El alcalde de Gata ha decidido expurgar la biblioteca de su pueblo. Ya se sabe: los libros ocupan espacio, crían polvo y apenas dan dinero (ni casi ya prestigio). El munícipe se ha entregado a una limpieza implacable, como aquel donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería del ingenioso hidalgo, y cuatro cajas con libros «descatalogados, desfasados, repetidos, deteriorados o sin consultar desde 1989» han acabado en los contenedores de papel del ayuntamiento. Eficacia, desde luego, no le ha faltado al regidor: como dijo un insigne político conservador en cierta memorable ocasión, había un problema y lo ha solucionado. Los libros sobraban –molestaban– y se ha deshecho de ellos. Algo hemos avanzado, no obstante, con respecto al Quijote: no los ha quemado, como hacían el ama y la sobrina, con terapéutico furor, en el corral del hidalgo, sino que los ha depositado en el contenedor reglamentario, para ser transformados en pulpa de papel y reciclados, como conviene a la conciencia ecológica de nuestro tiempo.
Pero, por ventajosos que resulten, hay gestos que deshonran a quien los hace. Ninguna de las razones alegadas por el alcalde es atendible para desprenderse de un libro comprado, es de suponer, con dinero público y perteneciente al patrimonio cultural de la comunidad. La más pintoresca es la de que estuviesen «desfasados». Desprenderse de un libro desfasado significa, en primer lugar, que uno se atribuye los conocimientos necesarios, en la disciplina de que se trate, para establecer que solo contiene datos antañones y ya superados por las investigaciones más actuales, lo que no es poco atribuirse, y, en segundo y más importante lugar, que se descarta conservar esos datos juzgados obsoletos justamente como documento de una fase determinada de la evolución del pensamiento y de la historia editorial.
Tirar los libros a la basura es inadmisible en un gestor público –a quien incumbe todo lo contrario: promover la cultura entre sus conciudadanos, un valor social básico, hasta nueva orden– y, de hecho, en cualquier persona decente. Tirar los libros de una biblioteca municipal a la basura no es solo una forma de malversar los bienes públicos, sino algo aún más grave: la demostración de que el saber no importa, de que la literatura no importa, de que la cultura no importa.
Las noticias aparecidas en las redes sociales y los medios digitales dicen que entre las obras arrumbadas figuraban títulos de Federico García Lorca, Benito Pérez Galdós y Pío Baroja, entre otros autores fundamentales de nuestras letras. Yo mismo, en una fotografía que ilustra la purga, publicada por Sierra de Gata Digital, reconozco un ejemplar de Narrativa popular de la Edad Media, que agrupa algunos de los principales relatos medievales en España, como Historia de la doncella Teodor, Flores y Blancaflor y Paris y Viana. Pero da igual que se trate de títulos señeros o de obras menores: ningún libro debe desecharse; todos, aun los errados o perversos, afluyen al gran río de la inteligencia humana, y a todos debemos tener acceso para saber qué hemos sido, qué somos y qué queremos ser.
Los libros no son nunca una molestia, aunque se acumulen, aunque sean viejos; los libros siempre son útiles, aunque nadie los haya abierto desde 1989. Precisamente que nadie los haya leído o consultado desde hace tanto tiempo revela que algo no se está haciendo bien. Los libros hay que darlos a leer: hay que pregonar que existen, hay que convertirlos en un hábito entre los niños, hay que llevarlos a la vida de la comunidad. Las bibliotecas han de ser centros sociales, lugares de reunión y ocio, sitios en los que disfrutar: con la palabra, con el arte, con la razón. A eso debería aplicarse el alcalde de Gata, como todos los servidores públicos entre cuyas competencias figure la cultura: a ampliar y dinamizar su biblioteca y los fondos que alberga, en lugar de condenarlos a la trituradora de papel. Y, si no puede o no sabe, hay que recordarle que existen soluciones para el exceso de libros mucho más dignas que su destrucción: muchas organizaciones de caridad, nacionales e internacionales, aceptan donaciones de volúmenes para las personas necesitadas a las que atienden (en muchos países de Hispanoamérica esos libros que a nosotros nos sobran son recibidos con fervor); y también se pueden destinar esas donaciones a los propios ciudadanos, que es lo que, al parecer, ya decidieron hacer por su cuenta los vecinos de Gata, que rescataron los libros que les interesaban de los infames contenedores, y lo que va a acabar resolviéndose en el pueblo.
A finales del siglo XV, Juan de Zúñiga y Pimentel, último gran maestre de la Orden de Alcántara, estableció en Gata la Academia del Maestre, y puso a su frente al humanista Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana, de varios diccionarios latino-españoles y de importantes tratados de retórica, como el memorable Artis rhetoricae compendiosa coaptatio. Entonces Gata era un centro de cultura y un puesto avanzado del renacimiento europeo, y cabe suponer que en sus nobles edificios abundaban los libros. Hoy los de su biblioteca municipal corren el peligro de acabar en el arroyo. Y quizá entre ellos haya alguna Gramática castellana, de Nebrija: publicada en 1492, está, sin duda, desfasada.
[Este artículo se publicó ayer en el diario Hoy]
Siento desilusionarte, pero parece que es una práctica habitual en algunas bibliotecas. En Madrid, si un libro no se presta en un número determinado de años, va al reciclaje.
ResponderEliminarNo es que me desilusiones a mí, querido anónimo: es que debería desilusionarnos a todos. Y que sea una práctica habitual en algunas bibliotecas (por suerte, según dices, aún no en todas) no la hace buena: sigue siendo, a mi juicio, una aberración. Llevarla a cabo en la biblioteca de un pueblo pequeño es aún más grave que en una biblioteca de una gran ciudad: los recursos son allí mucho menores y su dilapidación causa un daño mayor.
ResponderEliminarUn saludo cordial (y muy anónimo).
Si, nos desilusiona a todos y hay que levantar la voz. Algo, como indicas, no se está haciendo bien.
ResponderEliminarEs una barbaridad.
ResponderEliminarHay bibliotecas públicas que al descaralogar libros, los ofrecen a los lectores y usuarios. Es una forma menos cruenta de aligerar estantes.
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