A mis hijos la Guerra Civil les suena a chino. Y como la cultura digital, el vegetarianismo o la detestación de los toros, es generacional: a sus amigos y coetáneos también les suena tan incomprensible como el imperio austrohúngaro. Solo veinticinco años, los que separan a su generación de la mía, han obrado el prodigio de borrar de la mente de una parte significativa de la población algo tan decisivo en la historia contemporánea del país como un sanguinario conflicto fratricida y sus espantosas consecuencias políticas y sociales. Yo, aunque nacido varias décadas después de la guerra, viví muy intensamente su realidad y su presencia. Porque, en efecto, la guerra estaba todavía presente, como un hecho vivo y doloroso (o gozoso: eso iba por barrios), en la existencia cotidiana de muchas familias españolas. Mi abuela materna había perdido a un hermano y a su marido en la guerra: el primero había desaparecido en una escaramuza en el frente de Aragón (un compañero lo vio saltar a una hoya en un choque con los nacionales, y no se volvió a saber de él; su cadáver tampoco fue encontrado), y el segundo, un líder anarquista del Bajo Cinca, había tenido que huir a Francia, al final de la contienda, para que no dieran matarile. A mi abuela, sola y con dos hijas pequeñas, las nuevas autoridades franquistas del pueblo le negaron el auxilio social por ser la mujer de un rojo, y, como allí era imposible subsistir, las tres anduvieron deambulando dos años por entre Aragón y Cataluña en busca de sustento y amparo, hasta que mi abuela decidió emigrar a Barcelona, donde decían que había trabajo y algunos familiares ya malvivían. Por la parte de mi padre, casi toda su familia hubo de huir del Valle de Arán, de donde eran naturales, por su militancia comunista. Los pocos que se quedaron vieron cómo los alcaldes de Franco los despojaban de sus escasas propiedades y medios de vida (lo que, dicho sea de paso, me privó a mí de ser millonario: las propiedades que les arrebataron, cerca de la carísima Baqueira Beret, valen hoy una fortuna), y entre los refugiados en Francia se contaron dos bajas, ya en la posguerra, cuando ambos colaboraban o luchaban con el maquis: a un tío abuelo lo mataron en una emboscada, y a otro (que, por cierto, estuvo a punto de liquidar al general Moscardó, pero este se olió el belén y se desvió inopinadamente de la ruta en la que lo esperaban los guerrilleros) le volaron, en un enfrentamiento, dos dedos de la mano derecha y, con proyectiles expansivos, prohibidos por la convención de Ginebra —esos que, al impactar en la carne, se deforman como un hongo para causar el mayor destrozo posible—, le dejaron un reguero de metralla en una pierna (que él me enseñaba en las radiografías como un multitudinario archipiélago de islotes blancos en el oscuro océano de los músculos), lo que le hizo pasar un año en un hospital de Toulouse y lo dejó cojo para siempre. Curiosamente, este mutilado de guerra, aunque nunca recibiera ese reconocimiento, había salvado, siendo adolescente y ateo, el Cristo románico de la iglesia de Salardú, del s. XII, de la quema a la que lo había condenado una partida de incontrolados: lo escondió debajo de la cama de sus padres. Y, aunque vivió hasta su muerte en Francia, nunca quiso renunciar a la nacionalidad española ni adquirir la francesa. Mi padre, en fin, no olvidaba que su padrastro, un guardia civil que se había mantenido fiel a la República, había pasado por ello dos años en la cárcel, dejando sin amparo, otra vez, a una esposa con tres hijos pequeños; que un hermano había muerto de tuberculosis en la primera posguerra por falta de comida y cuidados médicos; y que él mismo había tenido que dejar la escuela (en la que era uno de los mejores alumnos, precisaba) y ponerse a robar fruta en los huertos de Montjuïc y a trabajar en los peores oficios, siendo aún niño, para que la familia pudiera sobrevivir. Quizá por eso gritaba "¡Viva la República!" en las comidas navideñas y otros acontecimientos jolgoriosos, cuando quería ponerse provocador y pasar por opositor al régimen, cosa que, en realidad, nunca fue: bastante tenía con sacar adelante a la familia. Cuento todo esto, no diré que sin emoción, pero sí con una emoción tamizada por el paso del tiempo y una reflexión distanciadora. No hago bandera ni campaña de esa historia personal, y soy consciente de que, entre muchas familias del otro bando, también pueden referirse historias trágicas, de persecuciones, sufrimiento y muerte. Es, simplemente, mi historia. No obstante, no deja de suponer una toma de partido: ni soy equidistante ni creo que quepa en esto la equidistancia. La Guerra Civil fue un drama sin paliativos para todos, pero no sin culpables, y esos culpables fueron quienes promovieron un golpe de estado contra un gobierno legalmente constituido, que además estaba llevando a cabo, aunque con muchos errores, un programa modernizador del país como no se había conocido desde Carlos III. Esta evidencia, sin embargo, adquiere cada vez un tinte más aséptico, menos visceral, aunque las emociones sigan aflorando a veces, en un sentido u otro. Cuando Juan Carlos Monedero cantó "Puente de los franceses" en la celebración en Madrid de los resultados de Podemos en las elecciones de diciembre de 2015, yo pensé que estaba completamente fuera de lugar la reivindicación beligerante de aquel