Hace poco, en mi reciente viaje a Colombia, conocí a varios profesores de la Universidad Tecnológica de Pereira. Todos se mostraban admirados de los profesores y filólogos españoles, y uno de ellos, en particular, expresaba abiertamente su entusiasmo: "Ah, Jordi Llovet, qué bueno". "Fue profesor mío", le respondí yo. Me miró con curiosidad. Algo después, exclamó: "Ah, Rafael Argullol, extraordinario". "También fue profesor mío", volví a responderle. Su curiosidad aumentó considerablemente. Por fin, añadió otro nombre a la lista de elogiados: "Ah, Jaume Vallcorba, estupendo editor". "Otro profesor mío", concluí. Su actitud pasó entonces de la curiosidad al respeto, y hasta me pareció percibir una chispa de la misma admiración que sentía por mis maestros. Pero no me importaba tanto la reacción de aquel profesor colombiano como la evidencia a la que yo mismo acababa de exponerme: mis profesores habían sido algunos de los mejores pensadores de la literatura de las últimas décadas en España, y eso es tanto un privilegio como una responsabilidad. Y no solo eran Llovet, Argullol y Vallcorba. Había otros, como el gran, el añorado José María Valverde, que paseaba su larguísimo espinazo, del que colgaba siempre un macuto vietnamita, por los pasillos y aulas universitarias y la aledaña calle Aribau, en la que vivía; o Adolfo Sotelo, hoy decano de la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, que me descubrió la poesía española contemporánea (y me orientó, así, a la creación poética); o Luis Izquierdo, que hizo lo propio con la literatura hispanoamericana. En aquellas destartaladas aulas del edificio histórico de la Universidad, rodeado de maderas viejas y pizarras polvorientas, carentes del gótico glamur de los colleges británicos y de la dinámica —y aterradora— funcionalidad de las universidades americanas, recibí algunas de las mejores enseñanzas que puede esperar alguien apasionado por la literatura. Luis Izquierdo, mi querido y brillantísimo profesor de Hispanoamericana, murió el 19 de octubre, a los 80 años. Y he sentido mucho su falta. Valverde falleció ya hace tiempo, pero aún lo echo de menos; la muerte de Vallcorba ha sido más reciente, pero también dolorosa. Con ellos se va una parte de nuestra juventud y de nuestra vida: de las ilusiones que alumbrábamos cada día, de las ideas que nos enriquecían a cada paso, de los libros que descubríamos y que pasaban a formar parte, como floraciones perdurables, de nuestro patrimonio personal e intelectual. Luis Izquierdo era un pensador admirable, aunque buena parte de esa excelencia —una palabreja propia de las escuelas de negocios que estoy seguro de que le habría disgustado— se debiera a su desorden. Acudía a clase con una cartera en la que había muchos libros, una pipa —que nunca fumaba en el aula, pero con la que se le podía ver en cualquier parte— y apenas unas pocas notas. Esas escasísimas notas eran la raíz de un árbol muy frondoso de observaciones críticas y análisis de lectura, que brotaba, siempre distinto, en cada clase. Como el secuoya, que crece docenas y docenas de metros a partir de una semilla minúscula. Recuerdo mis primeras clases con él, a finales de los 80: acudía yo, como todos mis compañeros, pertrechado de lápiz y papel, y dispuesto a tomar unos apuntes impecables que sirviesen fielmente al propósito esencial de toda asignatura: aprobar. Pero Luis Izquierdo se tomaba desbaratar aquel deprimente objetivo como algo personal, y le costaba muy poco conseguirlo: saltaba frenética y lúcidamente del Martín Fierro a Juan Rulfo, y de este al realismo mágico, y del realismo mágico a Los lanzallamas de Roberto Artl, y de Artl a Carlos Fuentes, y de Fuentes al Modernismo, y a Vallejo, y a Cortázar, y a Paz, y a cualquier obra, movimiento o autor que excitase su infinita capacidad analógica y su finísimo olfato lector. Sus alumnos nos quedábamos pasmados, frustrados y felices: las notas que alcanzábamos a garabatear no servían para ningún estudio y los exámenes resultaban luego una lotería, pero sus clases constituían siempre un estímulo y un desafío. Por otra parte, todo lo hacía en desorden, pero no sin ilación, más aún, con una coherencia inquebrantable. Aquel laberinto por el