sábado, 6 de agosto de 2016

Un viaje literario por Centroeuropa

Gracias a la recomendación de un amigo estas cosas siempre funcionan por la recomendación de un amigo, acabo de participar en el Mes de las Lecturas de Autor, un ciclo de lecturas que se celebra cada verano en cinco ciudades de la República Checa, Polonia, Eslovaquia y Ucrania. Cada año hay un país invitado, y este era todavía es, porque el ciclo no ha acabado España. Así pues, los autores españoles viajan una semana, a cuenta del erario checo, a esas cinco ciudades Brno, Breslavia, Ostrava, Kosice (aquí falta un acento, como una uve pequeñita, en la ese, pero en este ordenador no sé como introducir el símbolo correspondiente) y Leópolis, hacen una lectura de su obra y luego atienden a un coloquio con el público; y, simultáneamente, también lo hacen poetas de los cuatro países anfitriones. A mí, por ejemplo, me correspondió de acompañante un poeta polaco, bajo, regordete y calvo, que viajaba con su mujer, y que no tenía ni idea de inglés, lo que hizo que mi relación con él fuese tan personal como la que habría podido tener con un cantueso. Lo primero que sorprende es la complejidad de la organización: reunir, a lo largo de un mes, a una treintena de autores de un país extranjero, más otros tantos de los cuatro países propios, y moverlos, en tren y coche, por las fronteras de Centroeuropa, de hotel en hotel, y de sala en sala, atendidos siempre por voluntarios que colaboran con la organización, y que esta se preocupa de que hablen un buen castellano (o, como mínimo, un inglés decente), es una hazaña digna de admiración. El ciclo, además, se celebra desde hace diecisiete años. No entiendo cómo los organizadores lo resisten: debe de ser agotador, y no solo por el esfuerzo físico que requiere, sino por haber de tratar con los egos inevitablemente hinchados de los escritores. De hecho, Renata, mi interlocutora checa y la coordinadora general del evento, arrastraba unas ojeras morunas cuando la conocí en Viena, y su habla dejaba traslucir también un cansancio que llevaba metido en los huesos. Pero lo cierto es que todo fue bien, salvo la pesadez de los desplazamientos: para ir de Brno, la primera parada, a Breslavia, la segunda, se necesitan dos horas y media de tren y otras tantas de coche; y de Kosice a Leópolis, casi seis de automóvil, la mayoría por carreteras ucranianas. Cuando le preguntaron a Vicente Aleixandre si la poesía daba para comer, él respondió que no daba ni para merendar. Hoy sigue siendo bastante así, aunque algo haya mejorado: ahora sirve también para hacer turismo. (Hasta hace no mucho a eso limitaba yo los beneficios prácticos de la lírica; recientemente me he visto obligado a reconocer que también tiene otras utilidades: me ha proporcionado casa en Mérida mi casera es escritora y una cuidadora para mi madre que me recomendó una poeta; y, ya puestos, no descarto que me sirva para alcanzar objetivos más sustanciosos, como un aumento de sueldo). Más allá del turismo, no obstante, no sé muy bien cuál pueda ser el provecho de que un autor completamente desconocido lea poemas en una lenguaje que le resulta extraño al puñado de personas que han tenido la amabilidad (o la excentricidad) de reunirse para escucharte. Aunque nunca se sabe: de conexiones tan livianas como esa han surgido hasta Premios Nóbel. En todo caso, a la audiencia le da la oportunidad de hacer preguntas que le reporten un conocimiento de primera mano de lo que pasa en el país del autor invitado, aunque esas preguntas no tengan nada que ver con su literatura y ni siquiera con la literatura. Por ejemplo, en Brno, esa ciudad en la que siempre he echado en falta una vocal, me encuentro con un caballero, sentado muy tieso en la primera fila, que levanta la mano en cuanto acabo de leer el último poema y pregunta con avidez en qué idiomas emite la televisión en Cataluña, y si la literatura catalana fue reprimida durante el franquismo. Luego averiguaré que ese caballero, un nacionalista moravio militante (aunque yo preferiría que fuese un nacionalista morapio, una fe que yo también practico con fervor), es conocido en todas las ciudades en las que se celebra el Mes de las Lecturas de Autor: "Ah, sí, el moravio", me decían en Breslavia, Ostrava y las demás. "¿Ya te ha preguntado por la represión de Cataluña?". En Breslavia, una de las ciudades más hermosas de Polonia un país pródigo en ciudades