sábado, 29 de septiembre de 2018

Libros (viejos)

Hoy ha sido un día enteramente dedicado a los libros. En realidad, todos mis días lo son: no hay jornada que pase en que no los hojee, lea, reseñe, traduzca y hasta escriba. Hoy, sin embargo, mi dedicación ha sido plena: ha consumido casi todas mis horas, casi todos mis esfuerzos y casi todo mi dinero. Por la mañana acudo a una casa particular en cuyo garaje se apila una docena y media de cajas llenas de libros de segunda mano. Supe que se guardaban allí por una suerte de azar y algún atrevimiento por mi parte. En un callejón de Sant Cugat, donde vivo, hay una tienda de chuches. Sí, chuches: gominolas, chicles, palotes, nubes y otras golosinas infantiles. Pero fuera, a la entrada, la tendera tiene también un expositor metálico –de alambre grueso, de esos que giran, aunque este lo hace torpemente, abrumado por el peso– con docenas de libros viejos a precios irrisorios. La venta de productos tan disímiles –pirulís y estudios de filosofía, haribos y tratados científicos, caramelos y poemarios– me recordó a la churrería de Badajoz que también vende libros usados (y que, por si fuera poco, mantiene asimismo un taller de reparación de bicicletas en el piso de arriba; su dueño, Carlos, debe de ser uno de los pacenses más activos y polifacéticos del último siglo). En ella encontré una vez un libro de Alberti autografiado por el gaditano. En la tienda de chuches de Sant Cugat he dado con la edición de José Ángel Valente de la Guía espiritual, de Miguel de Molinos, en Seix Barral, entre otros títulos moderadamente inverosímiles. A fuerza de pasar por el callejón, husmear en las existencias y comprar libros, me atreví a preguntarle a la dueña –una chica joven, rubia, simpática– por el origen de aquel suministro. Me dijo entonces que la familia le había ido regalando libros, que ella también había comprado algunos y que de ese fondo iba sacando ejemplares a la venta. Mi osadía fue aún más allá, y le pregunté si podría ver lo que tuviese en casa. Accedió de inmediato, y hoy visito su garaje. Su marido me hace hueco en el caos que son todos los garajes del mundo y yo me dispongo a abrir las cajas con los libros. La mayoría todavía están cerradas. El ejercicio es doble: físico e intelectual. El primero, por el trabajo con las cajas: levantarlas, llevarlas a la mesa, abrirlas, sacar y volver a poner libros, y devolverlas por fin al suelo. Quien haya hecho alguna vez esta operación, siquiera por una mudanza, sabrá que menear estos paquetes (y no se hagan lecturas sicalípticas de esta expresión, por favor) es uno de los trabajos más duros que existen, equiparable sin duda a cavar zanjas o practicar la halterofilia. El segundo, el intelectual, se resume en un examen rápido de las obras –de su calidad literaria, de su estado de conservación y de la oportunidad de su compra– y una decisión igualmente célere sobre su adquisición o no. El precio no es problema: si compro más de 24 libros, solo pagaré un euro por cada uno. Un porcentaje muy alto de libros tiene que ver con el zen, las ciencias ocultas, las religiones alternativas y el desarrollo personal, toda esa basura paulocoelhiana –salvo el zen, cuando no se utiliza como técnica de autoayuda– que lleva inundando estanterías –y, lo que es peor, mentes– desde hace décadas. Pero, en este barrizal de celulosa, encuentro una primera edición de El mono gramático, de Octavio Paz (que supongo que sus antiguos propietarios comprarían pensando que se trataba de alguna iluminadora filosofía hindú); una primera edición, también, de Poemas de la muerte y de la vida, de Cristina Lacasa, premio de poesía castellana "Ciudad de Barcelona" en 1964, en la que, tras una inenarrable fotografía en blanco y negro de la autora, aparece su dedicatoria "al Iltmo. Sr. D. José María de Porcioles [uno de aquellos catalanes franquistas que, para quien no lo sepa o recuerde, fue alcalde de Barcelona entre 1957 y 1973], como nuevo testimonio de adhesión", fechada el 23 de abril de 1966, Feria del Libro, como la autora se encarga de especificar entre paréntesis; y un extraordinario libro de arte sobre la Casa de la Lonja de Barcelona, La llotja i la reialesa. La mirada reial al món barceloní, casi tan grande como la lonja de la que trata. En estas compras masivas (he acabado llevándome 30 títulos), siempre cometo algún error. Esta vez me he quedado con una edición de la poesía completa del gran Joan Vinyoli que, al llegar a casa, compruebo que ya tenía. Pero no importa: solo me ha costado un euro, y se la regalaré a algún amigo (o, más probablemente, amiga) que sepa apreciarla. Tras descargar el género en casa y darme una ducha rápida –estoy sudado como si hubiera corrido los 10.000 metros, aunque no me he movido de un solo punto: el garaje de la chuchera-librera–, bajo a Barcelona para comer con mi madre y visitar después la recientemente inaugurada Feria del Libro Viejo y de Ocasión, que se celebra desde hace más de medio siglo en el paseo de Gracia entre finales de septiembre y principios de otoño, y a la que, por estar en Mérida, no he podido acudir los dos últimos años. Lo primero que veo al salir del metro y acercarme a los estands es a un lisiado que hace caricaturas con los pies. Empezamos bien, pienso. Siento, en la cercanía de los puestos, la misma comezón que siempre