que Luis Izquierdo se movía con la facilidad de un minotauro amable aparecía trabado por una comprensión rigurosa de los mecanismos creativos y una inteligencia crítica deslumbrante, aunque él se empeñaba, muy anglosajonamente —había profesado en Harvard y Washington—, en rebajar ese deslumbramiento con una ironía a prueba de dómines. Y cuando, en ocasiones, su discurso parecía encallarse, esto es, remansarse en algún meandro del pensamiento, de inmediato salía del limo —él era otro hijo del limo— con una agudeza inesperada o una digresión iluminadora. Esas muestras de ingenio, no obstante, no eran solo ingeniosas: eran germen de pensamiento, eran provocación para que pensáramos, siempre con una sonrisa en los labios. Recuerdo que una vez, después de leer un poema difícil, torturado, de César Vallejo, nos dijo simplemente: "Leemos a Vallejo y nos gustaría que Vallejo nos gustara más". Otro habría hablado de las figuras retóricas, de la influencia de las vanguardias en la obra del peruano, de su compromiso social, hijo de su biografía atormentada. Él solo dijo: "Leemos a Vallejo y nos gustaría que Vallejo nos gustara más". En otra ocasión, cuando le manifesté mis reparos por Pedro Páramo, no se lo tomó a risa, como quizá debiera haber hecho, ni se desentendió de aquel alumno que demostraba tanto despiste (o tan poca sensibilidad), ni se abandonó a uno de sus raros pero temibles accesos de mal humor ("¡Salga de clase!", le espetó a un alumno que entró en el aula cuando ya hacía rato que había empezado la clase: "¡Esto no es un cine de sesión continua!"), sino que se limitó a manifestar una educada sorpresa y a recomendarme que volviera a intentarlo. "Léalo otra vez, Moga". Y estoy seguro de que fue esa escueta sugerencia, derivada de la autoridad que le otorgábamos (aunque él nunca quisiera aceptarla), lo que me llevó de nuevo a la novela de Rulfo y me hizo descubrirla y amarla con rabia y estupor: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo...". También nos juzgaba como aprendices de escritor: los trabajos que nos hacía entregarle —pequeñas reseñas, relatos breves, miniensayos— le permitían hacerlo. A mí, por ejemplo, no me puntuaba mal, aunque criticaba cierta tendencia a la grandilocuencia y el engolamiento. Y tenía razón: aun hoy lucho contra ella. Luis Izquierdo también fue poeta, y meritorio, aunque muy parco: en 43 años solo publicó seis poemarios; el último, La piel de los días, en 2013. Una vez, cuando yo codirigía la colección de poesía de DVD ediciones, me encontré con él en un bar de la calle Balmes y le propuse que hiciera una antología de poetas catalanes en castellano. Entre los nombres que barajamos tentativamente, surgió el de un vate que a los dos nos resultaba antipático, pero que no podía quedar excluido de una obra que no se pretendía sectaria, sino abarcadora. "De todos modos, siempre hay formas de demostrar tu disgusto: basta seleccionar cinco o seis poemas de todos los demás poetas, y solo uno de él", deslizó Luis Izquierdo con una sonrisa maliciosa. Su antiguo ingenio, y ese punto de perversidad que siempre otorga la inteligencia, seguía vivo y coleando. Por fin no hicimos la antología, ya no recuerdo por qué. De hecho, ya no volví a verlo. Leí La piel de los días cuando apareció, y lo disfruté, con su tono entre melancólico y burlón, y su aparente intención de no destacar, de no significarse, aunque estuviese lleno de significado, pero aquella cerveza que habíamos echado en el bar de Balmes resultó ser nuestro último encuentro. Si lo hubiera sabido —pero nunca sabemos cuándo nos despedimos de alguien por última vez—, le habría dicho cuánto lo admiraba, cuánto me había enseñado y, si eso no hubiese resultado inconveniente entre un profesor y su alumno, cuánto lo quería. Hoy lo hago desde aquí, aunque él ya no pueda oírme. Descanse en paz.
Eduardo,has ambientado,decrito tan bien la acción,has retratado a tu profesor, Luís Izquierdo,de tal manera que me lo he creído mío. La tristeza por la ausencia de alguien al que nunca he conocido en persona, me la has transmitido. No sé sí te oirá, pero seguro que a nosotros nos has sacado un suspiro y más de una lágrima en su memoria. Un abrazo.
ResponderEliminarBlanca.