hermosas, me encontré con un encuentro de jóvenes católicos y con Justyna. Los jóvenes católicos, británicos, como demostraban las Union Jacks que hacían ondear en las mismas astas que la enseña blancoamarilla del Vaticano, se marcaban un bailecito kumbayá en corro en la plaza del Ayuntamiento, felices de demostrar a la concurrencia cuánto amaban a Dios y qué felices estaban de compartir aquel momento jubiloso con otros con las mismas supersticiones que ellos. Abundaban las sonrisas beatíficas y el diálogo relajado entre los acordes de hoguera de campamento de las guitarras. Yo distinguí entre las danzantes algún cuerpo privilegiado y no pude dejar de agradecer a la misericordia de Dios que nos regalara a los descreídos la contemplación de criaturas semejantes. En Breslavia cuna de Angelus Silesius, el poeta místico, autor del memorable Rimas espirituales: gnómicas y epigramáticas que conducen a la divina contemplación, después llamado El peregrino querubínico o querúbico, y Manfred von Richtoffen, el as alemán de la aviación de la Primera Guerra Mundial, cuando todavía era Breslau, capital de la Silesia germana, conocí también a Justyna, mi traductora y acompañante, con la que chupé unas cuantas y muy conversadas cervezas en el Literatka, un bareto presuntamente literario (aunque lleno de turistas) de la Plaza del Ayuntamiento. Hablamos de amor (no entre nosotros, sino con nuestras respectivas parejas), lo que no deja de ser un tema insólito de conversación entre una polaca y un español que se acaban de conocer. Pero Justyna demostró, no solo un conocimiento extraordinario del español, sino una simpatía y una inteligencia emocional que me han dejado un recuerdo imborrable de mi paso por Breslavia. Ostrava fue una parada menos espectacular que las bellísimas Brno y Breslavia, aunque tuve ocasión de conocer a las encantadoras Zuzana y Nikola, estudiantes universitarias de español, que me enseñaron la ciudad y con las que subí a la torre del ayuntamiento, su hito más destacado, y a Jan, mi presentador y traductor en la lectura, que se me antojó un remedo centroeuropeo de aquellos inteligentes conservadores británicos, como Churchill o Chesterton, que despotricaban del buenismo de las causas imbécilmente progresistas y fumaban puros; de hecho, Jan despotricaba de esas mismas causas y fumaba puros. La lectura en Ostrava tuvo lugar en un local underground deliciosamente cutre. Solo asistieron una docena de personas, la mitad de las cuales, además, se marcharon antes de que terminase. Eso es lo peor, creo yo, que le puede pasar a cualquier lector o conferenciante: que la gente se le vaya. Hay que mantener el tipo y seguir leyendo o hablando como si nada. Pero es duro constatar que lo que uno dice o hace no interesa lo suficiente al público como para que siga en los asientos. La cosa tenía al final un aire de catacumba desalojada, de reducto tenebroso de irreductibles o dormidos. Kosice es la ciudad natal de Sándor Marai, cuando era Kassa y pertenecía a Hungría. Toda Centroeuropa ha sido siempre un baile inacabable de fronteras y una sopa indiscernible de lenguas, culturas y gobiernos. Lo llamativo es que las desgracias inherentes a ese baile y esa sopa, es decir, a esas luchas de poder deportaciones, matanzas, guerras, no hayan inmunizado a sus habitantes contra las perversas solicitaciones del nacionalismo, con las que se revisten siempre. En Kosice leo en una biblioteca pública que antes fue cuartel del ejército excelente transformación, de la mano de Jozef, estudiante aún de instituto, al que veo como a un hijo, y Martina, profesora universitaria y, como casi todo el mundo en este ciclo, hablante de un perfecto castellano. Como me he quedado sin lectura he pasado muchas más horas de viaje de las planeadas, lo que ha hecho que agotara la provisión de libros que me había traído de España, me abalanzo a una tienda de Oxford Books que descubro en la calle principal Kosice es poco más que una calle principal, en cuyo centro está la catedral y compro, por 18,5 euros una pequeña fortuna aquí, un ejemplar de Viaje a España, de Karel Capek (otra palabra que lleva tilde en forma de uve en la ce), el inventor de la palabra robot, publicado por Hiperión en 1989, y que da la impresión de no haber sido tocado por nadie desde entonces. El libro incluye dibujos del propio Capek y el relato del viaje que hizo a nuestro país en 1930, plagado