jueves, 28 de julio de 2016

¿La poesía ha de ser verdad?

Contra Visconti, el quinto poemario de J. Jorge Sánchez (Barcelona, 1964), recientemente publicado por Baile del Sol, ofrece la paradoja de ser poesía que descree de la poesía, más aún, que la denigra y pretende refutarla. Esta poesía antipoética proviene de una actitud crítica –el poeta es profesor de Filosofía– que se nutre del pensamiento marxista, y cuya raíz y destinatario es una realidad pródiga en injusticias y calamidades. La introducción de Paul Cahill acota muy pronto la pretensión de J. Jorge Sánchez: “Se trata de una poesía esencialmente filosófica (…) [que] se centra en articular y presentar la verdad”. Y más adelante precisa: “Reconocer y presentar la verdad requiere una conexión con el tiempo que habita el artista, en vez de ser ‘dos desquiciados, / dos descoyuntados de / sus propios tiempos’, como lo fueron Ludwig von Bayern y Luchino Visconti”. La verdad, en efecto, es el asunto central de Contra Visconti: una verdad que, para J. Jorge Sánchez, se encuentra fuera, en “el tiempo que habita el artista”, en un mundo plagado de iniquidades; una verdad que se despinta y desaparece cuando se enreda en el artificio poético, cuando atiende a la metáfora antes que al sufrimiento, cuando es solo palabra y no realidad. El poema que da título al libro, una singular composición dividida en tres partes y una nota final, e integrada solo por haikus, constituye el ejemplo perfecto de esta aproximación exógena a la poesía. “Contra Visconti” contrapone el lujo suntuario del palacio de Herrenchiemsee y el aristocrático esteticismo de la película de Luchino Visconti, Ludwig, que refiere la vida del rey loco que lo hizo construir, Luis II de Baviera, a la realidad salvaje de su construcción. El poeta enumera los 55 candelabros con más de 5 000 velas –uno de ellos, hecho de noventa y seis piezas únicas–, un candelero de 500 kilos en el estudio del monarca, una bañera de mármol de 60 000 litros, un escritorio de un millón de euros, una mesa que emergía del suelo ya preparada, una sala de espejos de noventa y ocho metros de largo, porcelanas de Meissen, palisandro de Brasil y cristal de Bohemia, y, acabada la retahíla, dice: “Pero faltan las / tumbas de las decenas / de obreros muertos. // No se sabe ni / el número exacto / de accidentados. // Lo construyeron / durante siete años / a un ritmo febril. // (…) No hay sala que / los recuerde. Tampoco / la película”. Este es el quid de Contra Visconti: la impugnación de la belleza que no retrate –o de algún modo refleje– la terrible realidad de la historia. El arte ha de ser instrumento de la verdad y reivindicación de la justicia. No cabe brillantez que desconozca la aspereza del mundo. “Yo quiero algo propio, auténtico, sincero”, escribe J. Jorge Sánchez en “Brett Favre se retira”. Y esa autenticidad se identifica con la verdad: “Sé que no podré escribir un poema auténtico sobre Brett, mi hijo y yo, / porque no sería un verdadero tributo al ídolo”, escribe un poco más adelante. Toda truculencia es reprobable, como expone en “La arenga de Aragorn”: la emoción que despierta el discurso del personaje de El señor de los anillos es solo fruto de una operación fraudulenta, aunque eficaz, que nos evita reparar en el hecho de que “la edad del Hombre tal vez esté presta para su consumación, / aunque no aúllen los lobos y los escudos no hayan sido todavía quebrados. // Pronto lo será”.

