jueves, 14 de julio de 2016

Pasado y presente de las piscinas

En la urbanización en la que vivo hay una piscina. Es una piscina rectangular, ni muy grande ni muy pequeña, sin recodos, ni fuentes, ni islas: una piscina normal, con salvavidas descoloridos por el sol alrededor y escalerillas de aluminio en cada esquina, como la mayoría de las piscinas comunitarias de este país. Cada mañana, cuando salgo a trabajar, veo a un operario prepararla para los vecinos: recoge con una pértiga muy larga las avispas y hojas muertas que flotan en la superficie, recorta el césped que la rodea, friega los bordes de piedra (antideslizante) y supongo, aunque esto no lo haya visto nunca, que comprueba la temperatura, limpieza y acidez del agua. Y todo lo hace con reconcentrada dedicación, sin distracciones ni descuidos. Es un operario genial. La piscina queda, en efecto, preparada para nuestros jolgoriosos chapuzones. Yo, que soy medio anfibio, mantengo hoy una relación erótica con las piscinas: en cuanto veo una, me meto en ella. Pero durante mucho tiempo más o menos, todo el que duró mi infancia fueron uno de mis más crueles enemigos, junto con las acelgas y las ecuaciones de segundo grado. Y en el origen de esa enemistad se encuentra un profesor de natación que tuve en el colegio, Sales, a quien desearía que Dios confundiera si no estuviese seguro de que ya lo ha mandado a las calderas de Pedro Botero. El sutil Sales nos quitaba el miedo al agua —el primer paso, en su acreditada pedagogía, para que aprendiéramos a nadar por el sumarísimo procedimiento de ponernos en fila al lado de la pileta, y de espaldas a esta (tenía el gesto de compasión de que fuese en el lado en el que no cubría), y enviarnos a las profundidades marinas de un riguroso manotazo en el pecho. Uno desfilaba, hasta llegar a su figura terrorífica, como si lo fuesen a fusilar al amanecer (aunque la hora de natación solía ser al final de la mañana) y caía a aquel azul insondable como si se hundiera en los abismos del Kraken. El método de Sales se parecía a la técnica implosiva de algunos psicólogos: a uno que padece agorafobia, se le deja en medio del desierto de Almería, y al que sufre de claustrofobia, se le obliga a dormir una noche en un ataúd, como los monjes medievales, y entonces, en ambos casos, pueden pasar dos cosas: que se cure o que se muera. En el primer supuesto, el paciente le estará muy agradecido; en el segundo, no protestará: el galeno, pues, saldrá siempre ganando. Con estos profesionales tengo la tentación de practicar la implosión en su cara. Pero con Sales no nos atrevíamos: el mayor de nosotros, un repetidor, tenía diez años, y él, hechuras de legionario. Así que, llegado el momento de la ejecución, cerrábamos los ojos, apretábamos los dientes y el esfínter (imprescindible operación a la que alguno, como el pobre Sanvicens, llegó alguna vez tarde) y nos dejábamos empujar al agua como el condenado cae de la tabla del galeón a un mar infestado de tiburones de seis branquias. Me costó mucho superar el trauma de Sales. Conmigo consiguió lo contrario de lo que pretendía: que le cogiera un odio africano al agua y a la natación. Solo pude librarme de él con mucha paciencia y no menos insistencia; y, desde luego, con el dineral que mis padres se gastaron en clases particulares de natación. Así, acudiendo por las tardes a la misma piscina que era el origen de mis males, cuando todos mis compañeros ya estaban zampándose una merienda de panteras rosas o tigretones, viendo los chiripitifláuticos en la tele o jugando al fútbol en el parque, me sometía a aquel refuerzo infamante, al que solo acudían los torpes recalcitrantes, y en el que me encontraba con Sanvicens. Pasó mucho tiempo hasta que me desprendí de mis miedos, y creo que fue la felicidad, el sentimiento de orgullo que me dio haber sido capaz de sobreponerme a aquel complejo, lo que hizo que me enamorara de las piscinas y, en general, de cualquier masa de agua apta para el baño, cuya sola visión me impele a chapuzarme. Disfruto ahora, pues, mucho de la piscina de mi casa, que resulta esencial para sobrevivir al tórrido verano emeritense. El único problema es que también es esencial para los demás vecinos de la urbanización y, lo que es peor, para sus hijos. En la piscina de mi casa abundan los niños como la posidonia en el Mediterráneo. Y estos niños no sufren del complejo que me tuvo agarrotado tantos años, antes bien, son la versión infantil de Michael Phelps. Uno quiere nadar largos en la piscina, pero los largos se convierten inevitablemente en cortos: hay que esquivar a las criaturas, que se empeñan en nadar a lo ancho y sin mirar. Aún más humillante resulta cuando bucean, porque pasan por debajo de uno, como delfines que adelantaran a un transatlántico (o a una ballena). Preocupante es también que salten, por si le caen a uno encima. Los niños de mi urbanización saltan a la piscina poseídos por un fervor sin límites: saltan temerariamente, como clavadistas, como paracaidistas, como amantes de puenting. Y lo peor es cuando se ponen a jugar todos juntos: si es al fútbol, en la hierba circundante, puede estar uno seguro de que tarde o temprano recibirá un balonazo y de que sus cosas serán pisoteadas por alguno que vaya a buscar la pelota con gritos de entusiasmo y aparatosa gesticulación; y si es al pilla-pilla, el pandemonio de arrapiezos que se le cruzará en el agua, o que le lloverá del cielo, convertirá el maëlstrom en un remolino de bañera. Y todo esto sus padres lo contemplan con indiferencia, o, mejor dicho, no lo contemplan: los padres sueltan a los niños en el recinto de la piscina, que está vallado, como quien suelta a una perra enjaulada en celo, y se ponen a hablar de sus cosas, o se abstraen fumando, o se quedan sin hacer nada, con la mirada perdida, como liberados de un gran sufrimiento y disfrutando de una abstracción sanadora. Y su ataraxia es imperturbable: si el niño permanece cinco minutos bajo el agua, no se inmutan ("estará contando las teselas del fondo", le oí decir a una madre una vez); si se encarama a la verja para saltar desde allí al agua, preparándose ya para as del balconing, lo observan sin curiosidad, con la expresión boba de quien lleva varias horas viendo la televisión; y si ahoga a un compañero, sujetándolo por el cuello como en las peleas en los ríos de las películas, solo acceden a intervenir cuando la víctima está azul, como el agua de la piscina. Entiendo que aguantar a los niños en casa todo el día en verano es muy duro, pero la solución no debería ser que los aguantaran los demás. Si esto fuera Inglaterra, la administración del inmueble ya haría mucho que se habría encargado de publicar unas normas de uso de la piscina, cuyo incumplimiento podría significar la incautación del piso del infractor, si no cosas peores, y que garantizarían, por ejemplo, que tuviese un carril separado por una corchera para los que quisieran nadar, o que no se utilizase de letrina el arriate del rincón, como descubrí que hacen los padres cuando sus hijos tienen pipí, en lugar de caminar los cincuentas metros que los separan de su piso para que empleen el cuarto de baño. Desde que lo averigüé, pongo la toalla en el rincón contrario. Pero esto no es Inglaterra, para bien la mayoría de las veces, pero para mal en otras ocasiones, como esta. Ahora estoy estudiando los horarios: he comprobado que, a primera hora de la tarde, rara vez hay niños, ni nadie. No es mi momento favorito para chapuzarme, pero no me va a quedar más remedio que aprovecharlo. Cuando vaya mañana, le mandaré un recuerdo al otro mundo a mi execrado profesor Sales tirándome de espaldas al agua. Y lo haré en la parte que cubre, para mayor refocile.

