jueves, 13 de marzo de 2025

Paisajes telúricos, de Christian T. Arjona

Acudo hoy a la exposición de pintura Paisatges tel·lúrics, de Christian T. Arjona, patrocinado por la Associació d'Amics del Museu d'Art de Girona, en la sala de arte de la Librería 22 de esa ciudad. Christian es una rara avis del arte y la literatura de hoy —por su singularidad, por su radicalidad y coherencia creativas y la 22 es la última librería literaria que queda en la ciudad de Girona, así que el acontecimiento resulta tan excepcional como encontrar una gema en un derrumbadero. La sala donde se exponen las piezas elegidas no es muy grande, pero sí suficiente para acoger una muestra significativa de la obra de Christian, que este lleva creando toda la vida, pero a la que se ha dedicado con especial ahínco desde que se instaló en los campos y valles —como el de Llémena, donde ahora reside— del interior de Girona. El contacto directo e íntimo con la naturaleza terrosa y verdeazulada de esos pagos ha estimulado la creación de, en efecto, paisajes telúricos, esto es, de estampas lujuriosamente terrenales, construidas con los mismos materiales de la naturaleza que se observa (y se pisa, y se palpa). (Siempre que me cruzo con la palabra "telúrico", recuerdo la ironía con que la mencionaba mi añorado profesor de Literatura Hispanoamericana, el poeta Luis Izquierdo. Izquierdo odiaba las palabras que juzgaba grandilocuentes y sonorosas, y que muchos consideraban idóneas para ser espolvoreadas en un poema, al que comunicaban su prestigio, aunque no supieran muy bien qué significaban, como los "nenúfares" de Villaespesa). Christian es un hombre del Renacimiento —pinta, pero también escribe, traduce, esculpe, fotografía y edita, entre otras actividades que aún no he logrado discernir en qué consisten— y como poeta ha entregado ya algunos títulos sobresalientes, en los que demuestra el mismo estilo de creación que en su pintura: fluido y arborescente a la vez, foliado, multívoco, espeso y suave como el barro, pero animado siempre por una coherencia subterránea, como significa también, por cierto, telúrico. En las piezas de Paisatges tel·lúrics encontramos lo que podemos encontrar en un paseo por un sendero boscoso: tierra, fango, hojas, astillas, agua. Y también lo que acaso aparezca azadonando el huerto, como le sucedió al propio pintor: clavos, cerrojos, herramientas viejas. Estas cosas son, justamente, las que integran una composición espléndida, Terra i òxid, una técnica mixta sobre lienzo de una luminosidad entre anaranjada y ocre, salpicada de encrespamientos ferruginosos. En la pintura de Christian T. Arjona se funden algunos conceptos clásicos del arte, que él actualiza con los elementos que definen su mundo: el arte povera, que se enfanga con lo menor, con lo mínimo y abandonado, para extraer la gema hipóstila del latido estético, y el objet trouvé de los surrealistas, que Céline reivindicó así: on est artiste avec ce qu'on trouve ('se es artista con lo que uno se encuentra'), y que Christian reivindica incorporando a sus cuadros todo cuanto le ofrece la naturaleza que observa y recorre como regalo, como hallazgo o como mero azar: el pintor encuentra arte en los añicos de la naturaleza y belleza en lo rugoso, en lo oxidado, en lo viejo, en lo caído, en lo humilde. Las texturas se aprecian siempre en su obra —relieves, grumos, grietas—; también los volúmenes, que a menudo se solidifican en costras en la superficie de los cuadros. Lo que apenas se distingue es el trazo del pintor, que gusta de camuflarse en la propia impresión de la naturaleza en el cuadro y que sigue un recorrido cauteloso, casi espectral, siempre subordinado a la propia eclosión de los materiales en la madera o el lienzo, cuyas rugosidades y sombras se enardecen con la delicadeza de su intervención. Christian no quiere afirmarse en su creación: quiere que sea la propia creación la que se afirme, y por sus propios medios. En sus composiciones está también el propio envejecimiento —esto, la propia vida y la propia muerte— de lo empleado: cortezas que se resecan y cuartean, colores que se oscurecen o palidecen, barnices que se fracturan; está, pues, el tiempo. Lo roto encuentra también su lugar en estas obras admirables; no solo lo encuentra, sino que se integra en ellas como antes se integraba la entereza, la indemnidad del cuerpo intacto: la cicatriz, como la arruga, es bella. En uno de los cuadros, Excoriació —un palimpsesto pictórico, en el que Christian ha ido superponiendo pátinas—, este craquelarse de lo hecho —de lo recogido— en el lienzo o la madera adquiere un protagonismo absoluto: el cuadro está vivo, habla con sus resquebrajamientos, que se despliegan capilarmente, como los nervios de una hoja o las dendritas de una neurona. Algunas de las piezas expuestas me resultan muy conocidas. Y no es extraño en el caso de una, Tao II, porque normalmente cuelga en mi dormitorio. Se trata de una técnica mixta sobre madera, con una combinación de elementos —madera y hierro— característica de Christian, influido también por la sintética pero esencial visualidad de Oriente. Mientras dure la exposición, hasta el próximo 3 de abril, Tao II estará aquí: el artista me pidió que se la cediera, y yo lo hice con gusto. También Dona paisatge ('mujer paisaje'), que plasma un sinuoso torso femenino, me resulta familiar: ilustra la cubierta de la antología de poesía erótica, Lo profundo es la piel, que publiqué, en 2019, en la editorial de Christian, Libros de Aldarán (coherentemente con la idea de la profundidad de la piel, otra pieza de la exposición se titula Pell endins ['piel adentro']). Me llaman poderosamente la atención tres piezas más: una guitarra polícroma —el artista gusta de colorear los motivos naturales, reproduciendo a pequeña escala los bosques pintados de Agustín Ibarrola—, un homenaje al gran, al enorme Atahualpa Yupanqui (que luego escucharemos en la radio del coche y también por la noche, en casa del artista, entre vinos, versos y entrevistas de A fondo); la titulada Sang a la neu ('sangre en la nieve'), una maravilla blanca con apenas tres trazos de colores superpuestos (dos azules, uno rojo), minimalista, mironiana, de una simplicidad apabullante, pero, precisamente por esa misma simplicidad, de una fuerza devastadora; y Costa, un cuadro cuyas dos mitades, una negra y otra azul, crecientes, crepitantes, parte en diagonal un rayo blanco. En una sección de la sala, protegidas por una vitrina, se exponen también diversas tallas del pintor. Son trabajos delicados, minuciosos y, como era de prever, muy respetuosos con la obra previa de la naturaleza: salvo en alguna, la acción del creador se ha limitado a desgajar de su fondo ilimitado un fragmento significativo de realidad, tal como lo ha parido el mundo, y a resaltar sus rasgos más reconocibles por el ojo humano. Pablo y Júlia, que también han venido a ver la exposición, se quedan con una hermosa madera que semeja una cara (por ambos lados), y yo opto por una versión reducida de Sang a la neu, pintada sobre corteza de abedul. Cuando salimos de la exposición, suenan las campanas de una iglesia vecina, frente a la cual un escueto palmeral dispone un pentagrama de árboles talludos.

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