a las ilusiones de otros, a las órdenes de otros. Nuestras capacidades y nuestra fuerza se ponen al servicio de proyectos ajenos, desatendiendo los propios. Y si no tenemos ninguno, o aún no lo hemos descubierto, lo que desatendemos es nuestro derecho —acaso nuestro deber— a existir sin otro propósito que disfrutar del hecho insólito de habitar un mundo perturbador y fascinante, cuyos alicientes no son desdeñables: el primero de todos, ver, respirar, sentir la piel propia y la piel de las cosas, gozar del puro pálpito de la tierra, ser libres.
El trabajo asalariado también genera unas estructuras jerárquicas, de poder, en las que el trabajador acepta, irremediablemente, una posición de inferioridad o dependencia. Esas estructuras favorecen el abuso y hasta el acoso. Pero, aun sin llegar a estos extremos de arbitrariedad, explican la comisión de actos que nos repugnan, la aplicación de medidas disparatadas o la imposición de criterios que juraríamos dictados por un impedido intelectual. Y hemos de tragárnoslos, salvo que estemos dispuestos a cambiar de empresa o de ocupación, para someternos a sus propias estructuras de poder.
El trabajo asalariado es un demonio con una perversa capacidad de transformación, como el sistema económico del que es el principal brazo ejecutor. En realidad, el trabajo es solo la penosa obligación de doblar el lomo, sacrificar la inteligencia o perder la vista o la vida en algo que aborrecemos, o que no nos importa, pero que necesitamos para subsistir. Sin embargo, ha sabido convertirse en el eje de nuestra identidad social, en la fuente de nuestro prestigio personal, en el sumidero de nuestro tiempo, en el objetivo que persiguen todas las políticas económicas de todos los Gobiernos del mundo (¡el pleno empleo!) y en la primera necesidad de la humanidad entera, para quien tenerlo se ha vuelto imprescindible, lo más ansiado, una obsesión, cuando debería ser objeto de rechazo, un mal que perseguir sañudamente, una epidemia que erradicar.
El trabajo también es una maldición bíblica. Dios castiga a Adán y Eva por haber comido del árbol del bien y el mal (nunca he entendido por qué eso constituye un pecado: se trata, precisamente, de algo a lo que todos debemos aspirar y a lo que el propio Dios, si creyera en la dignidad de sus criaturas, debería animarnos): los expulsa del paraíso y los condena a comer “el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado; porque polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis, 3, 19; traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera). Y en eso estamos, desde hace tanto tiempo.
Los galeotes pasaban años remando en galeras, comiendo pan duro y un puñado de legumbres cocidas, durmiendo y haciendo sus necesidades en la banca, con los pies siempre en el agua, azotados por el cómitre o sus acólitos para que bogaran al ritmo necesario. Si estaban heridos o enfermos, o si protestaban demasiado por su situación, se les echaba sin miramientos por la borda. Cuando la galera entraba en combate, los encadenaban a la banca para que no pudiesen escapar y, si el barco se incendiaba o se hundía, ellos se quemaban o se hundían con él. Hoy, las condiciones de trabajo han mejorado un poco, pero la esencia de la relación que mantenían los galeotes con sus captores —el sometimiento ciego y absoluto— es la misma.
Perder el tiempo entre las tristes paredes de la oficina deja rebabas de muerte.
He leído recientemente una magnífica primera novela, El descontento, de Beatriz Serrano, en el que una joven empleada de una agencia de publicidad se sentía tan desgraciada en su trabajo que deseaba ser atropellada por un camión para poder disfrutar de una baja larga y no tener que volver a la oficina durante mucho tiempo, y llegaba incluso, a veces, a cruzar temerariamente una avenida con mucho tráfico para ver realizado su sueño. Yo también estoy empezando a no hacer caso de los semáforos.
El trabajo nos priva de nuestra energía, de nuestra fuerza vital: se la entregamos a alguien llamado empresario o jefe a cambio de un óbolo. Lo que nos constituye, el tiempo —ese escasísimo bien con el que hemos sido agraciados por la naturaleza para obtener algún placer de esta incomprensible realidad que llamamos vida—, se diluye en una sucesión de tareas de cuyo valor se apropian otros, y no deja en nosotros más que el recuerdo de una inacabable sucesión de años sin enjundia ni placer: de una nada fatalmente prolongada. Paradójicamente, y como el desgraciado Shylock, entregamos nuestra carne —pero no solo una libra, sino toda ella: la vida entera— para no perderla.
Yo, como Chamfort, en lugar del trabajo propongo el reposo, la contemplación, el pensamiento, el ocio creativo —que reivindicara con lucidez Luis Racionero en Del paro al ocio— y los placeres sensuales, emancipadores espléndidos de la esclavitud laboral y la explotación capitalista.
