Nunca había leído poemas en el País Vasco, y hacerlo en el marco del Festival de Poesía que organiza cada año el Ayuntamiento de Bilbao me agrada sobremanera. Además, me permite volver, y quizá redescubrir, una ciudad de la que conservo recuerdos oscuros: hace muchos años, cuando la visité por primera vez, siendo casi un adolescente, me pareció fría y gris, tiznada por el sirimiri y el humo de las fábricas. Pese a la explosión de luz que supone el Guggenheim, que también he visitado, años después, sigo asociando a Bilbao con un smog muy siderúrgico, con un telo de tiniebla. Vuelo desde Badajoz, con escala en Madrid. Cuando ya estoy llegando al aeropuerto, en Talavera la Real, observo una bandada de garzas detrás de un tractor en un campo de labranza: picotean con ansia los gusanos desenterrados por la reja y, al hacerlo, se estiran: deshacen fugazmente la elegante sinuosidad de sus cuerpos. En Barajas, me cruzo con un hombre que lleva dos sombreros de paja, uno encima de otro, y que camina con una naturalidad insuperable, como si portar dos sombreros en la cabeza fuera lo más normal del mundo. La vida es, a veces, muy extraña. Llego a Bilbao cansado –si viajar en avión es fatigoso, hacerlo dos veces el mismo día es extenuante–, pero, como no dispongo de mucho tiempo libre en la ciudad –son las cinco de la tarde pasadas y se nos ha convocado para la lectura a las siete–, me decido a dar una vuelta por el casco viejo, donde se encuentran el hotel en el que estoy alojado y la biblioteca de Bidebarrieta, en la que se desarrolla el festival. La vuelta consiste, en realidad, en un zurcido de las siete calles medievales que componen el barrio: recorro una hasta el final, camino hasta la paralela y la recorro también hasta el final, y así sucesivamente. Este paseo tan empírico, esto es, tan poco adecuado al espíritu algo caótico de la capital vizcaína, me permite, no obstante, ver mucho en poco tiempo, y constatar la pujanza del comercio local. Hay todo tipo de locales, en saludable mezcolanza, en estas vías antiguas y, ay, grises. Reconozco, al poco de salir, una tienda de "Viandas de Salamanca", con un cerdo de cartón en el escaparate, como solía verlas también en Londres (y hasta picar algo en ellas, por mor de la nostalgia, a pesar de sus precios prohibitivos). Paso por delante de un centro de pediculosis, donde se garantiza la destrucción definitiva de los piojos y las liendres por métodos naturales, aunque no se especifican cuáles; de la Casa del Tarot, atiborrada de motivos esotéricos; por la zapatería "¡Gomez! ¡Gomez!", así, duplicada y entre signos de exclamación, pero sin acentos; por varias tiendas de boinas (yo me compré una, que todavía conservo, en San Sebastián y me la encasqueté como Paco Martínez Soria las suyas; una mujer me paró por la calle para ponérmela como Dios mandaba: era insufrible, dijo, cómo la llevaba) y varios centros de tatuajes, tan prósperos aquí como en todas partes; por provectas expendedurías de bacalao, con carteles manuscritos que anuncian el género, de caligrafía humilde, vecinas de negocios de moda modernísimos, que irradian diseño y luz; y también por un establecimiento que no sé a qué se dedica –parece vagamente gótico–, pero que está cerrado "por avería eléctrica". Me entretengo un rato en una librería de viejo que atiende un joven negro que habla en francés con otro, pero en la que no encuentro nada de interés. La comunidad africana ha crecido mucho desde mis anteriores viajes. En otro lugar, varios manteros, igualmente subsaharianos, venden figuritas de elefantes junto a camisetas del Athlétic. También me percato, en fin, de una serie de locales abertzales. No son tugurios infames, sino centros luminosos y despejados: se nota que cuentan con una financiación suficiente. Abundan las ikurriñas y las pancartas reivindicativas (Preso etxera), los jóvenes con aros en las orejas y el olor a porro. De hecho, las pancartas reivindicativas están desperdigadas por los balcones, mezcladas con la ropa tendida, y reproducidas, como pasquines, en las fachadas. Una corona la del palacio Arana, el más antiguo de Bilbao, construido a finales del s. XVI, el frontis de cuya entrada sostienen dos hercúleos salvajes. (En otros lugares se prefieren atlantes, pero aquí se han reproducido dos indios). En el centro del casco viejo, en una agradable plazuela con terrazas, se encuentra la catedral de la ciudad, de Santiago, aunque muchos opinan que la verdadera es el campo del Athlétic, así llamado: la catedral. Es gótica y, por las reconstrucciones del s. XIX, neogótica. En interior, dos jóvenes con mochilas y el uniforme de los peregrinos a Santiago –botas, pantalones cortos, conchas– me preguntan si sé dónde se sella el carné que los acredita como tales. Lo ignoro, por supuesto. Cuando yo hice el Camino, en bicicleta, hace treinta años, no se estilaba esto de emitir certificados. Uno pedaleaba, sufría, comía donde podía, dormía donde se terciaba, cumplía etapas y por fin llegaba a Santiago, derrengado y sin sellos, pero satisfecho por haber culminado un esfuerzo descomunal. En los alrededores de la catedral, veo la Fuente del Perro, de 1800, cuyo recipiente para el agua tiene forma de sarcófago, y la casa en la que nació Juan Crisóstomo de Arriaga, el Mozart español (o vasco), muerto en París de una afección pulmonar, probablemente tuberculosis –que era de lo que morían casi todos los artistas que se preciasen en aquella época–, a los 19 años, tras alumbrar una obra inevitablemente incipiente, pero que indicaba un espíritu genial. Durante años, trabajé en la Generalidad con una descendiente del gran y malogrado músico. En todos los lugares con algún interés turístico hay una placa informativa de metal, en vasco, en la parte superior, y en castellano, en la inferior, pero en casi todas el texto en castellano ha sido borrado o desfigurado lo suficiente como para que no pueda leerse. Lo que sí se lee bien es la celebración del festival de poesía en la biblioteca de Bidebarrieta. De hecho, la ciudad entera está llena de cartelones en las farolas que lo proclaman.
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