Aznar ha vuelto. Volvió a las Cortes, a prestar declaración en la comisión parlamentaria que investiga la corrupción del Partido Popular, y la televisión –y luego la prensa– recogieron ampliamente su intervención. Aznar tiene una virtud: despierta lo peor que hay en mí. Es una virtud: la eficacia con la que activa esa reacción, al margen del contenido de esta, es digna del mejor ingeniero electrónico, del más fino astrofísico de la NASA, del mago más abracadabrante. Veo a Aznar –su frente despejada, su rostro rubicundo, su pelo marmóreo, su sonrisa de Landrú, su no bigote– y me posee el horror: el estómago se me revuelve; se me eriza el vello; y, con el impacto emocional que me produce su contemplación, sería incapaz de atender el menor deber amatorio, aunque, por intercesión del cielo, hubiera de practicarlo con Mónica Bellucci. (Algo parecido me pasaba con Jesús Gil y Gil, pero a ese Dios ya lo tiene en su gloria; y con José Mourinho, que ahora ya solo desquicia a los ingleses). Peores aún que las consecuencias físicas son las, digamos, consecuencias intelectuales, que se adentran ipso facto en el ámbito de lo criminal: a mí –que, como Woody Allen, en una guerra solo serviría de prisionero– me entran ganas de coger una escopeta recortada y liarme a tiros, primero con el televisor en el que Aznar desgrana, en esos momentos, su visión de España y sus opiniones de estadista, y luego con el universo mundo, capaz de haber alumbrado a un individuo semejante. Por fortuna, no lo hago: no tengo recortada; aunque la tuviera, mi mujer no me dejaría destrozar un televisor que nos costó carísimo; y, en cualquier caso, la posibilidad de compartir trullo con Bárcenas, Zaplana, Rato, Matas y otros hijos de Aznar constituye una perspectiva mucho más insoportable que la de sobrevivir a los informativos sobre la deposición del héroe de las Azores, del promotor de la Ley del Suelo –el origen de la burbuja inmobiliaria que ha agravado, hasta extremos demoníacos, la crisis económica en España– y del padrino de la caterva más corrupta de la historia reciente de España, como lo llamaron, esta vez con acierto, tanto Gabriel Rufián como Pablo Iglesias en la comisión de investigación. La virtud que he mencionado de Aznar es única: con nadie más me sucede, aunque algunos –Rafael Hernando, Juan Carlos Girauta– apunten maneras para sumarse al club. A Rajoy, por ejemplo, no he sido capaz de odiarlo. Por más que discrepase de sus ideas y de sus políticas, siempre me pareció un conservador tradicional, galdosiano, con algo de humor y no malintencionado, un burguesón de provincias que se creía –hasta cierto punto, no vayamos a exagerar– lo que decía: España, otra vez España, el crecimiento económico, la estabilidad y la moderación, y todo lo demás. Con el cuajo que lo caracteriza, inmune a la evidencia de una sentencia de casi 1.500 páginas que así lo acredita y de varios altos cargos del partido que han reconocido haber recibido sobres con dinero negro, Aznar negó que el PP tuviera una caja B. Y, de nuevo impasible –y cejijunto– el ademán, llamó a Iglesias "peligro para la democracia y el orden constitucional", o algo así, usando esas solemnes expresiones de tufo jurídico que tanto le gustan y que le debe de parecer que agradan el discurso, que lo hacen digno de un prócer como él. Así calificó al líder de Podemos, él, que llevó a España a una guerra en la que murieron españoles –algunos– e iraquíes –muchos–; que sentó las bases, con una política económica ultraliberal de baja estofa, valga la redundancia, para que la crisis económica se cebara y devastase nuestro país; y que propició, ayudado por la prensa afín, la teoría conspiranoica de que el atentado del 11-M no fue obra del yidahismo, excitado por la participación de España en el conflicto de Oriente Medio, sino de la antiespañola ETA. En realidad, Aznar –el inigualable Ánsar, como lo llamó otro político egregio, George W. Bush, cuando departían en mexicano, y con los pies embutidos en botas de piel de cocodrilo encima de la mesa de su rancho tejano, sobre las inminentes medidas de política internacional que iban a adoptar, para sosiego del mundo– no me exaspera por su gestión, pese a ser rigurosamente abominable, sino por su actitud: pétreo, sin asomo de incertidumbre, fiado a verdades inconmensurables, a espantos que su exigüidad mental, siempre necesitada de magnificación, ha