miércoles, 30 de octubre de 2024

Escenas del valle de Arán (y 2): Salardú, Arties, Saint-Bertrand-de-Comminges

Mi familia proviene de Salardú. Aquí nació mi abuelo Abel y aquí vivieron mis tíos y demás parientes hasta que la guerra los mató o los dispersó por Francia. Aquí los Moga tuvieron campos (modestos) y casas (más modestas todavía), pero todo se perdió cuando, comunistas, republicanos, tuvieron que cruzar la frontera para salvar la vida. Solo quedó una mujer en el pueblo, la tía Roseta, a la que los franquistas victoriosos extorsionaron sin compasión, hasta despojarla de las propiedades de las que era la única y frágil guardiana. Nada de cuanto había pertenecido a aquella familia de campesinos sobrevivió al castigo de los políticos y a la rapiña de los vecinos. Desde que conozco este lugar, al que me traía mi padre de niño, entre entristecido y orgulloso, no puedo dejar de sentir ese expolio como un dolor fantasma heredado de mi linaje: el que uno siente en un miembro que le ha sido amputado. Donde hoy hay una placita a la que dan varios garajes de las casas que la rodean, estuvo la casa de mis abuelos; donde hoy se levanta una torre de electricidad, había un prado al que llevaban a pastar a las vacas; donde hoy prospera un hotel, había un establo de la familia. Salardú es, a mis ojos, el lugar del que me han privado, una depredación larga, sancionada por el tiempo y la ley. Hoy visitamos el pueblo para tratar de averiguar si la única casa que queda en pie, perteneciente a alguno de los descendientes de mis tíos, sigue siendo suya y cómo podríamos ponernos en contacto con ellos. Paseamos primero por el pueblo: las antiguas casas de piedra y tejados de pizarra han sido sustituidas, como en casi todos los rincones del valle, por construcciones modernas, anodinas y muy parecidas unas a otras, aunque siempre hermoseadas con flores. Salardú es un pueblo muy poético, y no solo por su entramado y su entorno idílico. Aquí vivió la poeta Palmira Jaquetti, que era barcelonesa, pero que se enamoró del valle de Arán y en él residió entre 1940 y el año de su muerte, 1963, a causa de un accidente de automóvil. Primero lo hizo en Salardú, en una casa muy modesta, de 1940 y 1944, y luego en Arties, a pocos kilómetros de aquí. La placa que lo recuerda, colocada bajo una ventana de madera gracias a un homenaje popular que se le tributó en 1973, la llama poetessa de la Vall d’Aràn. Y lo fue, sin duda, pero también traductora, música, pedagoga y folclorista: en este último papel, recogió más de 10.000 canciones —muchas de ellas, aranesas—, que pasaron a integrar el Cancionero Popular de Cataluña. A la salida del pueblo, encontramos otra lápida literaria, fechada en 1970. Esta contiene un poema de Alejandro Casona, aquel excelente dramaturgo de la Generación del 27 que yo aún llegué a estudiar en la E. G. B., pero que hoy está sepultado en el olvido. El poema canta al “río traidor”, como se llama al Garona por ser el único que nace en España y no muere en ninguna costa española, sino en la atlántica francesa. El poema, titulado “Garona español”, tiene el mismo tufo patriótico del mote fluvial, pero es hermoso: “Bebedor de nieves altas,/ Garona de mis recuerdos,/ verde sangría de España/ desde Salardú a Burdeos.// Tres años te vi, Garona,/ paciendo orilla en mi huerto/ y traduciendo al francés/ tu doble hilera de cielos.// Garona de la frontera,/ tres años te vi pasando/ de noche un mugir de vacas/ y estrellas de contrabando.// Te vi nacer en el monte/ acuchillado de fresnos/ y desangrado entre mástiles/ te vi morir en Burdeos…/ ‘Y a la mar tengo de (sic) ir…’/ ¡A la mar de los franceses,/ a buscar en el azul/ la flor de tu sangre verde!”. Cerca de todo ello se alza la iglesia de San Andrés, el principal atractivo artístico de Salardú, y en su interior, el Cristo de Salardú, el principal atractivo artístico de la iglesia de San Andrés, junto con sus frescos, recientemente restaurados. Se trata de una talla románica del siglo XII, que conserva su policromía original, atribuida al mismo maestro escultor del Cristo de Mijaran, en Viella. Está protegido por unas pantallas de metacrilato, como antes lo estaba por una verja forjada con las espadas y lanzas ganadas a los franceses del marqués de Saint-Girons, que en 1597 quiso invadir el valle y fue derrotado por los aguerridos araneses. Ha perdido solera, pero ha ganado efectividad. Lo cierto es que el Cristo de Salardú siempre ha necesitado de mucha protección. Con el estallido de la Guerra Civil, grupos de izquierda quisieron saquear la iglesia y destruir la figura. Pero a mi tío Zenón Moga, entonces un muchacho de dieciséis años, aquel pillaje le pareció una barbaridad, por muy correligionarios que fuesen quienes lo propugnaban, y decidió resguardar la talla en su propia casa (de la que lo desposeerían luego los creyentes y autodenominados defensores del Cristo que él había salvado): lo escondió debajo de la enorme cama de sus padres, donde permaneció hasta que el peligro incendiario hubo pasado. Después, lo devolvió a la iglesia. La familia Moga siempre ha sido muy respetuosa con el arte y la cultura. Y mi tío Zenón, el hombre más noble y bueno que he conocido, un comunista que hizo de guía en la invasión del valle de Arán de 1944 y que recibió un tiro en la mano derecha que le arrancó el dedo meñique y una bala dum-dum en la pierna que se la dejó sembrada de metralla y deforme para toda la vida, hizo honor, siendo solo un adolescente, a ese respeto ancestral. Concluimos el recorrido por el pueblo con la planeada visita al ayuntamiento, donde una amable funcionaria, valga el oxímoron, nos informa de que la casa por la que mostramos interés, en la calle Mayor (hoy semiabandonada: el correo se acumula en la trampilla del buzón y en uno de los balconcitos ha crecido una planta agraz; pero las ventanas todavía conservan las cortinas de encaje), ya no pertenece a sus propietarios originales, sino que ha sido vendida a una empresa inmobiliaria de Barcelona. Sic transit gloria mundi, pienso. Ya no volveré a dormir nunca en ella, ni admiraré los viejos esquíes de madera, colgados en las paredes, con los que antaño mis antepasados se desplazaban de pueblo en pueblo en invierno, ni oleré la madera rancia, pero saludable, que recubre los suelos y los techos. Ni tampoco mis hijos. Una pérdida más: la última y definitiva.