Quien se trague las inicuas persuasiones de la empresa para que se sienta parte de ella, miembro de la familia que dice ser, es un pringado, como todos, pero también tonto, y eso solo lo es él.
Oda al trabajo
Me voy.
Al trabajo lo sacrificamos todo: los desayunos pausados, las mañanas lentas, hacer el amor cuando se nos antoje, la compañía de los hijos, el cuidado de los padres, la lectura de un poema de Alejandra Pizarnik, un paseo sin propósito, la conversación con un amigo, la audición de En la gruta del rey de la montaña, de Grieg, el pasmo ante un amanecer o un anochecer, un café imprevisto, un paisaje morosamente contemplado. El trabajo se nos traga como un Pantagruel despiadado y nosotros nos dejamos devorar con la esperanza de encontrar un improbable refugio en su estómago.
Qué lamentable el espectáculo de hordas de esforzados trabajadores huyendo de sus puestos de trabajo en ese breve periodo de libertad condicional que el sistema ha consentido en concederles, llamado vacaciones. Millones de personas se apresuran a escapar de lo que hacen, saturando carreteras, alojamientos y medios de transporte, y abandonándose en sus destinos turísticos a una vorágine de producción (de diversión y entretenimiento, de excursiones y experiencias) semejante en todo, salvo en la envoltura física, a aquella a la que les obliga su trabajo. Al cabo de unas pocas semanas (cuatro en España, dos en los Estados Unidos, una en Japón, de cincuenta y dos que tiene el año), volverán al agujero donde penan, a seguir entregando su vida a una ocupación que los estraga o los adocena. Los éxodos vacacionales se reproducen a pequeña escala todos los viernes por la tarde y en los puentes o acueductos que jalonan misericordiosamente el calendario laboral: las autopistas se atascan con los coches que quieren llegar cuanto antes a los lugares de descanso; los espectáculos y locales de ocio se saturan igualmente, ansiosos como están los parroquianos por olvidar lo que los hace sufrir, o los aburre mortalmente, o los desespera por su estupidez o su sinsentido; todos los espacios los ocupan personas que ansían la redención momentánea de su condena, como los presos a los que se les permite dormir en sus casas los fines de semana para volver inexorablemente al talego los lunes.
Trabajar mata: en 2023, se produjeron en España 1.217.491 accidentes de trabajo, de los cuales 762 fueron mortales. Desde 1988, ha habido más de 42.200
accidentes mortales en nuestro país. Según la OIT, cerca de tres millones de trabajadores mueren cada año en el mundo debido a accidentes y enfermedades relacionados con el trabajo: 2,6 millones de estas muertes se deben a enfermedades relacionadas con el trabajo, mientras que los accidentes laborales son responsables de otros 330.000 fallecimientos. La OIT también calcula que 395 millones de trabajadores en todo el mundo sufrieron lesiones laborales no mortales. Por no hablar de los problemas de salud mental que causa el trabajo: estrés, depresión, ansiedad e insomnio, cuya combinación o empeoramiento conduce, cada vez con más frecuencia, al suicidio. En Japón hasta tiene un nombre: karoshi, o muerte por exceso de trabajo.
Me levanto a las 6.15 de la mañana para ir a trabajar. Aún es de noche cuando salgo a la calle. Solo ladra algún perro. Apenas me cruzo con nadie hasta llegar a la estación, que brilla como las cafeterías solitarias de Hopper y cuyas luces atraen a algunos desventurados como yo, que entran en los andenes para coger el primer tren y llegar puntualmente a la oficina o la empresa. En los vagones, nadie sonríe. Unos prolongan la noche insuficiente durmiendo apoyados en las mamparas; otros, la mayoría, se aturden con el móvil; puede que algún estudiante repase apuntes o el contenido de una tableta; unos pocos, como yo, leemos. Pero nadie sonríe. Y apenas nadie habla. Hay un silencio teñido del traqueteo metálico del tren, manchado por el gris de la mañana y los túneles, por la perspectiva ominosa de una jornada más, de una tristeza más. Las señoras de la limpieza que se dirigen a realizarse como personas limpiando váteres, muchas cubiertas con pañuelos, miran impenetrables: miran sin mirar. Los obreros, con monos manchados como un cuadro de Pollock, roncan. Cuando el convoy se para en la última estación, las puertas se abren como si gritasen y los supervivientes del viaje salimos como un vómito de muchos pies, acuciados por el reloj, aprisionados por los gestos de siempre, venciendo tornos y seguratas y escaleras sucias, y saliendo a una luz turbia, punteada por el graznido de las gaviotas y las colillas en el suelo que los primeros barrenderos no se han llevado. Ya casi hemos llegado al lugar donde todos los días desplegamos nuestras aptitudes y satisfacemos nuestras aspiraciones; donde trabajamos muchas horas para que otros enriquezcan o para que se lleven el mérito de la gestión pública.
