De paso por Madrid, voy de museos. Echo en falta las grandes exposiciones de Londres, que constituían, a la vez, un gran acontecimiento cultural y una impagable experiencia personal. En Badajoz hay algunos museos estupendos, como el MEIAC y el arqueológico, y Cáceres cuenta con la modernísima Fundación Helga de Alver, que visité hace quince días, pero la oferta de Extremadura, como es comprensible, no puede competir con la de megalópolis como la capital británica o la propia Madrid. Así que, con ilusión pero también con pesadumbre —esta mañana hemos sabido del triunfo del brexit en la otrora inteligente Gran Bretaña—, me dirijo al Museo del Prado para asistir a la exposición de El Bosco, uno de los grandes precursores del arte contemporáneo. Voy a pecho descubierto, es decir, sin haber comprado la entrada por internet e ignorante de las limitaciones de acceso y las mejores horas de visita, confiando todavía en la libertad de acceso que siempre había caracterizado a la gran pinacoteca nacional, aunque algunas experiencias previas me hayan demostrado que esa libertad, como tantas otras cosas, como la transición política o la primavera, han pasado ya. Y, en efecto, cuando llego al Prado, me encuentro con una cola que no tiene nada que envidiar a las que se forman en Venezuela para comprar arroz o papel higiénico. He sido definitivamente ingenuo: hoy en día es imposible entrar en el Museo sin una planificación parecida a la que requiere una operación de cambio de sexo. Desisto, pues, de pasar la única mañana de que dispongo en la ciudad haciendo cola, bajo un sol de justicia, para comprar un billete, y luego otra, más larga todavía, para entrar en un recinto atiborrado, y me entrego a una nostálgica evocación de aquellos tiempos en los que uno iba paseando al Prado, entraba sin hacer cola ninguna por unas puertas giratorias, desenfundaba el D. N. I. ante un funcionario soñoliento para demostrar que era español —con lo que la visita salía gratis— y empezaba a disfrutar, entre no demasiados visitantes, de los maravillosos fondos de la pinacoteca. Pero tengo ganas de arte, y no quiero abandonarme a una melancolía paralizante, así que recurro al plan B: el Museo Thyssen-Bornemisza, vecino del Prado y que exhibe una muy interesante también exposición sobre "Caravaggio y los pintores del Norte". Siempre que visito esta impresionante colección, no puedo evitar que se me venga a las mientes la imagen de Tita Cervera, aún no desposada con Hans Heinrich Àgost Gábor Tasso Freiherr von Thyssen-Bornemisza de Kászon et Impérfalva y, por lo tanto, aún no convertida en María del Carmen Rosario Soledad Freifrau von Thyssen-Bornemisza de Kászon et Impérfalva, en aquellas películas guarrillas de los setenta en las que, en compañía de Mariano Ozores y tantos otros próceres de la cinematografía patria, enseñaba los encantos que la habían hecho merecedora de varios títulos de miss y señora de Espartaco Santoni, otro actor ilustre. También se me aparece su sonrisa, esa sonrisa perenne, indestructible, jokeriana, que se extiende por su cara —o lo que queda de ella, después de tantas operaciones— como un helecho del Pleistoceno o un rayón en la carrocería de un seiscientos. Pero hay que reconocerle el mérito patriótico de haber sabido persuadir a su marido, el barón autro-húngaro, para que depositara su fabulosa colección de arte en España, donde continúa. En el Museo que la acoge descubro, no sin sorpresa, que la entrada está despejada y, más aún, que en las taquillas apenas hay nadie. Pago los doce euros que cuesta la visita —pueden parecer muchos, pero, para alguien acostumbrado a los precios de las galerías londinenses, esto es una bicoca— y me adentro en las salas reservadas al maestro milanés. Pronto compruebo que la exposición es, sobre todo, de los pintores influidos por Caravaggio; las piezas de este apenas superan la docena (algo que motivará el enfado de mi suegra: "¡Es un timo! ¡De Caravaggio no hay casi nada!"). No son muchas, es verdad, pero sí muy representativas. De su primera época reconozco "La buenaventura", delicada y gitanesca, "Los músicos", cuyos rostros oscilan entre el pasmo y la drogadicción, y "Muchacho mordido por un lagarto", en el que el lagarto apenas se ve y, además, no es un lagarto, sino una lagartija. Es interesante también rastrear el aire homoerótico que, según algunos críticos, reina en estas composiciones inaugurales, acaso excitado, y nunca mejor dicho, por el ambiente propicio de los círculos artísticos de su mecenas de entonces, el cardenal Francesco Maria del Monte. La hipotética homosexualidad de Caravaggio, con sus dulcifluas expresiones pictóricas, es llamativa, porque se mezclaba con un carácter colérico. El pintor, susceptible y hosco, siempre estaba dispuesto a pegarse con quien hiciera falta, y hasta se introdujo, de la mano del arquitecto Onorio Longhi, otro de sus mentores, en el siniestro mundo de las peleas callejeras romanas. Fruto de ese temperamento pendenciero, en 1606 mató a un hombre, un tal Ranuccio Tommassoni, en una reyerta, y tuvo que huir a Nápoles: hasta aquel momento, sus sucesivos protectores habían evitado que la ley lo castigara por sus riñas y desafueros, pero en aquella ocasión no pudo eludir la orden de