En Arties, una villa consagrada al ocio, llena de locales de copas y salas de baile, la más marchosa del valle, aunque ahora poca gente transite por sus calles u ocupe sus terrazas, nos volvemos a encontrar con Palmira Jaquetti, cuya residencia en la localidad también recuerda una lápida, en la que, de nuevo, se la define como poetessa de la vall d’Aràn. Esta vez, la placa no está debajo de una ventana, sino encima de una puerta, lo que le da un aire más augusto, a friso grecolatino. Arties también recuerda a otro hijo ilustre: Gaspar de Portolà, nacido en Ós de Balaguer, pero descendiente de la familia que tenía aquí su casa solariega (uno de cuyos antepasados, favorecido por el rey Jaime I, el Conquistador, se llamaba Portolà de la Moga; no es por presumir). Gaspar de Portolà fue, entre muchas otras cosas, gobernador de las Californias, la Alta y la Baja, en el siglo XVIII, cuando pertenecían a España, como un tercio del territorio que actualmente constituye los Estados Unidos. También actualmente, un airoso parador ocupa parte del solar de la casa, de la que han sobrevivido la maciza torre de defensa y la coqueta capilla de San Antonio, privada de la familia, ambas construidas a finales del siglo XVI. Nuestro paseo por las calles de piedra de Arties, sutilmente aristocráticas, se ve primero acelerado y luego interrumpido por la lluvia, que vuelve a caer con fuerza.

Saint-Bertrand-de-Comminges no está en el valle de Arán. Está en Francia, a poca distancia de la frontera con España. Uno recorre la carretera en L que atraviesa el valle, sale por Bausén y Canejan, los últimos pueblos araneses —Canejan colgado de un risco, con la torre picuda de la iglesia señalando su posición, como la aguja de una brújula—, y llega en un suspiro a Saint-Bertrand, que es una catedral elevada a la categoría de villa. Es verdad que aquí hubo una ciudad galorromana (que acogió a un personaje tan macabramente ilustre como Herodes Antipas cuando fue exiliado en el 39 d. C.), cuyos restos sobreviven al pie del monte en que se asienta la localidad, y también una basílica paleocristiana, la de Saint-Just-de-Valcabrère, a un par de kilómetros de Saint-Bertrand, pero la ciudad transitable hoy es solo un adición medieval a la gran obra que constituye su razón de ser: la catedral de Nuestra Señora, también conocida como la catedral de Santa María, construida entre los siglos XII y XVI. La catedral se eleva con tanta decisión en el paisaje de la región —que, aunque montañoso, no puede compararse con el aranés, alpino y agreste— que se la ha llamado “el Mont Saint-Michel de los Pirineos”. Logramos entrar, mezclados con un grupo del Imserso francés, y admiramos el gigantesco órgano encima de la entrada. También el coro, de madera labrada, nos sorprende por la calidad y reciedumbre de su trabajo. Más allá descansan los restos de San Beltrán en una urna. Como ya es hora de comer, nos alejamos del centro —el exiguo centro de un lugar como este—, donde se apiñan las tiendas para turistas, en las que se venden tanto espadas de madera como mieles de los bosques vecinos o delicados (y caros) perfumes de la campiña, y encontramos el restaurante de un hotel que parece prometedor y, sobre todo, tranquilo. Ante la recepción vacía, toco la campanilla para anunciar nuestra llegada, como en los hoteles antiguos, y desempolvo mi oxidado francés para pedir el almuerzo cuando, al poco, acude la señora que atiende. Pero la señora habla un español más que razonable y me exime del esfuerzo de pronunciar las impronunciables erres francesas. Siguiendo sus consejos, pedimos sopas de ajo, albóndigas con albahaca, berenjenas asadas y croquetas de garbanzos. La cantidad no colma, pero la calidad reconforta. Y disfrutamos de un buen vino blanco, afrutado. Acabado el ágape, reparo en unos libros viejos que adornan una repisa junto a la mesa en la que hemos comido. Hojeo varios y descubro que uno es un Quijote en castellano, con ilustraciones, impreso por los hermanos Garnier en París, en 1899. Le pregunto a la señora si aquellos libros están a la venta, pero se apresura a responderme que no: eran de su papá, dice, y por nada del mundo se desprendería de ellos. No me atrevo a poner a prueba tanta fidelidad filial con una oferta desaforada (que, por otra parte, escandalizaría a mis hijos). Allí se quedarán, pues, escoltando a los comensales de este lugar recoleto e ilustrado, pese al escaso sentido comercial de sus dueños. 

jueves, 24 de octubre de 2024

Escenas del valle de Arán (1): Mont, Viella, Montcorbau

Llegamos a Mont (pronúnciese munt) luego de sobrevivir a un tormentón en la carretera y a las cascadas de agua blanca que formaba la lluvia en las laderas por las que circulábamos: vistas desde lejos, parecen cataratas encantadoras, que dan al paisaje aranés un aire de selva venezolana; contempladas desde cerca, acojonan. Mont es un pueblecito de solo cuarenta y seis habitantes, a 1235 metros de altitud. Al núcleo antiguo, de casas toscas con muy pocas ventanas y tejados de pizarra, se le han adosado largas filas de viviendas nuevas, todas segundas residencias o pisos turísticos, que privan al lugar de su tradicional rusticidad y le otorgan, a cambio, un aire de urbanización; no sé si sale ganando. Después de instalarnos en nuestro piso turístico, damos un paseo por el pueblo, forzosamente breve: solo tiene dos calles. En la parte antigua, vemos a dos hombres, uno mayor y otro más joven, en lo que parece un garaje, desollando a una res decapitada. Delante, se amontonan los animales, esta vez vivos: un gallo con su harén de ruidosas gallinas, un gato que parece un tigre y un perro muy peludo. “Bona tarda”, decimos para disimular nuestro asombro y parecer educados. Al lado de donde se está produciendo el despellejamiento, se alza —aunque el verbo es excesivo, dado el tamaño del lugar— la ermita de Nostra Senhora deth Ros, construida en 1517, de paredes desnudas y lo que parece ser un retablo barroco al fondo, en penumbra, que entrevemos por la mirilla de la puerta de madera. Siguiendo por la calle de la Virgen —escrito así, en castellano—, de una de cuyas casas sale un anciano que llama a su perro diciéndole “ven astí” (y me pasma que utilice el mismo localismo para “aquí” que yo oía en Azanuy, el pequeño pueblo oscense, muy alejado del valle de Arán, donde pasaba las vacaciones de mi infancia), desembocamos en los lavaderos techados del pueblo, ese centro de socialización secular de las villas españolas —y que yo aún he visto utilizar en Azanuy, precisamente—, sustituidos desde hace décadas por las lavadoras. Adosado a ellos, hay un abrevadero, en el que no creo que beba ya ningún animal, presidido por un crismón de piedra, a cuyo lado se ve una figura con un cayado. ¿Un obispo? ¿Un pastor, quizá? El lugar rebosa de agua y yo, contemplando embobado el pilón historiado, hago honor a la riqueza hídrica que lo caracteriza metiendo el pie en un charco mucho más profundo de lo que su escaso diámetro hacía sospechar. Cuando llego a la iglesia de Sant Llorenç, a las afueras del pueblo, el pie todavía no se me ha secado. Para entrar en el recinto de la iglesia, hay que abrir una verja con cerrojo, pero sin llave. La iglesia se erigió en el siglo XII, pero de la arquitectura románica originaria solo queda, al lado de la entrada actual, con una puerta de madera viejísima, otra entrada cegada, mal encalada y medio comida por un ala añadida al edificio en la remodelación que se llevó a cabo en 1738. El templo es rudimentario. Solo destaca una torre cuadrangular robusta, acampanada en sus cuatro lados. En la magra información que aporta el ayuntamiento, averiguo que el crismón del abrevadero probablemente provenga de la iglesia románica: los neoclásicos no quisieron echarlo al basural, ni nadie apropiárselo, y se decidió embellecer el bebedero con él. 

