El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
JORGE LUIS BORGES, «Los justos»
El que no quiere tener razón no renuncia a la verdad, sino a la posibilidad —o a la conveniencia, que también es una razón de peso— de imponérsela a los demás y a sí mismo. Sabe que tener razón es un arma de doble filo, y que cuanto corta en el mundo, puede cortarlo también en uno mismo. La verdad que encierra ese tener razón modesto, de un día cualquiera, que no es sino su manifestación doméstica, resulta serpentínica y, a veces, letal. Pesa, taja como el hielo, chirría como un engranaje mal engrasado o una puerta que no desliza bien, a pesar de ser una verdad cruda, una certeza inobjetable. Tener razón es empapar a los demás de nuestros humores —de nuestros metales— y dejar un rastro de acidez, un aroma demasiado sólido, una rotundidad envenenada por la certidumbre de su rotundidad. El que no quiere tener razón percibe la flaqueza de la comunicación humana y no cree que deba proyectar en los demás —y obligarles a someterse a— sus sombríos esclarecimientos. La luz, cuando es mucha, se oscurece, roída por su propia limpidez; desfallece, víctima de su esplendor. El que no quiere tener razón atiende a la volubilidad de la razón y a la vulnerabilidad de quienes han de aceptarla, y sabe que ambas heridas son también suyas. El que no quiere tener razón, quiere tener compasión o, si acaso, esa tibieza apaciguadora que procura la derrota compartida, la certidumbre de que toda disputa arraiga en una debilidad germinal, que nos hermana y que ningún veredicto puede salvar. Y esa tibieza le basta. Cuando se tiene razón, nos distanciamos. El litigio se resuelve de nuestra parte, sí, pero también el escalofrío, también la soledad. Tener razón aísla: quien la posee no solo se aparta del otro, a quien está connaturalmente unido, engañado por su fulgor, sino también de la fragilidad que lo hace sujeto del mundo. El que no quiere tener razón se afirma con su desistimiento: convierte la razón en entelequia, y esa ficción —esa posibilidad, a lo sumo— se extiende como una llanura intransitada entre ciudades enemigas, obra a modo de bálsamo, y es suficiente. Renunciar a tener razón abre un agradable espacio entre quien la tiene y quien la desea o la sufre. Y ese espacio se puebla de palabras que no se esgrimen, de cercanía que no ofende, de razones que no son la razón; no somete: consuela. La materia que nos reúne no se resquebraja por el hachazo de un dictamen, sino que se multiplica con el sosiego reparador de una dimisión benevolente. Y una nueva ecuanimidad se alza entre los extremos enfrentados. El que no quiere tener razón ama al otro más que el sensato, más que el que persigue la justicia, más que el dogmático, que en realidad lo aborrece. El que no quiere tener razón la abandona en el camino como si dejara el rastro de su aliento, o el manojo de amapolas que ha recogido en los campos, o los ojos invadidos de luz, pero también, inseparablemente, de penumbra. El que no quiere tener razón disfruta de la sonrisa con que acoge su renuncia quien sí quiere tenerla, pero más aún de la que se le dibuja en el pecho, donde arriban la herida que no ha nacido y, aunque callada, su gratitud.
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