Cataluña está empapelada de lazos amarillos, sobre todo la Cataluña profunda, que es, como la España profunda, agropecuaria y cerril; Barcelona y su área metropolitana, bastante menos. Hay que aplaudir a quien ideó el símbolo, aunque el amarillo sea el color de la mala suerte en el teatro y los faranduleros lo rehúyan con ahínco (y la política no deja de ser una farsa en el gran teatro del mundo): el lazo glauco ha prendido entre quienes comparten las ideas que se ha decidido que representase, y también entre quienes comparten las ideas contrarias. Entre ambos –igual que a ambos hay que atribuir la responsabilidad del pandemonio nacionalista que nos asfixia– lo han convertido en el centro del debate, en el protagonista de la farsa. Hay que felicitar asimismo a los fabricantes de lazos amarillos: están haciendo el agosto. Hoy, se pone uno a recortar tiras de ese color, de plástico, de tela o de papel, y se hace de oro. Es una buena idea para los autónomos, ahora que se habla tanto de ellos. En realidad, es todo una estupidez: colgar lazos, retirar lazos, debatir ad nauseam sobre el colgar o el retirar lazos, organizar brigadas de limpieza para quitarlos y comités vecinales para volverlos a poner, presentar denuncias contra unos y otros, y hasta pegarse por ellos. Pero también es una manifestación de la libertad de expresión (pegarse no, desde luego), que tanto, ay, nos ha costado conseguir: unos colgando lazos amarillos, banderas esteladas y carteles que reclaman la liberación de los presos políticos, y otros colgando carteles naranjas o con gaviotas azules, banderas españolas y difundiendo en múltiples medios que no hay presos políticos, sino políticos presos. A mí los lazos amarillos me incomodan, sobre todo cuando los veo en las solapas de funcionarios de las administraciones públicas de Cataluña y representantes institucionales. Los funcionarios públicos y los gestores que nos gobiernan (porque eso son los políticos a los que elegimos: gestores; no hay que olvidarlo) se deben a todos los ciudadanos, y que luzcan ese símbolo, u otros de carácter igualmente partidista, expulsa de su espacio, de su representatividad, de su labor, a más de la mitad de la población a la que deberían servir. Pero también me incomodan las manifestaciones del nacionalismo español, que nunca son tan ruidosas (menos cuando participa Marta Sánchez), porque no lo necesita –la institucionalización, con todo el peso de la soberanía, es decir, del Derecho y por lo tanto de la fuerza, hace innecesarias sus expresiones más banales–, pero que resultan, por su fuerza, precisamente, tan o más dañinas que las de sus antagonistas. Toda la construcción jurídica con la que los unos (o hunos, como diría Unamuno) pretenden erradicar al contrario y toda la destrucción jurídica con la que los otros quieren dejar al oponente en la estacada, no son sino estructuras artificiales con las que se sustancian –y disimulan– sentimientos nacionales –es decir, de pertenencia a una comunidad, de identificación con un grupo– encontrados. Con esa base, el lenguaje se hincha y se vuelve un arma de combate –unos y otros se tildan de "fascistas" con una frivolidad que abochorna a quieres han sufrido el fascismo verdadero; cualquier manifestación del rival es una expresión "de odio"; el independentismo es "golpista"; España es "franquista"– y también los comportamientos, que han llegado ya, hace poco, a la agresión física. Curiosamente, los que pegaron, militantes o simpatizantes de Ciudadanos, son los mismos que califican a los independentistas de violentos. Un pobre cámara de Telemadrid –uno de los suyos, además–, que no cayó en la cuenta de que llevar una prenda amarilla, por pequeña que fuese, en aquellas circunstancias tenía más peligro que una piraña en un bidé, fue aporreado por varios defensores de la unidad de la patria que se habían reunido en el parque de la Ciudadela para protestar pacíficamente por los atropellos de los indepes. Rivera y Arrimadas, esos Bonnie and Clyde de la nueva política española, se apresuraron a manifestar que los agresores habían sido radicales infiltrados en su manifestación. Si bien esta explicación no es nada original –es la que han dado todos los líderes del mundo cuando algunos de sus cachorros han hecho que se le viera el plumero a su partido o movimiento-, Rivera y Arrimadas –que quizá sean, corrijo, los Pompoff y Thedy de la política patria, con permiso del polimasterizado Pablo Casado y su fiel escudero, el inefable Teodoro García Egea– sí han sido innovadores con el concepto de "la neutralidad de los espacios públicos". Con él, formulado con ese aire técnico-jurídico que viste mucho y da respetabilidad, pretenden que sea imposible –más aún: ilegal– que la gente exprese en la calle lo que quiera. ¿Neutralidad del espacio público? Lo que ha de ser neutral son las instituciones (por eso no debería permitirse que los funcionarios o gobernantes, en el ejercicio de sus cargos, lucieran símbolos sectarios), pero la calle ni puede ni debe serlo. La calle es, y ha de seguir siendo, lo que siempre ha sido, al menos en los países democráticos: el lugar sin peajes al que todos accedemos en igualdad de condiciones para defender, siempre que sea pacíficamente, lo que creamos justo defender: la mejora de unas condiciones laborales en una huelga; la conveniencia de votar a uno u otro partido político en unas elecciones; la alegría por una victoria deportiva o por que se celebre el Día de la Hispanidad o el de las Fuerzas Armadas; la solidaridad con los inmigrantes que mueren camino de Europa o a los que Europa desahucia en una manifestación; la devoción por una imagen o una festividad religiosas (aunque estas a mí me resulten especialmente difíciles de tragar); o la oposición a una política, unos políticos o un Estado, entre una infinidad de cosas más. En ese espacio cabe todo; y está bien que sea así: todo ha de caber, sobre todo aquello que nos disgusta, y hasta nos repugna. Ciudadanos lo ha llenado, a lo largo de estos años infaustos, de octavillas, pasquines, reuniones de ciudadanos rojigualdos, armados de banderas rojigualdas, que gritaban su amor a la patria, y hasta fotos de su líder desnudo. Todo eso me repele, pero no puedo –ni quiero– oponerme a que lo haga. Y para justificarlo recurro a eso tan repetido, pero tan poco practicado, que enunció Helvecio: no estoy de acuerdo con lo que dicen (o con que cuelguen lazos amarillos en la calle), pero defenderé con la vida (bueno, con la vida quizá no, pero lo defenderé mucho) su derecho a decirlo (y a colgarlos). Con la majadería de la neutralidad de los espacios públicos solo se demuestra, una vez más, la voluntad de los nacionalistas de afirmar, frente a los otros nacionalismos que les discuten el territorio y la hegemonía, su sentimiento primitivo, su condición tribal, su aquí estamos nosotros y esto es nuestro.
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