Viella, como Mont, como todo el valle, ha perdido la rusticidad que la ha caracterizado secularmente. Y rusticidad quiere decir también pobreza. El valle de Arán —un topónimo redundante, de origen vasco: Arán significa ‘valle’ en eusquera; valle de Arán es, pues, valle del valle— fue, hasta hace un siglo, uno de los rincones más pobres del país, aislado entre montañas difícilmente accesibles y sin apenas tierra cultivable. La gente salía adelante gracias a una agricultura de subsistencia y, sobre todo, a las cuatro vacas que casi todos apacentaban. A principios del siglo XX, en estos parajes prevalecía, como me dijo una vez mi tía María, una aranesa semianalfabeta que hablaba fluidamente, no obstante, cuatro idiomas —aranés, catalán, francés y castellano, por este orden—, une misère noire; no sé por qué me lo dijo en francés, quizá porque se explicaba delante de sus hijas, refugiadas en Francia con la caída de la República, casadas con franceses y madres de franceses. Mi tía recordaba cuando en los pueblos del valle no había saneamiento público y muchas familias tiraban las deposiciones, envueltas en papel de periódico, por las escasas ventanas de las casas. Hoy, Viella es una localidad enriquecida por el turismo, que ha acabado con casi cualquier vestigio de aquellos tiempos pintorescos pero infames. Subsiste, como es natural, la iglesia principal de la villa, la de Sant Miquel, que alberga el Cristo de Mijaran, una hermosa talla policromada románica, del siglo XII; una gran pila bautismal de mármol, también románica, esculpida con motivos geométricos y vegetales, de influencia mozárabe; y un espléndido retablo gótico, del XV. La iglesia se levanta al lado del ayuntamiento, cuyo entrada colorista, llena de banderas y flores, enmarcan dos lápidas conmemorativas: una recuerda que el edificio del consistorio se construyó “reinando el señor Fernando VII Q. D. G. y siendo gobernador el ilustrísimo don Policarpo Vázquez de Aldana, en 1829” (del tal Policarpo no se pide que Dios lo guarde); y la otra rememora la fecha, 6 de julio de 1924, en que, “siendo rey de España don Alfonso XIII y gobernando un Directorio Militar, pisó por primera vez tierra aranesa un monarca español”. El bueno de Alfonso XIII, velado en el trono por aquel gran espadón que fue Miguel Primo de Rivera, cuyo acceso al poder facilitó el propio rey, decidió utilizar la recién construida carretera de la Bonaigua, en 1923 —la primera que unió el valle con España— para visitar una de las muchas comarcas que aún desconocía de su país; igual que había hecho, por cierto, dos años antes en las Hurdes, otro lugar aislado del resto de la nación y todavía más atrasado que el valle de Arán. A la salida de la iglesia de Sant Miquel, cruzamos el río Negro, afluente del Garona, que baja con mucha agua y ruido, y nos restauramos con unos tés y unas pastas en una tetería junto al hotel La Abuela, desde cuyos escalones de entrada nos observa una abuela de bronce y tamaño natural en trance de tricotar. Delante, vemos una tienda: “Deportes Moga”. Moga es un antropónimo también de origen vasco: muga significa ‘frontera’ y estas montañas son una frontera natural. Lenguas euscáricas se extendieron, hace milenios, por los Pirineos hasta la costa catalana. Mi apellido es una prueba de aquella remotísima presencia.

Una tarde paseamos desde Mont hasta el pueblo vecino, Montcorbau, aún más pequeño que el primero: tiene solo veintiún habitantes. Lo hacemos siguiendo un caminito que recorre la ladera de la montaña en la que ambos pueblos están enclavados. El valle se abre a nuestros pies como una serpenteante cicatriz verde. La niebla alicata de blanco los huecos entre los montes, que se superponen en serranías sucesivas hasta perderse en un magma remoto y negro. El cielo, líquidamente azul, se agrisa con parsimonia. Rozamos con la cabeza —el sendero es muy estrecho— zarzales atestados de moras, gruesas, dulces, jugosas, que nos zampamos como críos que no hubiesen merendado. Yo estoy a punto de pisar una salamandra, amarilla y negra, ese urodelo que durante siglos se ha creído que podía sobrevivir al fuego. Todos nos paramos a contemplarla. Aunque la toco en un costado con un palito, no se mueve. Parece completamente indiferente a nuestra presencia. La dejamos con su indiferencia y seguimos andando a Montcorbau, a donde llegamos poco después. Preside el pueblo la iglesia de Sant Esteve, románica, con elementos góticos y barrocos posteriores, como casi todos los templos del valle. Sentados a su sombra, jugueteamos con dos gatos que se nos acercan. Uno, negro, busca la caricia con insistencia; el otro, blanco, más esquivo, apenas permite que lo toquemos. Siempre que me es dado acariciar a un gato callejero, recuerdo lo que me dijo Ángeles una vez, con voz de ultratumba, en una iglesia inglesa en la que se había colado un minino que caracoleaba entre las piernas: “Transmiten la toxoplasmosis”. Desde entonces me abstengo de tocarlos: me limito a observar sus inverosímiles estiramientos. En una de las casas de Montcorbau se acumulan las placas: una informa de que allí funciona un establecimiento dedicado a “ramaderia e lotjaments”; otra, encima de esta, revela que en ese mismo lugar nació, en 1867, el poeta y sacerdote José Condo Sambeat, “que supo cultivar con amor filial su lengua aranesa”. La lápida la instaló la Diputación Provincial en el 1968, con ocasión —y algún retraso— del centenario de su nacimiento. No deja de tener mérito que una diputación franquista (aunque fuera en los últimos años del Régimen y el homenajeado fuese un cura) recordara a un autor que había escrito en occitano. Pero lo hizo en castellano, claro, y con esa prosa engolada que las dictaduras no saben evitar y que rezuma la piedra. El propio Josèp Condò Sambeat, que así se escribe su nombre en aranés, fue el primer escritor que utilizó este idioma como lengua literaria, pero también publicó en español, aunque solo cosas religiosas: Escuela de perfección sacerdotal, en 1914, y La Santísima Virgen en los Evangelios, 1915. No sé quién pueda leer estas obras hoy, pero, desde luego, no seré yo.

