Como el motivo central del festival es este año la poesía como refugio,
por el drama rampante de los refugiados, la organización ha dispuesto a
la entrada de la biblioteca de Bidebarrieta unos sacos terreros que hacen de ella, justamente,
un refugio. Y la tipografía del festival recuerda asimismo la de la
Guerra Civil, cuando los bombardeos y los refugios, con sacos terreros,
eran cosa de cada día. Los tres poetas invitados, Jaime Siles, Eloy
Sánchez Rosillo y yo, nos presentamos en la sala de actos, donde se
celebrará la lectura. Allí conocemos a Begoña Morán, la coordinadora del evento. Lleva 17 años con esa tarea y no puedo resistirme a
preguntarle cómo ha soportado tanto tiempo de trato con poetas, que,
como decía Julio Cortázar y todo el mundo sabe, son gente muy
desagradable. Begoña responde con una sonrisa polisémica, pero se
muestra satisfecha de lo conseguido. La sala de la lectura impresiona:
es el único espacio que se conserva sin apenas cambios de la construcción
original, de 1890, a cargo del arquitecto bilbaíno Severino de
Achúcarro. El techo luce pinturas de ángeles de delicados colores
(aunque castigadas, por capilaridad, por las terribles riadas de 1983:
las paredes absorbieron el agua de las calles y las querubínicas figuras
resultaron gravemente perjudicadas; la restauración está en curso, pero
se hace a trechos: siempre hay más necesidades que dinero) y el
conjunto, con más de 270 butacas, tiene un decidido aire inglés, con
maderas, frescos, terciopelos y repujados: la sociedad que promovió su construcción, El Sitio, se miraba en el espejo de los clubes y sociedades del Reino Unido, un país herboso, industrial y burgués por el que el País Vasco siempre ha sentido afinidad: hasta su bandera se inspira en la Union Jack. Cuando nos situamos en el estrado,
donde se han dispuesto asientos para los tres, nos llama la atención una
figura escrutadora en el palco: es un muñeco –pinta que de látex: está muy cerca de un foco y, si fuera de cera, se derritiría– que
representa a Miguel de Unamuno joven, con sus gafas, su mirada aguileña y
una barba aún no encanecida. Aquí peroró muchas veces el
sabio vasco y también leyó poemas Federico García Lorca. De hecho, fue
una de sus últimas intervenciones públicas antes de que lo mataran.
Estaba en Bilbao con Margarita Xirgu, que protagonizaba uno de sus
dramas, y recitó sus versos en el mismo lugar que vamos a ocupar hoy.
Será mejor que lo hagamos bien, pienso. Sánchez Rosillo impone el
criterio de la edad para determinar el orden de lectura: eso me sitúa a
mí el primero y a él, el último. No nos extendemos demasiado: quince
minutos por cabeza. Entre uno y otro suenan piezas musicales: el coro de
los esclavos, de Nabuco; un nocturno de Chopin; un fragmento del aria de Andrea Chénier que constituye la mejor escena de la película Philadelphia; y, para acabar, una canción moderna. "¿De Bob
Dylan?", pregunto a Begoña. "No, de otro", responde, sin dejar de
sonreír. Mientras leo, me reconforta ver en primera fila a Miren Agur
Meabe, a la que conocí este verano en Ucrania y a la que debo estar
aquí, y que no deja de tomar notas, no sé si favorables o críticas.
Acabadas las intervenciones de los tres –yo leo dos poemas largos, uno
de Insumisión y otro del inédito Muerte y amapolas en Alexandra Avenue;
Siles alterna poemas breves y extensos, de alto contenido filosófico,
en los que abunda en el motivo de la nada; y Sánchez Rosillo se decanta
por poemas sintéticos, en los que trata, celebratoriamente, de las
pequeñas cosas–, se abre el coloquio, como es de rigor. Pero a nadie le
da tiempo a preguntar nada, porque una persona del público se ha puesto
de pie en uno de los pasillos laterales y empieza a declamar unos
versos de cosecha propia. La persona de la organización que acerca el
micrófono a los intervinientes, y que parece conocer de sobra al
espontáneo, se lo retira,
pero Eloy Sánchez Rosillo comete el error, que luego calificará de craso, de permitirle leer, "si el poema es breve". El espontáneo salta de inmediato al
micrófono y empieza a declamar una larga autobiografía lírica, que
empieza cuando, recién casado, emigró a Francia, a trabajar en
una fábrica de automóviles, allá por finales de los 60 del siglo pasado.
Cuando nos damos cuenta de que la arenga, épica a la par que irrisoria, aspira a emular el Anábasis de
Jenofonte, ya es demasiado tarde: el rapsoda ha cogido carrerilla y
desgrana las cuartetas aconsonantadas de su inmortal poema con
deliberación y felicidad. Aguantamos todos, en espesísimo silencio, unos
angustiosos minutos, hasta que un hombre, sentado también en las
primeras filas, levanta la voz e interrumpe al vate, alegando que él no
ha ido ahí a escucharlo a él, sino a los poetas invitados, y que aquello
es una falta de respeto y una pérdida de tiempo. Su protesta desbarata la actuación del
espontáneo, que entrega el micrófono como quien rinde la espada y se
hunde en un asiento de la platea. Y yo no dejo de maravillarme de que tanta
gente siga sintiendo la necesidad de que otros admiren –o, al menos,
conozcan– su poesía, sin espíritu crítico alguno, sin cuidarse de que
sea buena o mala, alta o baja, ridícula o sublime: solo de que es suya.