conflicto tan atroz en la vida política de la España de hoy, por más que uno se sienta continuador o heredero del espíritu democrático de la República. Del mismo modo, pero por el otro lado, me indigna que se discuta, y hasta se denigre, como ha hecho algún desalmado, la necesidad de localizar y recuperar los restos de los represaliados que todavía hoy, casi ochenta años después del conflicto, siguen en cunetas y fosas comunes, para hacer algo tan digno y humano como darles una sepultura decente. Hemos avanzado mucho todos desde aquel desgarro, y debemos felicitarnos por ello. Hemos mejorado, por ejemplo, en conocimiento: en el desvelamiento de las falsedades o brumas interesadas que propaló el franquismo. Estamos, pues, en condiciones, si no de asegurar, sí de sostener razonablemente que la represión de los sublevados (100.000 personas) dobló durante la guerra a la llevada a cabo en la zona republicana (50.000), y que a la represión bélica de aquellos hay que sumar la que practicaron en la posguerra, en la que se calcula que otras 50.000 personas fueron asesinadas. Sin olvidar, claro está, a los cientos de miles de desaparecidos, depurados y encarcelados por la dictadura, y al medio millón de compatriotas que tuvieron que exiliarse de España para no serlo, ni el hecho de que toda esta represión obedeció a un plan sistemático, y aplicado con rigor militar, hasta los estertores del franquismo, con los consejos de guerra y las ejecuciones de varios militantes del FRAP y otros opositores en 1975. La represión republicana, en cambio, se produjo sobre todo en los primeros meses de guerra, y la llevaron a cabo, no las autoridades de la República, sino grupos políticos, sindicatos y movimientos populares de cariz revolucionario, que se aprovecharon del descontrol causado por la sublevación y el inicio del conflicto, y a los que aquellas no supieron poner coto. Esto no supone disculparla, sino solo explicarla, aunque es indiscutible que, sin el golpe, no se habrían desatado las purgas, los paseos y las checas que asolaron la España republicana. Otro dato que forma también parte de la historia: a pesar de la denuncia constante del franquismo del apoyo soviético ("las hordas rojas") y otros agentes del comunismo internacional (las Brigadas Internacionales) a la República, lo cierto es que la ayuda que Franco recibió de la Alemania nazi y la Italia fascista fue mucho más importante, estratégica y materialmente, para la victoria final. Y al dictador corresponde la responsabilidad de haber permitido, o propiciado, algunas de las peores actuaciones de sus monstruosos aliados contra la población civil —antecedentes del martilleo encarnizado de las ciudades británicas, rusas y alemanas en la Segunda Guerra Mundial—, como los bombardeos de Guernica y Barcelona (mi padre me contaba que, cuando sonaban las sirenas que alertaban de la cercanía de los Savoia-Marchetti de la aviación Legionaria de Mussolini con base en Mallorca, mi abuela cogía en brazos a sus tres hijos y bajaba corriendo las escaleras —es un milagro que no se matara cayéndose por ellas, en lugar de por las bombas— hasta la estación del metro más próxima, habilitada como refugio, donde pasaban una noche llena de humo, toses, cuerpos y hedor; era un recuerdo suyo muy vívido, que yo he hecho mío, hasta el punto de verlo como él: sirenas, escaleras, explosiones, oscuridad, pavor, gente). Todo esto, como decía al principio, es historia, y está muy bien que ya solo sea historia. Sin embargo, algo me preocupa todavía: la pervivencia de las dos Españas (una de las cuales nos ha de helar el corazón, como trágicamente aseveró don Antonio Machado) en la España actual. Los españoles no hemos sabido superar el maniqueísmo ideológico y moral que nos caracteriza desde antiguo. O quizá no seamos capaces de hacerlo, y hayamos de convivir irremediablemente con él, como los ingleses con su hipocresía, los alemanes con sus cabezas cuadradas y los marroquíes con sus babuchas. Sigo percibiendo una radicalidad en las posiciones éticas y políticas, impermeable al entendimiento, que me espanta. Sigo advirtiendo la falta de finura que denunciara el gran —y mafioso— Giulio Andreotti y, antes que él, el no menos grande —y en absoluto mafioso— Luis Cernuda, cuando denunció al país de cabreros del que formaba parte y que le había expulsado de su seno. Sigo observando el espíritu cavernario de la jerarquía católica española y la zopenquez incurable de ciertos espíritus revolucionarios. Sigue imperando, en la clase política, pero también en buena parte de la sociedad, de la que los políticos no son sino exponentes privilegiados, la cerrazón frente al adversario, la mediocridad y la falta de ecuanimidad, la incultura y la mentecatez, y algunos discursos adoquinescos, como el cuasireligioso de la unidad de la patria. Al mismo tiempo, seguimos sin creernos un país, sin integrarnos como tal, como demuestra la pervivencia —y el empeoramiento— del "problema catalán", que tantos quebraderos de cabeza dio a la República. Hemos superado ya, felizmente, muchas consecuencias de la Guerra Civil, pero quizá tengamos todavía pendiente librarnos de algunas de sus causas, que, como suele suceder, están antes en la educación y las mentes que en las clases sociales y las relaciones de producción.
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