sábado, 19 de octubre de 2024

La palabra perseguida

Manuel Florentín ha erigido un monumento a las tinieblas. En las casi 800 páginas —que descansan en ochenta y cinco de bibliografía (de cuerpo diminuto e interlineado simple)— de Escritores y artistas bajo el comunismo. Censura, represión, muerte (Madrid, Arzalia, 2023), ha documentado la persecución sistemática que sufrieron los creadores bajo los distintos regímenes comunistas establecidos en muchos países tras la Revolución soviética de 1917, y también en otros —entre ellos España— en los que, aun sin haber estado nunca sometidos a un régimen de esa naturaleza, los partidos comunistas y sus «compañeros de viaje» llevaron a cabo o apoyaron medidas represivas semejantes contra escritores y artistas disidentes. Esta persecución, huelga decir, solo la sufrían los creadores contrarios a los regímenes dominantes, o no suficientemente entusiastas con ellos (y se era contrario, también, aunque se compartieran los principios del socialismo, si no se seguían sus doctrinas estéticas: aquel «realismo socialista», de cemento y acero, que vedaba cualquier manifestación del arte individualista y burgués de Occidente). Sus partidarios, en cambio, gozaban de un trato principal, que incluía toda suerte de privilegios en una sociedad que, teóricamente, había abolido los privilegios. Aunque hay que añadir que la pertenencia a uno u otro grupo, el de los afectos y los desafectos —y, por lo tanto, el bienestar de cada uno y hasta su vida y la de su familia—, pendía de un hilo: un chiste que se contara o un brindis que se hiciera en una reunión privada, pero que llegara a oídos de las autoridades por la delación de alguno de los asistentes —que podía ser un amigo íntimo o un familiar cercano del denunciado: en la Unión Soviética y las repúblicas de su órbita, la espesa red de delatores era uno de los principales sostenes del Estado: medio país espiaba al otro medio—, condenaba a la expulsión de la Unión de Escritores (lo que implicaba, en la práctica, no volver a publicar), a la pérdida del trabajo, a la detención, el interrogatorio y la tortura (del chistoso y, a menudo, también de su mujer, sus hijos, sus hermanos y sus padres), y, en muchos casos, al gulag (o, en décadas posteriores, a los hospitales psiquiátricos).

El relato de las prácticas represivas de los regímenes comunistas, que ya latían en el pensamiento y las acciones de Lenin —al que suele presentarse como un líder más intelectual y menos sangriento—, pero que alcanzaron el paroxismo con Stalin —un georgiano que iba para cura y para poeta, pero que prefirió consagrarse a la Revolución—, sobrecoge por su crueldad. En la Unión Soviética, lo mejor de la literatura rusa padeció la furia estaliniana. Marina Tsvietáieva pasó catorce años en el exilio y se suicidó después de que fusilaran a su marido y detuvieran a su hija y su hermana. Ana Ajmátova también vivió el fusilamiento de su primer marido, el poeta Nikolai Gumiliov, la deportación de su hijo a Siberia en dos ocasiones y la muerte de su tercer marido, el escritor Nikolai Punin, en un campo de concentración; sus libros fueron prohibidos, y ella, acusada de traición y deportada. Ósip Mandelstam fue asimismo deportado por un epigrama contra Stalin y murió en un campo de trabajo de Vladivostok. Vasili Grossman tuvo que escribir once versiones de su novela Stalingrado para complacer a la censura soviética. Boris Pasternak renunció al premio Nobel que se le había concedido en 1958 por temor a las represalias del poder soviético contra él y su familia.

Las repúblicas comunistas de la Europa del Este se apresuraron a importar las técnicas coercitivas que tan buenos resultados estaban dando en la Madre Rusia. En la República Democrática de Alemania, el Ministerio para la Seguridad del Estado, la siniestra Stasi, contaba en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, con 102.000 agentes y 174.000 informantes (para vigilar a una población de 17 millones de habitantes; la Gestapo había dispuesto de 40.000 efectivos para controlar a 80 millones); también se le destinaba el 5% de los presupuestos generales del Estado. Gracias a su celo en el cumplimiento de las tareas que tenía encomendadas, escritores como Thomas Brasch, Reiner Kunze, Jürgen Fuchs, Stefan Heym, Lutz Rathenow y un larguísimo etcétera sufrieron vigilancia y cárcel, fueron despedidos de sus trabajos, se les retiró el permiso para publicar (y hasta para escribir) y, en no pocos casos, fueron privados de la nacionalidad y expulsados del país. En Rumanía, el equivalente de la Stasi, la no menos terrorífica Securitate, velaba, bajo la sanguinaria dirección de Nicolae Ceaucescu y su draculiana mujer, Elena Petrescu, por que autores como Paul Goma, Herta Müller, Norman Manea o Ana Blandiana no pusieran en peligro la seguridad del Estado con sus palabras. En Albania, un enloquecido Enver Hoxha (pronúnciese jodcha), cuando no estaba ocupado sembrando búnkeres por todo el país para defenderse de una invasión de los Estados Unidos que daba por segura y que hoy se utilizan para cultivar champiñones, perseguía con saña a quienquiera que objetase a su régimen, aunque antes lo hubiese apoyado, como Ismaíl Kadaré, que se tuvo que exiliar en Francia después de que el propio Hoxha le recriminase que su novela El gran invierno no hiciera lo que la buena literatura debe hacer: «Representar los intereses del régimen, hablar de las fiestas, de las cooperativas, de las consignas del partido, del entusiasmo de la juventud». La suerte de Kadaré, pese a todo, fue mucho mejor que la del poeta Havzi Nela, condenado a quince años por criticar al régimen de Hoxha, luego aumentados a veintitrés por organizar una protesta dentro de la cárcel por las condiciones inhumanas en las que vivían los presos. Cuando obtuvo lo libertad, fue confinado en un pueblo, del que se escapó un día para poner una flores en la tumba de su madre, que acababa de morir. Por incumplir el régimen de confinamiento, lo condenaron entonces a muerte, lo colgaron en público y dejaron que su cuerpo se pudriera en la calle.