Los despertadores, como el tabaco, deberían venderse con un lema que dijese: «El despertador mata».
El despertador, esa criatura de Satanás.
El despertador es el fin del mundo.
Para ser feliz, qué importante es despertarse cuando uno quiera.
En el microcosmos laboral, tenemos la oportunidad y el placer de convivir, siete u ocho horas al día, todos los días, con el jefe o los jefes, que pueden ser sujetos comprensivos, pero también execrables, y con buena gente a veces, pero más a menudo con personas con las que no compartimos nada, incompetentes o desnortadas, incluso detestables, a la que no tendríamos inconveniente en fusilar al amanecer contra la tapia de un cementerio: el ama de casa que afirma su independencia echando unas horas en la oficina siniestra (todas las oficinas son siniestras), mientras piensa en los garbanzos que ha de cocinar por la tarde o habla por teléfono con una sobrina; el hombre plano, sin aficiones, sin espíritu, sin otra distracción que sestear en el desierto de su personalidad; el individuo que ha dimitido de la vida, amargado o ausente; el que no ha leído un libro en su vida, ni asistido a una exposición, ni visitado un museo, pero gasta horas y horas en el cuidado de su cuerpo en el gimnasio o en el de su coche en el garaje; el meritorio que solo piensa en serle útil al jefe y quedar bien; el estúpido al que le rezuma la estupidez por los poros de la piel; el adulador; el chupatintas; el narcisista; el malvado.
Si en las sociedades occidentales, con mucho esfuerzo, que ha costado enormes sufrimientos y miles de vidas, se ha conseguido dominar la voracidad física del capitalismo y se han introducido límites a las salvajadas que este sistema innoble ha cometido a lo largo de los siglos con los trabajadores, en el Tercer Mundo las condiciones laborales —en duración de la jornada, salubridad e higiene, seguridad y, por supuesto, salario— siguen siendo atroces, y sus peores efectos recaen en los niños, cuya infancia se ve cercenada por la obligación del trabajo, imprescindible para la supervivencia. Según la OIT, en el mundo hay 218 millones de niños de entre 5 y 17 años que se encuentran ocupados en la producción económica. De ellos, más de la mitad (152 millones) son víctimas del trabajo infantil y 73 millones se encuentran en situación de trabajo infantil peligroso. Muchos niños asiáticos, hispanoamericanos y africanos (en países como Mali, Benín o Chad, más de la mitad de los niños trabajan) reproducen hoy, o incluso empeoran, las condiciones en que lo hacían aquellos primeros niños ingleses que trabajaban catorce horas, entre sustancias venenosas, polvos abrasivos, máquinas trituradoras y capataces feroces, a finales del siglo XVIII, en las fábricas y talleres de la pimpante Revolución Industrial.
Todavía no he averiguado cómo podrían hacerse las cosas que deberían ser hechas si el trabajo no fuese obligatorio y solo se dedicaran a él aquellos que quisieran someterse a sus dictados. La humanidad, tampoco. Siempre he creído que las máquinas —hoy, la inteligencia artificial— deberían ayudarnos mucho más a liberarnos del martirio laboral de lo que lo han hecho a lo largo de los siglos: su fracaso, relativo, se explica porque, aunque la tecnología ha cambiado —y mejorado muchas de las condiciones en que vivimos, aunque también empeorado otras—, no ha cambiado la idea de que el trabajo sea imprescindible. El sistema capitalista necesita que esta creencia no varíe, porque sin ella no hay trabajadores, y sin trabajadores no hay beneficio. Junto con la tecnología y la digitalización, la renta básica universal aparece como uno de los grandes proyectos de la humanidad y un logro colectivo por el que todos deberíamos luchar. En cualquier caso, como sociedad tendríamos que ser capaces de encontrar una liberación: un modo de satisfacer dignamente nuestras necesidades sin estar sometidos a la dictadura del trabajo ni a la indignidad de la explotación y la sumisión que conlleva.
Cuando me siento hastiado de mi trabajo, me reconforta pensar en muchos otros que se me antojan aún más aburridos, desagradables o peligrosos: hacedor de fotocopias, cobrador de peaje de autopistas, desatascador de cloacas, limpiador de pescado, lavandera de hospital, analista de excrementos, cabo primero del Ejército, empleado de pompas fúnebres, recogedor de desechos en baños portátiles, masturbador de toros, sexador de pollos, inseminador de pavos, desactivador de explosivos, operario de matadero, cobrador del frac, inspector de Hacienda, sacerdote, sepulturero. De muchos de ellos se hablaba en un programa de televisión legendario, Dirty Jobs, que yo miraba con fascinación y horror hace una década.
Podría ser que el trabajo asalariado, además de machacar a las personas y arruinar el planeta, nos volviera impotentes.
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