Cerrado ya el acto, alguien se me acerca para felicitarme por haber
citado a Domingo Faustino Sarmiento, el gran escritor argentino. Lo he
hecho al hablar de la influencia de la mejor literatura hispanoamericana
en mi poesía. A la salida, antes de sumarme a la cena organizada por el
ayuntamiento, me distraigo un rato con Miren: vamos a la plaza Nueva,
que me recuerda vagamente a la plaza Real de Barcelona, charlamos y nos
tomamos un pincho de bacalao al pil-pil sobrenatural. Luego, en el
restaurante Lar, seguiré disfrutando de la cocina vasca con unas almejas
cuya salsa no admite disputa ("así la hacía mi madre, y así la sigue
haciendo mi mujer, así que no se aceptan críticas", nos previene el
dueño del figón), un pisto exquisito, unos calamarcitos encebollados
que, pese a haber pasado por la parrilla, aún conservan toda la frescura
del mar, y la pièce de résistance,
un rape prodigioso que nos recomiendan no servirnos en el plato, sino
tomar directamente de la fuente, para que conserve en todo momento su
textura y su sabor. Un chacolí, un tinto de la tierra y
una bandeja de dulces –más un gin-tónic por parte de Jaime Siles y un four roses
por la de Eloy Sánchez Rosillo, que Begoña se apresura a declarar que
no están cubiertos por la organización; yo, vergonzantemente, pido una
manzanilla: las cenas copiosas no me resultan buenas compañeras de
cama– completan la colación, que se desarrolla, como suele suceder entre
poetas, entre bromas y maledicencias, pero también recomendaciones
y observaciones admirativas sobre otros autores, como Sergio Gaspar,
Ramón Andrés, César Martín Ortiz, Manuel Álvarez Ortega y Ramón Gaya.
Volvemos paseando al hotel, que no queda lejos. La ciudad está
tranquila. La ría aparece pespunteada de luces, que se reflejan en el
espejo negro del agua. Nos despedimos a las puertas: Jaime y Eloy
se van a hacer la última copa, mientras que yo me retiro ya: mañaña, es
decir, ya hoy, mi avión sale muy temprano, y sé que la digestión no será
fácil. Y, en efecto, no lo es: un desagradabilísimo reflujo gástrico me
despierta a una hora indeterminada, aliado con una inverosímil rampa:
en la espinilla; no sabía que hubiera músculos ahí, pero se conoce que
los hay, y su contracción es muy dolorosa. En el avión, de regreso ya a
Mérida, no descansaré. Nunca descanso en el avión, pero en este, menos,
porque un niño adyacente se empeña en aullar todo el viaje. No hay que
dejarse engañar por los niños: por monos que sean, siempre, tarde o temprano,
acaban gimiendo, llorando o, como este, ululando. Tenerlos cerca es como
viajar con una bomba de efecto retardado.
Si lo permites, pongo la imagen que repesenta a Miguel de Unamuno.
ResponderEliminarhttp://www.euskadiz.com/wp-content/uploads/00-los-unamunos-del-casco-bilbao-euskadiz.jpg
Hola Eduardo,
ResponderEliminarMi nombre es Amara. Siempre me pareció entrañable la imagen del poeta-viajero que tomaba nota de los rincones que a los que iba llegando. En este caso por partida doble, pues usted se perdió durante un rato por las callejuelas de nuestro querido Casco Viejo.
Yo también estuve presente en la lectura de poesía de Bidebarrieta, y le puedo asegurar, estimado Eduardo, que usted me produjo una muy grata impresión. Nos demostró a todos una envidiable claridad y contundencia para expresar con exactitud su manera personal de entender la poesía. Se nota que usted está acostumbrado a pelear junto a las palabras en busca siempre de la expresión certera.
En los dos poemas con los que abrió la sesión, también pudimos apreciar un largo camino de (re)elaboración, o “pulimiento spinoziano” –para usar su propia expresión-. El primero de ellos rezumaba una delicada tristeza ante las tumbas de los dos poetas. Fue realmente delicioso, y muy bien rematado en sus dos partes.
En cuanto al segundo, muy hermoso también, mantengo algunas reservas. Expresiones como “solo”, “asolado”, “nadie”, “vacio” iban sonando como disparos acusadores a lo largo del poema, pero en general, la composición tenía un aire de música de cámara del desgarro. En mi humilde opinión, Eduardo, en este tema tan universal y eterno de la soledad, pocas cosas superan al Libro de Job, el extranjero , que además de contar con el impulso trágico del mito, contiene dentro de sí algún vislumbre terapéutico.
Me hubiera gustado formularle alguna pregunta cuando se nos ofreció la ocasión en Bidebarrieta, pero entonces el pudor me contuvo. Si quiere ponerse en contacto conmigo mi correo es : opheliasando@gmail.com.
Un abrazo desde Bilbao