La investigación de Florentín alcanza a muchos otros países, no europeos. A Cuba, por ejemplo, donde se revivieron los Juicios de Moscú con Heberto Padilla, y numerosos escritores disidentes —aunque muchos de ellos habían apoyado o aplaudido la Revolución— se vieron obligados a exiliarse y a morir lejos de su patria, como Guillermo Cabrera Infante o Reinaldo Arenas. Y a China, por supuesto, cuyos comunistas conjugaban un refinamiento sádico —cobraban a la familia de los ajusticiados la bala que los había matado— con fórmulas mucho menos sutiles: La Guardia Roja de Mao apaleó hasta la muerte a Lao She, acusado de «derechismo». Zhang Zhixin estuvo presa por criticar a la mujer de Mao y el culto a la personalidad del Gran Timonel, y en la cárcel fue torturada y violada sistemáticamente; para ahuyentar a sus violadores, se untaba el cuerpo con sus propios excrementos. A Lin Zhao la reeducaron durante ocho años con palizas y torturas en un campo de trabajos forzados y, tras contraer tuberculosis, fue ejecutada el mismo día en que se dictó su sentencia de muerte.

Manuel Florentín subraya en su documentadísimo libro —cuya monotonía no le es achacable a él, sino a la naturaleza de lo narrado: conductas repetidas e iguales de los regímenes comunistas— otro motivo de dolor para los escritores y artistas perseguidos: la falta de solidaridad de sus colegas occidentales, muchos de los cuales profesaban una fe tan intensa en el ideal comunista que se negaban a ver, o a creer, aquello que lo desmintiera, aunque fuesen crímenes atroces. Sartre fue uno de los ciegos voluntarios más destacados: arengaba a sus compañeros para que, como él, no viesen.

Pero Florentín no relata esta tragedia sin humor: el de los chistes que circulaban en todos los países comunistas sobre sus infaustos gobernantes. El chiste fue una de las principales válvulas de escape de los habitantes del paraíso socialista, aunque podía conducir también a la catástrofe: el humor como lenitivo de la impotencia. Este es uno que se contaba en Checoslovaquia después de que los blindados soviéticos aplastaran la Primavera de Praga: «¿Cómo visitan los rusos a sus amigos? En tanque».

La lectura de Escritores y artistas bajo el comunismo deja un regusto muy amargo. Y no solo por las innumerables salvajadas que refiere, sino también porque corrobora el fracaso de un ideal encomiable, que perseguía la justicia y la igualdad, construido a partir del certero —y aún no superado— análisis marxista del capitalismo, y que han abrazado muchos espíritus nobles que deseaban el bien de sus semejantes. Quienes hemos creído alguna vez en él vemos en este reguero de crueldades la demostración de la indefectible capacidad del hombre para convertir sus utopías en infiernos. 

[Este artículo se publicó en Letras Libres, núm. 276, septiembre de 2024, pp. 53-54.]