de los tópicos del flamenco, el andalucismo y la cultura árabe que habían difundido los viajeros románticos ingleses y franceses del XVIII y del XIX. La última escala del viaje es Leópolis, en Ucrania. Es una ciudad fascinante, encrucijada de culturas aún mayor que las otras que ya he visitado: ha sido polaca, sueca, austríaca, soviética y, por fin, ucraniana, amén de haber albergado importantes comunidades judías y armenias, y librado batallas con cosacos, tártaros, otomanos y alemanes, que pretendían ocuparla o lo hicieron brevemente. Allí conozco a Miren Agur Meabe, una excelente poeta y narradora vasca incluida en la antología Montañas en la niebla, publicada por DVD ediciones, y que me ha precedido en el ciclo. Ambos nos alojamos en un hotel austrohúngaro, el George, donde también se han hospedado personajes como Balzac, Liszt o Sartre, además de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y los soviéticos de la Nomenklatura durante el régimen comunista. Que el hotel es austrohúngaro algo que haría las delicias de Luis García Berlanga se nota en la arquitectura y la decoración del local, pero también en que carece de aire acondicionado; y las habitaciones son un asadero, a lo que contribuye que el toallero-calefactor del baño esté siempre encendido. No obstante, me gusta, como me gustan las muchísimas iglesias de la  ciudad en las que los fieles siempre cantan y besan iconos, el café de Viena, con un inconfundible aire decimonónico, el castillo sin castillo en su lugar, en la colina más alta de la ciudad, se levanta un mirador y el cementerio Lychakiv, uno de los mayores museos de escultura morturia del mundo, donde está enterrado Iván Franko, el escritor más importante que ha dado esta ciudad, y por el que Miren y yo paseamos, sobrecogidos por la petrificada violencia de los grupos escultóricos y el dramatismo de las imágenes y los cementerios como el polaco dentro del cementerio. En Leópolis (cuando aún era Lemberg, en el imperio austrohúngaro) nació otro escritor relevante, que me resulta mucho más simpático que Franko, una gloria local a la que no conozco: Leopold von Sacher-Masoch, cuyo apellido ha inspirado el término "masoquismo", por las inclinaciones autopunitivas de sus personajes. En una calle se levanta una estatua de bronce, de tamaño natural, del escritor, que luce levita, el pelo moderadamente desordenado y una expresión nada perversa, sino, por el contrario, de gran sosiego y serenidad. En el centro del pecho, acaso para que la gente tenga claro que se trata de un personaje que alberga honduras sicalípticas, un agujero permite ver, al fondo, un cristal con la imagen de una mujer desnuda. Cuando Miren y yo ya estamos en el vestíbulo del hotel para ir al aeropuerto, de regreso a España, vemos que acaba de entrar Rosa Montero, pequeña y delgada, también participante en el ciclo. Miren la saluda y Rosa, que se abalanzaba a los ascensores, se detiene para escrutarnos con la incomodidad que le produce haber de interrumpir su carrera: "Es que estoy participando en un festival literario", nos dice, para justificar su prisa. "Nosotros también", le responde atinadamente Miren. "Oh, ah", acierta a decir Rosa, que, como era de prever, no nos conoce de nada. Pero apenas va más allá: nos pregunta si volamos con Ukranian International Airlines y le decimos que sí. "A mí me da miedo", nos confiesa, algo snob (la compañía se demostrará después, en nuestro caso, pulcra y eficiente). Luego se excusa alegando que se ha puesto la camiseta del revés y que ha de ir a la habitación para ponérsela del derecho, y esprinta al ascensor. Y Miren y yo salimos del George con la melancolía de quien abandona un lugar aristocrático y muy caluroso.

4 comentarios:

  1. Gracias por el viaje sin moverme de casa, sin volar con Ukranian International Airlines, gracias por liberar el lenguaje y lanzarlo al aire para que levante el vuelo en compañía de la imágenes y gracias también por la sonrisa y la risa durante todo el periplo, como es costumbre en tus corónicas. Así da gusto viajar.

    ResponderEliminar
  2. Gracias a ti, Teresa. Me alegro mucho de que me hayas acompañado en este viaje. Ten la seguridad de que volveremos a hacerlo.

    Un montón de besos.

    ResponderEliminar
  3. Bueno, tampoco hay que exagerar, querido Alfredo. Una modesta supervivencia, diría más bien yo.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar