Conocí una vez, en un banquete de bodas (no la mía), a un urólogo. Me sentaron a su lado, quiero pensar que no porque los contrayentes sospechasen que pudiera necesitar de sus servicios, sino por uno de esos azares propios de los casorios: te toca en la mesa que te toca, a veces al lado de un buen conversador y a veces al del Jorobado de Notre Dame, que además es mudo. Nunca había conocido a un urólogo. La urología se me antojaba una especialidad remota, a la que alguien como yo, rozagante y viril, nunca tendría que recurrir. Sentarme a su vera me produjo un cosquilleo de curiosidad, como si me hubiera correspondido por vecino alguien que hubiese circunnavegado el globo o supiera cambiar la rueda del coche. El hombre ya estaba jubilado y, cuando le pregunté por su experiencia como urólogo, me sorprendió su franqueza: “¿Qué te puedo decir? Me he pasado la vida viendo cojones...”. Deduje que estaba hasta los cojones de ver cojones. No recuerdo apenas nada del resto de la conversación que mantuve con él, mientras atacábamos el cóctel de gambas primero, luego el turnedó y por fin un trozo más bien escaso de tarta, pero aquella manifestación de hartazgo no se me ha olvidado. Y he vuelto a evocarla estos días, en que, por desgracia, y desmintiendo mis jactanciosas convicciones juveniles, he tenido que acudir a un urólogo (por primera vez en mi vida). Bien. El urólogo al que le he abierto mi corazón, mi bragueta y mi cartera se llama Narices. No es broma: se llama así. El chiste fácil es preguntarse por qué no se dedica a la otorrinolaringología. Yo me conformo con que sea capaz de oler los problemas que me aquejan, que, me apresuro a aclarar, no voy a revelar aquí. Esta entrada solo pretende describir la figura del urólogo, tan olvidada pero tan importante para la salud y la autoestima de los varones, no los alifafes génito-urinarios de un servidor. En la sala de espera de la clínica donde atiende el urólogo, solo hay varones circunspectos. A uno, mayor, lo acompaña su mujer, que lo atiende con la discreta preocupación de la gente que lleva mucho tiempo queriéndonos. No puedo evitar cruzar la mirada con unos y otros, ni dejar de reconocer en los ojos de todos la misma pregunta: y a este ¿qué le pasará? Por fin, una solícita enfermera, que juraría habla de erecciones con un paciente al que acompaña a la salida, me hace pasar a la consulta de Narices; a mí no me saca el tema. En cuanto me siento en el sillón de terciopelo ajado del despacho —breve, aunque atiborrado de maderas nobles—, observo, no sin admiración, la imperturbabilidad con la que el urólogo escucha mis confesiones. Al urólogo se le puede hablar prolijamente de penes, glandes, testículos, semen, eyaculaciones y muchos otros importantes (y generalmente lascivos) asuntos, que no abandonará en ningún momento un rictus sobrio, aséptico, estrictamente profesional (y una posición erecta en el sillón, lo que sí admite, al menos en los irremediablemente rijosos como yo, interpretaciones más condicentes con su función). Pronto, tras mis explicaciones inquietas y alguna pregunta por su parte, el urólogo me hace pasar a una sala anexa, donde me pide que me desnude de cintura para abajo y que me tumbe en una camilla (que es demasiado pequeña para mí: me cuelgan los pies), al lado de un ecógrafo. Procede entonces a explorar la zona afectada. Toda la habitación es pequeña, como también lo es la consulta: siento la opresión de las cosas que me rodean (sillas, lámparas, archivadores, material, ¡ay!, quirúrgico) y muy pronto también una opresión en mis propias cosas, porque el urólogo no tarda en aplicarme el transductor —creo que se llama así—, esa pieza del ecógrafo que nos lee el cuerpo (aunque suavizada por el gel con que la ha enfundado, Dios lo bendiga). Conozco entonces la inquietante sensación de que un ojo de metal se pasee por donde solo se pasean pieles y telas, y vuelvo a experimentar esa otra sensación de vulnerabilidad que nos invade cuando sometemos algo muy frágil al escrutinio de un desconocido. No somos nada, pienso. O sí somos algo, se me ocurre a continuación: unos pringados. ¿Por qué injusta decisión de la naturaleza estoy aquí —sigo pensando—, en manos de Narices, y otros andan por el mundo tan ricamente, no solo sin preocuparse por sus epidídimos o sus túbulos seminíferos, sino disfrutando abiertamente de ellos? ¿Por qué yo he de tumbarme en esta camilla casi de juguete y someterme a una ardua pesquisa inguinal, y otros vuelan por el mundo en jet privado, se hartan de caviar y ostras, y hasta invaden países? ¿Por qué a mí me toca Narices y otros se dedican a tocar las narices? Algo viene a distraerme de estas oscuras cogitaciones, aunque también es oscuro: las imágenes que el transductor transmite al ecógrafo y que, dada la cercanía del aparato, puedo ver muy bien. Las formas se reconocen con claridad, aunque la pantalla no deje de ser negra: las dibujan unos haces móviles de luz, que son en realidad sonidos que la electricidad vuelve visibles. Y uno se admira de que ahí adentro haya tantas cosas y puedan pasar tantas cosas; uno se admira de que algo en cuyo funcionamiento nunca había reparado (sencillamente, proporcionaba lo que se le pedía, y eso bastaba) exista también como mecanismo, como suma de partes y estímulos, como una máquina laberíntica y delicada. El yo se me hace ajeno: lo veo fuera de mí. Como cuando nos grabamos la voz y después nos oímos: no nos reconocemos y, si lo hacemos, no nos gustamos. No es que ahora me disguste lo que veo, pero tampoco me encandila. A lo más, me causa extrañeza; y me hace consciente de mi fragilidad. El urólogo justifica la pequeña fortuna que le voy a pagar dándome explicaciones sobre lo que veo. Me habla, por ejemplo, de la hidátide de Morgagni, que no es una figura mitológica ni una escultura de un artista del Renacimiento, sino —explica— un remanente embrionario sin otra función que estar ahí y, en ocasiones —cuando se torsiona el pedículo vascular que lo sostiene—, molestar. Por suerte, no es el caso. Pero hay que descartar posibilidades, añade Narices. Y yo reparo en el círculo dentro del círculo que es la hidátide de Morgagni, y que el urólogo no deja de señalar con el puntero del ecógrafo. Debo confesar que, al cabo de un rato de esta lección de urología de la que yo soy el cuerpo aleccionado, empiezo a encontrarme cómodo con la situación, aunque continúe teniendo los pantalones en los tobillos y sintiendo muy cerca de mí el aliento de las cosas. Por lo menos, ya no me urge salir corriendo del lugar. He dejado de percibir con tanta rotundidad el merodeo del transductor, y sigo con interés creciente las enseñanzas del médico. Es más: me sorprendo pensando que no me importaría seguir otro rato aquí, disfrutando de este insólito masaje y esta insólita horizontalidad, y oyendo la voz adormecedora de este urólogo paciente y docto, que quizá esté también harto, como aquel de la boda, de ver cojones, pero que, al menos conmigo, se está portando con una diligencia ejemplar.
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