sábado, 12 de octubre de 2024

Navegando por el Museo Naval

Hacía tiempo que quería visitar el Museo Naval, un lugar situado en pleno centro de Madrid (¡al lado de la Cibeles!), pero ampliamente desconocido por el público. Una amiga que trabajó allí muchos años me lo había recomendado —“te sorprenderá”, me decía— y hoy he tenido ocasión de pasear por sus salas, distribuidas en una sola planta. Y, en efecto, me ha sorprendido. La entrada es gratuita, aunque se sugiere una donación de tres euros, que aporto con gusto. Cuando pregunto si hay taquillas donde dejar la mochila, el receptor de la donación, un hombre vestido de civil, me responde, grave e incontestable: “No. Esto es un recinto militar”. Y yo me pregunto (aunque no le digo nada, no sea que me forme un consejo de guerra) por qué es incompatible ser un recinto militar y tener taquillas para el público. A la salida, veré un “buzón de sugerencias” (me encantan los buzones de sugerencias, que ya casi no se encuentran en ningún sitio, sustituidos por los gélidos buzones digitales) y ahí introduciré un papelito con dos sugerencias: que cobren por la entrada (sin pasarse) y que instalen taquillas para hacer un poco más cómoda la visita de la gente. Subo ya al primer piso, donde se encuentran los tesoros del lugar. Y lo hago por una escalera de madera que recuerda, oportunamente, a la escalera de un buque. Así encontraré todas las instalaciones: modernas, adecuadas, bien iluminadas, limpias. El Museo Naval no es una institución vetusta que aloje los pecios polvorientos de las glorias nacionales, sino un lugar espabilado y luminoso por el que resulta estimulante pasear. También es una pinacoteca aventajada, aunque mayormente de capitanes y capitostes de la cosa naval, claro, con los reyes de España siempre a la cabeza. Desprende, en consecuencia, un aire oficial, que no llega a hacerse oneroso. Al contrario: es divertido, por ejemplo, admirar la nariz abotijada de Carlos III o la cara de tonto de su nieto Fernando VII, en quien la naturaleza compensó una inteligencia escasa con un pene monumental, tanto que, cuando quería ejercer el débito conyugal con su majestad la reina, debía hacerlo enrollándose una toalla en la base del miembro para que cupiera, sin causar daños irreparables, en el seno de su augusta esposa. Así se lo prescribió su médico, siempre atento al bienestar del monarca. En una estatua de su bisnieto Alfonso XIII, bisabuelo del rey actual, no puedo evitar fijarme en otro detalle genital, quizá porque el paquete regio me queda a la altura de los ojos: el escultor, Lorenzo Coullaut Valera, ha resaltado, sin excesos pero también sin recato, los pudenda del rey, cuando, por lo general, los bultos, y menos los aristocráticos, no suelen subrayarse, aunque, como en el caso de Fernando VII, sus poseedores anden sobrados de materia prima: no se considera fino. El Museo Naval es también el paraíso de los maquetistas: las naves expuestas son construcciones esclarecedoras y precisas —de galeones y paraos, de submarinos y fragatas blindadas, de acorazados e hidroaviones, de portaaeronaves y naos—, llenas de detalles, fidelidad histórica y, sorprendentemente, vida. En una de las primeras salas que visito, contemplo un óleo sobre la batalla de Trafalgar, el hito nefasto de la historia de la Armada española (el fasto es Lepanto), pintado por Rafael Monleón y Torres. Y la cartela que informa sobre el desgraciado hecho empieza así: “Como consecuencia de los errores del comandante Villeneuve...”. Se ha tardado poco en atribuirle la responsabilidad del desastre al gabacho, aunque es cierto que le corresponde casi toda. Si Villeneuve hubiera hecho caso a los marinos españoles —que eran, además, algunas de las mejores cabezas de la Ilustración española: Federico Gravina, Cosme Damián Churruca, Dionisio Alcalá Galiano; todos muertos en el combate o a resultas del combate— y hubiera esperado en la bahía de Cádiz a que mejoraran las condiciones para enfrentarse a los ingleses, que llegaban con mejor marinería y mayor capacidad de fuego, además de con Lord Nelson, otro gallo habría cantado. Pero el francés sentía el aliento sulfuroso de Napoleón en el cogote, no supo capear su presión y se encaminó al desastre, no fuese a ser que lo considerasen un gallina. El emperador le agradecería luego los servicios prestados suicidándolo de diecinueve cuchilladas en un tabuco de París. En el Museo veo la maqueta del Santísima Trinidad, el mayor buque de la Armada española en aquella pelea, con sus 140 cañones y sus cuatro puentes, que se enfrentó sin ayuda a siete navíos británicos —entre ellos, el Victory, desde donde Nelson dirigía las operaciones— para acabar desarbolado y lleno de cadáveres, tan maltrecho que, una vez rendido (las Ordenanzas de 1802 prescribían que los buques de la Armada “nunca se rendirán a fuerzas superiores sin cubrirse de gloria en su gallarda resistencia...”), no pudo ser apresado, sino que hubo que remolcarlo. No obstante, sobrevino un temporal y los británicos prefirieron hundirlo, abandonando a su suerte, que no era otra que el fondo del mar, a las docenas de heridos que se encontraban en sus bodegas. Otro suceso de la historia naval, este más afortunado, aunque no menos dramático que Trafalgar, llama la atención en el Museo: la defensa de Cartagena de Indias por parte de Blas de Lezo en 1741 frente a la poderosísima armada del también inglés Edward Vernon (con los hijos de Albión llevamos siglos atizándonos en los mares, hasta hoy mismo, en Gibraltar). Allí, Lezo, al mando de unos 3.600 hombres (entre ellos, 600 arqueros indios), derrotó a los cincuenta y un barcos, 30.000 soldados y 2.000 cañones del jactancioso Vernon, que mandó noticia a Londres de conmemorar su victoria antes de que esta se hubiera producido. En una vitrina del Museo se conserva media docena de esas medallas conmemorativas, en varias de las cuales Lezo aparece arrodillado o sometido al inglés. Blas de Lezo había perdido un ojo, un brazo y una pierna en diferentes enfrentamientos con los enemigos