he experimentado al aproximarme a los depósitos de libros usados, la misma excitación por que guarden tesoros escondidos para mí, y que solo yo voy a ser capaz de encontrar. La curiosidad no desaparece, pero sí mengua considerablemente ante el pandemonio y la cutrez de la mayoría de estands. Apenas existe en España el librero anglosajón, pulcro, ordenado, sapiente y, sobre todo, dotado de ese encanto inimitable de los librovejeros británicos, que saben dotar a sus establecimientos de una calidez extraña, con flores, moquetas, cuadros, teteras, sillones y viejecitas encantadoras, por raído que esté todo. Aquí casi todo es mugre y olores desaforados, caras agrias y respuestas destempladas, ceniza y polvo. Me parece advertir que este año hay menos puestos que otros. Aunque muchos libreros repiten: los reconozco; son los habituales, con la tez apergaminada y cerúlea, con el ceño permanentemente fruncido de tanto vigilar que no les roben libros, con el pelo más blanco y los hombros más caídos (como sus libros, más pálidos y más caídos), y alguno con la inevitable punta de caliqueño apestoso en los labios. También repiten muchos títulos, que no encuentran comprador. Y no me extraña, con los precios que tienen. En un puesto localizo un Vía Áurea, de César González-Ruano, que ya he visto otros años. Ahí sigue, con idéntico coste: 200 eurazos (aunque, según cómo, puede considerarse una ganga: en Internet, el único ejemplar a la venta cuesta el doble, 400, más gastos de envío). Lo devuelvo a su estantería como si me hubiese picado un alacrán. En otro hay una primera edición de La realidad y el deseo, la publicada por Cruz y Raya en 1936. Solo vale 1.800 euros (en Internet, 2.250). Me sorprende que esté así, suelto, solo, en la balda de la poesía. Robarlo sería fácil, pienso. Pero desbarato el relámpago de la tentación con un manotazo de conciencia. Las dedicatorias que se encuentran en los libros siguen siendo causa de alegría o pesar, según. En estos casos, recuerdo siempre el inmortal gesto del mexicano Avalle-Arce cuando descubrió, malbaratado, uno de sus libros dedicados a un presunto amigo: lo compró y se lo volvió a enviar con una nueva dedicatoria: "A Fulano, con renovado afecto". Compro un ejemplar de Los vientos, del granadino Rafael Guillén, un excelente poeta, y también una excelente persona, al que profeso admiración. Está dedicado, en 1971, "muy cordialmente", a un tal José García López. Tengo luego en la mano otro poemario, de una poeta en castellano muy conocida de Barcelona, con una untuosa dedicatoria (en catalán) a Joan Guitart, cuyo cargo especifica minuciosamente: consejero de Cultura de la Generalitat de Cataluña. Los tiempos cambian, pero no las costumbres: Cristina Lacasa le tiraba de la levita al todopoderoso Porcioles y la escritora de hoy enjabonaba al no menos influyente, en su tiempo, Guitart. Yo encuentro, ¡ay!, un ejemplar de La luz oída dedicado, en 1996, a "María Rosa, lectora y sensible". Pues ni una cosa ni otra, en realidad: el libro sigue intonso y no parece muy sensible quien lo da a la venta sin molestarse siquiera en recortar las palabras del poeta. No recuerdo, de entrada, quién era esta María Rosa; tras mucho pensar, creo acordarme de que se trataba de una compañera de trabajo que había sido novia de un poeta amigo mío. Pero no estoy seguro, ni me importa, a decir verdad. Dudo si comprarlo. No podré imitar a Avalle-Arce, porque no sé, ni he sabido nunca, las señas de la interfecta. Lo dejo, pues, refugiándome, como tantas otras veces, en la filosofía estoica: como una muestra más de la irrelevancia de los afanes y esperanzas humanos. Todas las ferias de libros viejos son eso: un gigantesco baño de realidad, un inacabable ejercicio de resignación: los libros que hemos escrito con la mayor ilusión, esperando que se convirtieran en hitos de la literatura, en demostraciones de la grandeza de nuestro espíritu, se transforman en esto: papel amarillento, dedicatorias huérfanas, olvido. La paseata concluye con otro polo empapado de sudor, los pies doloridos y un botín magro: seis libros. Pero es que resulta difícil gastarse 20 euros en uno cuando por la mañana te has gastado 30 euros en 30. En la plaza Cataluña, que tengo que cruzar para coger los ferrocarriles y volver a casa, hay un festival de música hispanoamericana (que seguramente los organizadores han llamado "latinoamericana", como si en los países de Sudamérica se hablara latín): en una carpa, brincan cuatro jóvenes vestidos de lentejuelas, y, en otra, un señor y una señora, ataviados de riguroso blanco, evolucionan al son de los atabales y algo parecido a las maracas. Vacío la vejiga, a punto de reventar, en los lavabos del café Zúrich, que está atestado de turistas, como siempre, pero que, alabado sea el Hacedor, sigue permitiendo el libre uso de los aseos, en el sótano. La plaza hipóstila del metro está tapizada de los bolsos falsos del top manta de los africanos barceloneses. La mochila me pesa, aunque solo llevo seis libros y el periódico de hoy. Estoy agotado.

1 comentario:

  1. "No tenía más que una idea, un amor, una pasión: los libros; y este amor, esta pasión, lo quemaba interiormente, le consumía sus días, le devoraba su existencia".

    De Bibliomanía, de Gustave Flaubert.

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