8 comentarios:

  1. Leo tu crónica doblemente complacido: porque estoy en la piscina, y porque no hay niños.

    ResponderEliminar
  2. Tronchante, Eduardo ! Después de una jornada agotadora, que bien sienta este chapuzón. Lo que me he podido reir. No quiero fastidiar tu disfrute ( queda mucho verano ), pero ¿ tú no has pensado nunca : me voy a pillar " algo " cuando ves a esos niños y mayores que tienen la bonita costumbre de beber agua de la piscina y luego escupirla justo cuando pasas por su lado ? Yo si, y también pienso si se habrán duchado antes de meterse en el agua. El pasado era más bonito...esas piscinas tan espectaculares que salían en las películas de Esteso y Pajares. Creo que como no controles esa relación erótica que mantienes con las piscinas, al final vas a terminar mal...te vas a pillar "algo", ya verás, y como sigas tirándote de espaldas, en algún momento te vas a dar un costalazo y te vas a quedar " contando las teselas del fondo ". Ojalá me equivoque y ese no sea el futuro.
    Gracias por las risas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Comparto tu preocupación por la higiene en las piscinas, querida Teresa. Con niños, precisamente, uno nunca sabe si usarán el arriate del rincón o se ahorrarán el viaje y utilizarán la propia agua. En cuanto a piscinas espectaculares, a mí las que me gustaban eran aquellas en las que salía por televisión Jesús Gil, rodeado de mamachichos en biquini. En cualquier caso, me alegro de haberte hecho pasar un buen rato.

      Muchos besos.

      Eliminar
    2. ... y para rematar, lo de las mamachichos, qué genial.

      Eliminar
  3. Me miran raro en casa,Eduardo, no paro de reír delante de este aparato, mi tablet.Te digo lo mismo que Teresa:gracias por las risas.
    Por todo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti, querida Blanca, por tu lealtad lectora y tu amistad.

      Besos a troche y moche.

      Eliminar
  4. Jajaja,niños posidónicos...Qué daño ha hecho la matronatación en este país, jajaja.

    ResponderEliminar