de España desde que se enrolara en la Marina a los dieciséis años, pero conservaba los dos testículos y, sobre todo, una inteligencia aguda, que le permitió concebir todas las argucias imaginables para socavar la abrumadora superioridad numérica inglesa: por ejemplo, hizo cavar un foso alrededor de las murallas de la principal fortaleza de Cartagena, de urgencia y de noche, para que las escalas de los atacantes no llegaran hasta donde se apostaban los defensores. Y cuando, en efecto, los ingleses se encontraron con el foso y unas murallas insuperables, quedaron inermes ante el fuego español, que arrasó sus filas. La carga final a la bayoneta de los españoles (y de los indios auxiliares esgrimiendo pavorosos machetes) causó una gran mortandad entre los hijos de la Gran Bretaña, muy pocos de los cuales alcanzaron a refugiarse en lo que quedaba de la flota de Vernon. Junto a la vitrina de las medallitas conmemorativas se expone también un espadín de Blas de Lezo. No está manchado de sangre. Pero el Museo Naval no solo recuerda batallas. Las lombardas, culebrinas y trabucos de borda, entre muchas otras herramientas para trinchar la carne de los enemigos y hundir sus barcos, conviven con los instrumentos necesarios para la navegación y la vida a bordo, todos relucientes y magníficos: astrolabios, brújulas, catalejos, telescopios, barómetros, sextantes, octantes, esferas armilares. Me espanta y me conmueve el equipo del cirujano de la nave, cuando lo había. Solo el nombre de su instrumental sobrecoge el ánimo: trépano de trinquete, lanceta para sangrar, sierra de arco, trócar, lepre. Hay que imaginarse a aquel médico (y, sobre todo a sus pacientes) serruchando piernas o brazos destrozados, extrayendo astillas del maderamen cañoneado de los sesos en que se habían clavado, taponando hemorragias causadas por balas de cañón que habían arrancado miembros enteros, vaciando ojos reventados...; y todo ello sin anestesia ni aire acondicionado. Es iluminadora también la información que se proporciona sobre las expediciones científicas españolas, menos conocidas que los descubrimientos o las batallas, pero que han hecho grandes aportaciones a la ciencia moderna: la de Malaspina, por ejemplo, que amplió indeciblemente los conocimientos sobre historia natural, cartografía, etnografía, astronomía, hidrografía y medicina, o la de Jorge Juan y Antonio Ulloa, que sirvió para establecer la longitud del meridiano terrestre, ambas fruto del espíritu de la Ilustración, en el siglo XVIII. Algunas celebraciones, como el gigantesco óleo de José Garnelo a Colón y el descubrimiento de América, en el que unos indios obsecuentes y genuflexos hacen regalos de bienvenida al descubridor, parecen competir con el espíritu hodierno, y serían probablemente quemados en un auto de fe en casi cualquier país hispanoamericano de no estar protegidos por los sólidos muros de este recinto militar. No obstante, el descubrimiento de América explica una de las piezas más valiosas del Museo, la Carta Universal de Juan de la Cosa, de 1500, en pergamino: la primera representación de América en una imagen (aunque sea bastante pobre, dados los magros conocimientos que había sobre su geografía en 1500: una mera mancha verde, en un costado del mapa, con una gran depresión en el centro, en la que se insertan algunas islas antillanas). Alrededor de la vitrina en la que se expone la Carta se amontona un nutrido grupo de visitantes, que atienden a un guía voluntario: un señor canoso, mayor, que se apoya en un bastón, seguramente un militar retirado, dueño de un castellano recio e indisimuladamente patriótico. De la secular relación con América inaugurada por Colón, el Museo guarda otras muestras significativas, como algunos objetos suntuarios del “Galeón de Manila”, la ruta comercial entre las Filipinas y los puertos de la Nueva España que supuso la primera globalización del planeta: admiro un barco floral chino y otras piezas de la exquisita cerámica de Catay, así como una mesa tablero de piedras duras que también viajó en el tricentenario Galeón y acabó en el despacho de Manuel Godoy, el valido de Carlos IV y, sobre todo, de su mujer, la psitácida pero fogosísima María Luisa de Palma. Dos muy altas salas centrales acogen numerosas maquetas grandes y algunas piezas singulares, como una piragua samoana, una canoa de Cartagena de Indias, larguísima, hecha de un solo tronco de árbol, o unos refulgentes torpedos automóviles, de bronce fosforoso (no sé que es el bronce fosforoso, pero acojona), de finales del siglo XIX. Ambas salas están circundadas por una colorista colección de mascarones de proa. En general, la información que aporta el Museo Naval está cuidada, pero también un poquito sesgada. Las victorias españolas (hasta en acciones tan medianas como la lucha contra los piratas filipinos y el asalto a Joló, en 1851, o la Guerra del Pacífico, con Méndez Núñez bombardeando El Callao y Valparaíso “para reparar diversas ofensas”) son objeto de esmerada atención, pero las derrotas, algunas tan sonadas como Trafalgar, la Armada Invencible o los desastres de Santiago de Cuba y Cavite, en la guerra con los Estados Unidos que puso fin al Imperio español, pasan casi inadvertidas, si es que llegan a pasar en absoluto. Por su parte, el tratamiento de la guerra naval durante la Guerra Civil española es rigurosamente equidistante: se exponen el estandarte de Francisco Franco y la insignia de Miguel Azaña (aunque el lenguaje empleado para describirlos denota alguna parcialidad: el primero es “generalísimo de los ejércitos nacionales de Tierra, Mar y Aire”; el segundo, simplemente “presidente de la República Española”. ¿El ejército de la República no era tan nacional, o más, que es de los sublevados? ¿Y por qué “generalísimo” y no “presidentísimo”?), así como una bicolor franquista y una tricolor republicana, y una maqueta del crucero Libertad, buque insignia de la flota de la República, y otra del crucero Canarias, que formó parte de la insurrecta. Sesgado, como digo, pero suficiente, supongo.   