vuelto deseables. Ah, Aznar, cuánto lo había echado de menos. Estaba en mis pesadillas, pero lo añoraba en la realidad. Celebro que su reaparición me haya devuelto no su peor imagen –que esa es espeluznante siempre–, sino la mía. Es bueno saber que uno alberga los peores sentimientos, que uno podría convertirse fácilmente en asesino, que las sombras, ahí dentro, contigo, también pueden devorarte. En el camino del autoconocimiento, la certeza del mal que somos constituye una realidad iluminadora. En homenaje a Aznar, que me ha permitido abismarme de nuevo en ese espacio oscuro pero esencial del yo, transcribo el poema que le dediqué en Insumisión, el poemario publicado en 2013:
Veo a Aznar y su bigote ausente, su bigote terrible, su bigote abrumador que ha dejado al país sumido en la consternación del no bigote. Aznar tiene bigote como otros tienen silicosis o aerofagia, pero no lo tiene en la cara, como se cree comúnmente, sino en el cerebro. El bigote se le electriza cuando no piensa. Se retuerce entonces como una lombriz, invade con espasmos anélidos los recintos vacíos de su no pensar. El bigote de Aznar, gallardo gallardete flameante, insta a la preservación de los valores que constituyen nuestra identidad; cosquillea a la catástrofe, que se remueve en su madriguera incivil; titila como un farolillo chino en un cementerio abarrotado de muertos. Aznar combate la insignificancia con la prosopopeya de un subteniente de alabarderos. Y así como el topo crece entre detritos subterráneos, y su ceguera, alimentada por la oscuridad, se engolosina con la oscuridad, él se multiplica por efecto de nuestra insignificancia, de nuestra resistencia a admitir que somos insignificantes, y de nuestra consiguiente necesidad de encumbrar a quienes se enorgullezcan de su pequeñez y la hagan pública y estridente como una starlette de vodevil. Aznar es inspector de Hacienda e inspector de alcantarillas. El humor de Aznar es templario y gualdirrojo. Gaddafi, siseando como un crótalo, le regaló un alazán cuando aún humeaban los doscientos setenta cadáveres mutilados de Lockerbie, y cuando volvía a humear también el petróleo libio por los oleoductos del Mediterráneo. El bigote de Aznar se emparejaba con el bigote de Gaddafi, y ambos bigotes meneaban el vientre sin velos, abrazados a la causa del terror [el humor del multimillonario morador de jaimas, asesino dilecto de su pueblo, promotor y devorador de mierda, era verde, como su bandera], avezados al estruendo, a la carcajada mesozoica, entre jaeces y reflejos de ebonita. Aznar fue el primer mandatario occidental en visitar al gran masturbador tras la condonación de sus deudas de muerte —propias y ajenas— por la organización de nulidades unidas. Luego, con la prestancia de un monosabio, se perdió por las sendas de la historia, agitando el bastón de caña y caminando con pies estrábicos. Pero Aznar se aferra con ahínco a sus ideas ausentes: se apezuña en ellas para desafiar el embate de las presentes. Sutil como un ñu, enarca entonces la glotis, aguza el remoquete y expele la fruslería colmilluda, asentada en principios civilizatorios que merecen de todo español bien nacido el calificativo de inmarcesibles. Aznar mira a la cámara con su entrecejo de hombre empachado de certidumbres, lustrado por el betún de su ovacionada insignificancia, y afirma que existen, que sí, que hay, que créanme, que les doy mi palabra, que es necesario actuar, con el sacrificio de nuestras vidas, si fuere preciso [es decir, de las vidas de nuestros soldados], de conformidad con ese haber indiscutible, infinitamente inobjetable, como indiscutible e inobjetable es el monasterio de El Escorial o el quehacer de la Obra, porque los ciudadanos han de saber que el destino en lo universal de la democracia vallisoletana consiste en exportarla, con la firmeza que requiera el caso, y sin condescender a la menudencia del parecer común, a las mezquitas bagdadíes y los suburbios de Kabul, ondeando la bandera vencedora en Perejil, y sus regüeldos gualdos, y el pendón de Nuestra Señora de San Lorenzo, con todo el viento de la historia atlántica soplando a nuestro favor, y la zarpa del monarca transoceánico en mi lomo de la dehesa.
Cojonudo Eduardo. "Aznar: bigote en el cerebro". Nueva entrada para el diccionario. Un abrazo.
ResponderEliminarÁnsar te hace sentir que estás muy vivo. Odiar, mola.
ResponderEliminarBesos.