Las opciones formales por las que se decanta J. Jorge Sánchez son coherentes con su visión estética. El hecho de que, en la primera parte del libro, que ostenta el elocuente título de “Imposturas”, subvierta la naturaleza instantánea del haiku, su condición de fogonazo revelador, y lo vuelva mero eslabón de un relato, construido con informaciones y juicios, denota su voluntad de impugnar las convenciones expresivas y someterlas a las necesidades de la narración. La suya es una poética de la vulneración, pero no para indagar en los estratos últimos del lenguaje, como ha querido la vanguardia histórica y sigue queriendo la neovanguardia, sino para despojarlo de cualquier embellecimiento, de cualquier falacia o camuflaje retórico, por resplandeciente que sea: J. Jorge Sánchez quiere romper las expectativas del discurso para arrastrar al lector a una inmersión diferente en el texto; una inmersión que lo enfrente a la realidad desnuda, y a menudo doliente, de los hechos. Por eso mantiene también en todo el poemario un tono deliberadamente prosaico y coloquial, sin concesiones a la imaginería ni al fasto verbal, salvo ocasionales retruécanos o juegos de palabras, que no hacen, en realidad, sino ironizar sobre la perversa flexibilidad del lenguaje, que permite omitir las crueldades del qué mediante los esplendores del cómo. Los temas elegidos como cauce para alcanzar su propósito tampoco tienen nada que ver con los grandes asuntos de la poesía: J. Jorge Sánchez prefiere las provocativas superficialidades de la cultura popular contemporánea, desde los deportes (el fútbol americano, que le sirve para reflexionar, una vez más, sobre la poesía; el baloncesto) hasta los medios de comunicación (la televisión, el cine, Facebook), pasando por la publicidad y el cómic. La iconoclasia de Contra Visconti acaba en un alegato contra la poesía, como revela “Diminuta intifada en un fragmento de The Dyer’s Hand de W. H. Auden”, un título muy largo para un poema muy breve: “La poesía podría ser, también, una forma de magia cuya finalidad última fuera ilusionar e intoxicar sirviéndose, a menudo, de la mentira”, y como desarrolla, esta vez discursivamente, “Las armas cargadas siempre son peligrosas, sean un kaláshnikov o un poema, estén cargadas de balas o de futuro”, en el que J. Jorge Sánchez lanza una diatriba contra la poeta nicaragüense Gioconda Belli y su poema “Los portadores de sueños”, por dar alas poéticas a las catastróficas utopías contemporáneas y sus crímenes asociados. J. Jorge Sánchez no olvida recordarnos que Mao, el mayor asesino de la historia, y Radovan Karadzic, un genocida menor, pero más cercano, más familiar, escribieron poesía; y que en El señor de los anillos, esa obra capital de la mitología contemporánea, laten las resonancias nazis del Sein und Zeit heideggeriano. 

La propuesta de J. Jorge Sánchez es incitante y persuasiva, y, además de en los poemas de Contra Visconti, se expone, muy razonadamente, en “El velo de Maya y el ocaso de la poesía”, el epílogo que ha sumado al volumen. Hablaría bien de la cultura española actual que Contra Visconti despertara el debate sobre las ideas de J. Jorge Sánchez, que no solo atañen a su visión del arte, sino también a su estatuto ontológico, su función comunitaria y su vigencia social, aunque, conociendo la cultura española como la conocemos, mucho me sorprendería que suscitara alguna reacción. Por mi parte, convengo en que el arte ha de ser verdad, pero discrepo de que esa verdad tenga que ser exterior. Puede serlo: en nada perjudica al poema que hable del lujo o los obreros muertos en la construcción del palacio de Luis II, pero tampoco le beneficia en nada necesariamente. De qué hable el poema es irrelevante: lo importante es que sea un poema. La única verdad a la que ha de atender el poema es a la suya propia: a su realidad estética, a la emoción que sea capaz de conferirnos por medio de su palabra, al engrandecimiento sensible e intelectual que promueva: a su verdad interior. Si esa verdad nos vuelve más conscientes del sufrimiento del ser humano, o de la injusticias del capitalismo –muchas y muy feroces–, o de las intolerables desigualdades que aquejan a la sociedad, asimismo innumerables, bien está. Pero su propósito no se encuentra más allá de sí misma, como el de La Gioconda no era el de informar sobre el estatus de la burguesía florentina del s. XV, ni el de En busca del tiempo perdido, describir las clases sociales de Francia a principios del s. XX, aunque lo haga, y más eficazmente, por cierto, que cualquier tratado sociológico. J. Jorge Sánchez ha escrito en Contra Visconti espléndidos poemas, aunque descrea de la poesía. Lo son porque existen como poemas, con independencia de sus inquietudes políticas o filosóficas. Esa es la única verdad a la que atenernos.