prisión y hubo de poner pies en polvorosa. En Nápoles, no obstante, se quedó poco: al cabo de unos meses, pasó a Malta, donde el gran maestre Alof de Wignacourt lo hizo caballero y pintor de la Orden. Sin embargo, en lugar de acomodarse en la isla y disfrutar de su nueva y privilegiada condición, el talante tumultuoso de Caravaggio volvió a salir a la luz, y se enzarzó en otra disputa, que acabó con una casa destrozada y un caballero gravemente herido. Wignacourt lo expulsó de la Orden y Caravaggio hubo de dar otro salto, esta vez a Sicilia. Allí no mejoraron mucho las cosas: temía por su vida y dormía armado. Al cabo de nueve meses, volvió a Nápoles, donde intentaron asesinarlo: no lo consiguieron, pero sí herirlo de gravedad y desfigurarle la cara. Se comprende, pues, que regresara a Roma, después de hacerse perdonar sus pasadas ofensas, y también que pintara en esos años muchos cuadros de escenas bíblicas con decapitaciones o degollamientos, como "Salomé sostiene la cabeza de Juan el Bautista" o "David con la cabeza de Goliat", en los que la cabeza que aparece cortada o a punto de serlo es la del propio pintor. (Caravaggio ya había pintado en 1600 otro óleo con ese tema, "David vencedor de Goliat", en el que luce en primer plano la descomunal testa del gigante filisteo con la brecha en la frente del hondazo que lo ha matado; muchos repiten la escena y los modos de Caravaggio, como el francés Valentín de Boulogne o el flamenco Matthias Stom, aunque el David de este no sea un muchacho vestido de estameña, sino un joven enturbantado y semidesnudo, que exhibe la cabeza de Goliat como quien enseña las compras que acaba de hacer en Zara). Abundan estas y otras representaciones bíblicas, como "El sacrificio de Isaac" (ese momento que por sí solo demuestra la crueldad y el sinsentido del Dios cristiano, cuando Jehová ordena a Abraham matar a su hijo Isaac, para comprobar —como si no lo supiera— que el profeta le guardaba obediencia; el hecho de que le impidiese consumar el sacrificio en el último momento no lo hace menos aborrecible, y Abraham, dispuesto a llevarlo a cabo, se revela todavía más monstruoso que él), "San Juan Bautista en el desierto", aunque aparezca entre follaje, y "El martirio de Santa Úrsula", perteneciente a su etapa final, en la que el negro se impone al blanco y al oro con los que siempre había pugnado, y todo deviene difuso y tenebroso. Pero también aparecen obras jolgoriosas, con personajes que beben vivo en alegre compañía, y escenas de juego, como "Los jugadores de cartas", cuya representación, de una finura hiperrealista, refleja la turbulencia barriobajera que tan bien conoció el pintor y que veladamente trasladó a sus cuadros, cuyos modelos eran a menudo prostitutas, arrapiezos o mendigos, aunque encarnasen a figuras elevadas, como sucede en "La muerte de la Virgen", donde María aparece con el vientre hinchado, como el cadáver de la coima encinta, ahogada en el Tíber, que probablemente le sirvió para pintarla. También estos cuadros realistas como una bofetada, de un claroscuro lacerante, suscitaron imitación. Un cuadro anónimo terrible, "El sacamuelas", refleja el trance del propietario de la muela, al que le cae un hilo de sangre por la barbilla, y, a la vez, el esfuerzo del cirujano por arrancársela, mientras varios curiosos, envueltos en sombras, contemplan el brete entre curiosos y horrorizados: la escena acojona. Otro óleo, de Pensionante de Saraceni, "El vendedor de aves", representa a un anciano de barba blanca, tocado con un sombrero de paja, dedicado a ese menester: me recuerda extraordinariamente algunas imágenes de Walt Whitman. Salgo, en fin, de la exposición de Caravaggio y sus seguidores con un sentimiento contradictorio: impresiona la nitidez del trazo, al servicio de una representación exacta de la lucha entre el bien y el mal, simbolizada por la que libran la luz y la oscuridad, pero también la escasa amabilidad, incluso la virulencia, de lo pintado; y la pureza de las líneas y el lirismo de la atmósferas recreadas no oculta el sufrimiento interior, el desgarro y la pasión involucrados, tan propios del barroco: Caravaggio es, a la vez, un esteta y un gañán, y su pintura incorpora, agónicamente, ambas condiciones. Ahí radique quizá, junto con la exquisitez de su técnica, el secreto de su influencia, tan notable en el s. XVII, y que ha perdurado hasta nuestros días.
Qué gustazo, Eduardo ! Lo siento, no encuentro otra palabra. Gracias por tu visión tan ágil, entretenida, rigurosa, divertida y tan técnica de la exposición. Tras leerte, estoy convencida de una cosa: le hubieses quitado el sitio al magnífico profesor que nos acompañó en nuestro viaje de fin de carrera por toda Italia viendo y sintiendo Arte día y noche. Bueno, la noche de Roma, se descuenta...o se cuenta.
ResponderEliminarYa ves,hay otra lectora que opina igual que yo:es un "verdadero gustazo" leerte.
ResponderEliminarTeresa, Blanca: el gustazo es teneros a vosotras como lectoras. Por cierto, Blanca, Teresa Domingo es una excelente poeta, que hace, además, una poesía muy cercana a tus gustos. Sé que estás buscando autores de calidad: te recomiendo leerla.
ResponderEliminarBesazos a las dos.
Gracias,voy a buscarla en las librerías.
ResponderEliminar