lunes, 7 de octubre de 2024

El Líber y la autoedición

Hacía tiempo que no acudía al Líber de Barcelona: en años recientes, no he recibido invitaciones de carácter profesional. Mi última participación en una feria internacional del libro fue durante mi estancia en Mérida como director de la Editora Regional de Extremadura, aunque entonces fui al Líber de Madrid, en IFEMA. Las ferias internacionales del libro —los encuentros profesionales, en general— siempre me han parecido aburridas: el lector que nunca dejo de ser —y el escritor que tampoco— echa de menos el contacto vivo con el libro y la literatura, no mediatizado por los intereses fabriles y comerciales. Sin embargo, mi presencia de hace unos días en el Líber fue todo menos aburrida. La Asociación Colegial de Escritores me había propuesto moderar una mesa redonda sobre las luces y las sombras de la autoedición en España, y yo había aceptado. Llegué a la Feria de Barcelona con mucha antelación y entretuve el tiempo paseando por los estands. La Feria estaba partida en dos: a un lado, las editorales y asociaciones; al otro, las empresas de impresión y artes gráficas. Como es natural, me concentré en las primeras, que mostraban el producto ya acabado, y entre los puestos reconocí a casi todos los grandes nombres de la edición española, a buena parte de los medianos y también a algunos pequeños. En el puesto de la editorial Almuzara se encontraba su fundador y propietario, Manuel Pimentel, exministro de Aznar, que se ha revelado como un editor audaz. Estaba solo. No lejos vi también a Chus Visor, que charlaba animadamente con una mujer en el pequeño espacio que había contratado. De hecho, Visor fue la única editorial solo o fundamentalmente de poesía con estand propio que vi. Rialp, dueña de la legendaria colección Adonáis de poesía, no enseñaba ni uno solo libro perteneciente a esta colección. En cambio, desplegaba generosamente sus títulos devocionales, como, de hecho, hacían también los muchos puestos de editoriales religiosas. Entre los expositores había numerosas asociaciones de editores regionales: valencianos, asturianos, andaluces, gallegos, castellano-leoneses... A la que no vi fue a Extremadura, que, como siempre, no contaba con ninguna representación en la Feria. Esta era una de las carencias enquistadas de la Editora Regional de Extremadura y de las pocas editoriales privadas de la región: su falta de participación en los principales encuentros editoriales y literarios nacionales. Según pude averiguar cuando trabajaba en Extremadura, participar era demasiado caro y, para hacerlo, se necesitaba una infraestructura organizativa que la Junta no tenía y que, por lo visto, sigue sin tener. Cuando hube recorrido la mitad, digamos, literaria, me di un paseo también por la otra, técnica e industrial. Y aspiré durante un buen rato los vapores fabriles que, pese a la asepsia de la tecnología digital empleada en casi todos los casos, emanaban de unos puestos en los que funcionaban grandes aparatos de impresión, que alumbraban imágenes coloristas y perfectas. Luego me dirigí a la sala de conferencias donde se iba a celebrar el encuentro. Participaban en la mesa tres personas: el editor de una distinguida editorial madrileña, dedicada sobre todo al arte y la historia, con una clara proyección académica; la directora de una escuela de letras también madrileña, que además es novelista; y la editora de una empresa de servicios editoriales donde los autores pagan por que se publiquen los libros que desean dar a conocer, y que es, según dicen, la empresa de estas características más importante de España, es decir, la que más libros pagados por los autores ha publicado. Yo, como ya he dicho, moderaba el debate. Lo que no me imaginaba es que lo que esperaba que fuese un acto plácido se convirtiera en el pandemonio en el que se convirtió, y que sirvió para hacerme consciente de lo olvidado que tenía el papel de moderador, de verdadero moderador, en una discusión pública. Presenté a los participantes y cedí en primer lugar la palabra al editor madrileño, que se expresó con moderación, aunque no dejó de manifestar la importancia que para él tenía el catálogo —la obra, realmente, de las editoriales— para la configuración de un proyecto literario y estético digno de ese nombre, que él no advertía en las empresas de servicios editoriales. Habló luego la directora de la escuela de letras, que no se anduvo con chiquitas y se lanzó desde el principio, como una mihura, contra el trapo rojo de la autoedición, subrayando, entre otras cosas, que como lectora tenía derecho a que los libros autofinanciados se identificasen como tales en las librerías, donde convivían con aquellos que no había sido sufragados por sus autores, para saber exactamente qué tenía entre manos y qué podía esperar de ello. Mientras hablaba, la representante de la empresa de autoedición manifestaba su incomodidad con crecientes muecas de dolor y cada vez más evidentes retorcimientos en la silla. Finalmente, tomó la palabra, y lo hizo para expresar su disgusto por que la hubieran traído a una encerrona, rodeada, como estaba, por tres personas contrarias al negocio que representaba. Hube de señalarle que yo era solo el moderador, que no había dado mi opinión, y que el tema de la mesa eran “luces y sombras de la autoedición”. A continuación, hizo una defensa vehemente de su negocio, apelando a la exquisita corrección que se hacía de los manuscritos financiados, a la distribución de sus libros con una de las grandes distribuidoras del país y hasta a la instauración de un premio literario propio, que reconocía al mejor libro publicado por la empresa cada año. La parte más divertida del asunto llegó cuando se le dio la posibilidad de participar al público, porque el público no era un conjunto ecuánime y desinteresado de personas, sino un grupo calentito en el que predominaban los autores que habían recurrido a la autoedición (algunos, en la empresa representada por esta editora) o que, pertinazmente rechazados por las editoriales, se planteaban recurrir a ella. Un hombre, en particular, se erigió en aguerrido portavoz de los que Umberto Eco llama, en un descacharrante capítulo de El péndulo de Foucault, “AAF”, es decir, autores autofinanciados. En su primera intervención, calificó lo que habían dicho quienes se habían mostrado contrarios a la autoedición de “discursos de odio”. Hay quienes, impregnados del peor espíritu woke y sin luces propias para advertirlo, no conciben que una crítica sea solo una crítica, por acerba que sea: cuanto no se aviene con lo que piensan ellos, es un discurso de odio. También otros asistentes tomaron la palabra para señalar diversas disfunciones de la edición, digamos, tradicional —aunque el editor madrileño se oponía a que se añadiera el adjetivo al nombre: quienes asumen el riesgo de editar libros por su calidad son, sencillamente, editores, no editores tradicionales—, que, a su entender, justificaba la existencia y utilidad de las empresas de autoedición, y uno de ellos, dedicado a este mismo negocio, puntualizó que él no se había sentido atacado por lo que habían dicho los miembros de la mesa, sino que entendía que se refiriesen al funcionamiento deficiente de muchas de estas empresas, que no se preocupaban por ofrecer a sus clientes los servicios con los que los habían cautivado, y por los que habían pagado. La cosa acabó con la intervención conciliadora del presidente de la Asociación Colegial de Escritores, que no criticó la razón de ser de las empresas de autoedición, pero que recordó la necesidad de regular el sector para que nadie, ni autores ni lectores, pueda llamarse a engaño ni verse frustrado en sus legítimas expectativas. Yo, como le dije a la ponente que se había sentido víctima de la encerrona, no di en ningún momento mi opinión, porque no era aquella mi labor, pero, de haberla dado, habría sido para suscribir, punto por punto, lo que habían dicho los ponentes contrarios a la autoedición, que me parece, en síntesis, una vía —muy provechosa para algunos— de satisfacer la infinita vanidad humana. Todo autor se considera un gran autor. Todos los que escribimos creemos que lo que escribimos es muy bueno, inmejorable, genial. Es irremediable: así funciona la psique humana. Pero cuando esa íntima e indestructible convicción se enfrenta al filtro de una lectura experta por parte de alguien con conocimientos, sentido de la literatura y capacidad para valorar lo estético, suele chocar con una realidad que le resulta inaceptable: lo que escribe no es lo bastante bueno; más aún, en la mayoría de los casos, es anodino, flojo o, digámoslo sin tapujos, muy malo. Y es ahí donde, para satisfacer su vanidad —o digámoslo ahora bonito: para cumplir su sueño—, se dirige a quienes le dicen que puede conseguirlo. Pagando un precio, por supuesto. Se llaman editoriales, pero son solo imprentas disfrazadas o, por volver a los eufemismos, agencias de servicios empresariales. Su criterio no es la calidad literaria, ni siquiera el interés comercial que la propuesta pueda tener: su único criterio es el dinero. Si el autor lo tiene y quiere pagarlo, cumplirá su sueño (y verá reconocida su convicción, o eso creerá el autor, de ser un gran literato). La literatura tiene poco, o nada, que ver con esto: aquí estamos frente a una mera transacción comercial. Lo que más me ha sorprendido siempre de la autoedición es que los autores crean que les beneficia. No es así: la autoedición les perjudica, y no solo porque han de hacer un desembolso importante. Les impone el estigma (que casi ninguno de ellos se quitará nunca de encima) de quien no ha superado el juicio ajeno —de quien no ha sido aceptado por sus pares en el proceloso mundo de la literatura— y ha tenido que recurrir al vil peculio para aparentarlo. A ello se suman, a menudo, los engaños, por no decir las estafas, que sufren a manos de esas mismas empresas que los han camelado con un sinnúmero de promesas para que les aflojaran la tarifa estipulada: no hacen las tiradas prometidas, sino mucho menores; no distribuyen los libros, salvo, quizá, en alguna librería cercana a la empresa; no hacen campañas de prensa, ni difusión por Internet, ni nada que se le parezca; no les liquidan derechos. Como si uno comprara un coche y se lo dieran sin ruedas ni motor. Pero el libro está publicado, eso sí. Y el autor puede distribuirlo orgullosamente entre amigos y familiares para ser visto, por fin, como alguien que regala su sensibilidad y su inteligencia únicas al mundo.