Vamos a ver hoy The hole en el Gran Teatro de Cáceres: la Secretaría de Cultura de la Junta ha sido invitada al estreno. La representación viene precedida por noticias de su éxito en todo el mundo, y el lleno, según nos informa Silvia, la directora del teatro, está asegurado. Yo todavía no he asistido nunca a ninguna representación aquí, así que me agrada comprobar la elegancia belle époque del vestíbulo, con sus columnas de mármol, sus amplias vidrieras y sus molduras doradas, aunque trastocada por el estruendo que provoca un dj con sus mezclas, sobre cuya mesa se inclina como un chef que sirviera la salsa de un plato exquisito o un entomólogo sobre un insecto desconocido. El Gran Teatro tardó no poco en construirse —26 años— y fue inaugurado en 1929. Poco después sufrió, como todo el país, los embates de la Guerra Civil, pero no por los bombardeos o ataques del enemigo, sino por los desmanes del bando propio: la presidencia lo cedió al Glorioso Movimiento Nacional que dirigía el Generalísimo Franco, como sede de operaciones. Cuando el ejército se lo devolvió a la ciudad, al acabar la contienda, los administradores se encontraron con un local arrasado, sin butacas ni equipos. Todos al suelo, que vienen los nuestros, debieron de pensar, anticipándose al gran Pío Cabanillas. El teatro se reparó y ha funcionado como tal hasta hoy, aunque el espacio para el público —la platea y los palcos— apenas se ha modernizado: los asientos son incómodamente antiguos. Tampoco es muy grande: tiene una capacidad para cuatrocientas y pico personas, pocas para atender la demanda de la ciudadanía (y para sufragar espectáculos a menudo muy costosos). Eso sí: presenta un delicioso aire de bombonera que se agradece en estos tiempos de recintos multitudinarios. The hole (el agujero) no es una obra de teatro, sino un espectáculo teatral, hecho con música, humor y circo. La maestra de ceremonias es Berta Collado, que nació en Talavera de la Reina, pero se crio en Navalmoral de la Mata (y donde no me extrañaría que hubiera sido Miss Navalmoral de la Mata). La ex-presentadora de televisión y ahora actriz puntea las diferentes actuaciones con monólogos sobre su singular relación amorosa con Cristóbal, un ratón catatónico o drogado, a juzgar por lo poco que se mueve en el escenario, y cuyas pullas (las de Berta; el ratón no dice nada) se dirigen, sobre todo, a políticos y personajes del mundo del espectáculo. Collado trabaja con soltura, aunque con menos entusiasmo del esperable. El sexo recorre toda la obra, desde el título hasta casi todas las escenas, pasando por el decorado, en cuyo centro destaca lo que parece una reproducción enorme de los labios enormes de Mae West que Dalí utiliza para decorar un apartamento en su museo de Figueres. Hay incluso desnudos integrales, pero, llamativamente, solo masculinos. Un actor, con el nombre pasmosamente adecuado de Óscar Kapoya, luce un cuerpo serrano en el que no faltan ni un músculo ni un apéndice. Primero aparece, patinando, como el Pony Loco, un fornicador apasionado que transmite a todos su pasión por la coyunda. Su vestuario se limita entonces a los patines y a un taparrabos que pronto da respuesta a la pregunta que todos (y, sobre todo, todas) nos hemos hecho al verlo aparecer: ¿llevará algo debajo? Pues no: él anda por esos escenarios de Dios con los adminículos sueltos, como los escoceses de Braveheart. Más revelador es aún cuando vuelve a aparecer, en la segunda parte del espectáculo, otra vez con sus patines, pero ahora con una castañuela en lugar del taparrabos; y la castañuela es aún más exigua. Madame Gynoid, representada por Tamia Deniz, a quien Dios misericordioso ha bendecido con un cuerpo que debería ser donado a la ciencia (qué curioso que se apellide Deniz, como el poeta hispano-mexicano, Gerardo; "Deniz" significa "mar" en turco), le toca entonces las castañuelas: la de cobertura y las otras. El aire vodevilesco de The hole me recuerda a los espectáculos de varietés del Paralelo barcelonés, donde artistas sutiles como La Maña contaban chistes inenarrables y se enzarzaban en un incesante juego de picardías, o más bien ordinarieces, con el público. Pero en eso estaba precisamente su gracia: en la ruptura de las normas del decoro y la urbanidad. El decoro es uno de los trapos con los que nos tapamos, y es saludable, casi catártico, utilizarlo de vez en cuando para limpiarnos (las lágrimas, de risa o de dolor; la sangre; el semen). La relación con el público es también intensa en The hole. En un sketch, otro de los actores lleva al escenario a una voluntaria, la pobre Raquel, que aún debe de estar maldiciendo el momento en el que aceptó participar en el enredo, y hace que se lleve con la boca el pepino (vegetal, subrayo) que otro comediante sostiene en la entrepierna, todo ello acompañado por iluminadoras observaciones como "sin arcada no hay mamada". Igualmente, nuestro viejo conocido, el Pony Loco, todavía con el taparrabos, agarra por la cabeza a una señora de la primera fila y simula una felación, lo que motiva que una vecina del público informe a su acompañante, con un deje de decepción: "Pero no la arrima...". (No es esta la única observación del público digna de remembranza: tras una broma de Berta Collado sobre Íñigo Errejón, otra mujer le pregunta a quien la escolta: "¿Quién es Íñigo Errejón?"). Aunque la mejor actuación del Pony Loco recae en M., nuestro conductor, que también ha sido invitado a la función y que la contempla, temerariamente, desde la primera fila. Cuando Kapoya ha acabado con la felatriz, decide abalanzarse sobre él y morrearlo. Y así lo hace: su cuerpo garrido envuelve el de nuestro discreto chófer y, según nos confesará después, le llena las gafas de maquillaje y sudor; por fortuna, de nada más. M. emerge del monstruoso abrazo del cómico con la cara roja y las gafas descolocadas, pero la moral intacta. En el entreacto me ha dicho que la obra le estaba gustando mucho y que le encantaría volver a verla, acompañado por su mujer. Supongo que después de esto, si lo hace, se asegurará de que las butacas estén en la parte de atrás. La chispa sexual de The hole se prolonga más allá del escenario: al acabar, los actores se dejan fotografiar en el vestíbulo con hombres y mujeres, y a estas les plantan las manos en las tetas; y todas posan encantadas con ellos. Los actores sonríen, y no me extraña. Deben de considerarlo un complemento salarial, como las tarjetas black: una retribución en especie. Pero, con ser importante, el rijo no es el único sustento del espectáculo. También lo son las acrobacias circenses, a lo cirque du soleil. De ese apartado se encargan las Supernenas, Charlie Plaçais, el Dúo Flash —uno de cuyos componentes, el que más vuela, es tan liviano como un jinete de carreras— y Dylia, la Marilyn aérea (aunque en el programa, una careta de ratón, aparezca, con metátesis acaso deliberada, como "Marylin"). Sus actuaciones, sobrevolando al público, son memorables, aunque la más memorable de todas quizá sea la de Dylia, que, además de aérea, es obesa. Sus evoluciones por sobre las cabezas del público suspenden el ánimo, no solo por su dificultad intrínseca y su brillante resolución, sino también por la perspectiva de que se caiga sobre nosotros, en cuyo caso los estragos serían superlativos. Salimos, a la noche clara, de buen humor y levemente excitados. Sobre todo M.
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