(Publicado en Turia, nº 119, junio-octubre 2016)

4 comentarios:

  1. Un honor, Eduardo, que estas páginas hayan sido objeto de tu atención y esfuerzo. Gracias, como siempre.

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    1. Gracias por tu mensaje, pero el placer ha sido mío, querido Jorge.

      Un gran abrazo.

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  2. Como buen positivista, tengo todo el escepticismo del mundo sobre teorías "ontológicas" de la verdad; me quedo con la teoría de Aristóteles-Tarski ("es verdad decir de lo que es que es", decía el primero; "el enunciado 'X' es verdadero si y sólo si X", decía el segundo). Por eso, en general, sospecho de cuando se quiere inventar alguna variedad exótica de "verdad" o "realidad" para atribuirla a las obras y entes de ficción, o a la poesía, como en este caso. Pero, por otro lado, no deja de atraerme la idea de que el propio esquema de Tarski puede ser aplicado a los enunciados poéticos: p.ej., "el poema 'voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir' es verdadero si y sólo si voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir". La cuestión es, ¿sonaron o no sonaron? La idea que a un positivista como yo le sale instintivamente es que no, o que no importa si sí o si no, y que por lo tanto, lo que dice el poema no es verdad; pero por otro lado parece que esta aplicación del esquema de Tarski implica que estamos tomando una actitud diferente a la izquierda y a la derecha del "si y sólo si": a la izquierda estamos RECITANDO el poema, y a la derecha estamos PENSANDO en si las voces sonaron o dejaron de sonar. Pero una actitud adecuada hacia la poesía sería más bien la que ignora esta última cuestión, y asume una actitud "poética" en AMBOS lados de la equivalencia Tarskiana. Por lo tanto, si nos ponemos "poéticos", ¿qué nos impide afirmar lo que dice el poema? ¿Quiere eso decir que es verdadero? ¿O que al recitarlo lo asumimos como verdadero? En fin, a ver si alguna vez me pongo en serio a pensar en este asunto. Gracias por la entrada

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    1. Muchas gracias por tu extenso comentario, querido Jesús. Yo también me considero positivista, pese a ser poeta, aunque te confieso que enunciados como los que transcribes de Aristóteles o Tarski ("X es verdadero si y solo si X") no me ayudan a despejar los enigmas de la verdad: los leo respetuosamente, me dejan perplejo su obviedad y, a la vez, su inutilidad, y paso a otras consideraciones. Y la principal consideración en la que me demoro, en punto a la determinación de la verdad en poesía, es que el poema, si lo es, es verdad. Es decir, y para no caer en la misma obviedad e inutilidad que denuncio en los grandes maestros de la filosofía, es verdad como lo es un árbol, un cuadro de Picasso o un plato de fabada. Es una realidad concreta y material: un artefacto verbal que moviliza una serie de recursos sensoriales e intelectuales presentes o vehiculados por el lenguaje para producir un efecto estético. Que lo que diga se corresponda o no con una realidad intersubjetiva se me antoja irrelevante, más aún, tiendo a pensar que será mejor poema cuanto menos lo haga. Con lo que se ha de corresponder es con una realidad estética determinada, delimitada por el propio poema: por su existencia física, por su ser único, por la emoción singular que suscita (o que persigue, pero no suscita: por su fracaso individual). El poema puede decir mentiras, pero nunca mentirá; puede contar fantasías, pero siempre será real; puede contener absurdos, pero no resultará ilógico.

      Un abrazo.

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