sábado, 16 de marzo de 2019

En Colliure y Perpiñán

Aprovechando que está pasando el fin de semana en Barcelona, Miguel Ángel quiere visitar la tumba de Antonio Machado, en Colliure, y Perpiñán, y decido acompañarlo. Rendir homenaje al maestro siempre es un buen motivo para hacer los casi 200 km que separan la Ciudad Condal de ambas localidades. No obstante, llegar no es difícil: la autopista se prolonga hasta las cercanías de Colliure. Entramos en el pueblo por un camino que flanquea, precisamente, el hotel Quintana, donde murió el poeta. Hoy ya no es hotel, sino simplemente una casa que parece deshabitada, aunque no abandonada: conserva cierta prestancia provinciana y unas paredes de limpios tonos rosados. Una placa recuerda el fallecimiento del poète espagnol Antonio Machado, que se produjo el 22 de febrero de 1939, un día antes de que llegara un telegrama para él en el que la Universidad de Oxford le ofrecía un puesto en su claustro, y tres días antes de que muriera también, en el mismo hotel, su madre, Ana Ruiz. Inmediatamente preguntamos por el cementerio, que está en pleno pueblo. Como en tantos otros sitios, antes debía de estar en las afueras, pero el crecimiento de la localidad —favorecido, entre otras razones, por el turismo poético-funerario lo ha fagocitado. La tumba de Machado se ve desde la entrada: es el principal hito, si no el único, del camposanto. Como siempre, está llena de flores, coronas fúnebres, pósteres y poemas. Una placa del gobierno de España luce recién instalada. La colocó Pedro Sánchez en su reciente visita, que motivó la enérgica protesta del PP, justa, furiosamente indignado porque el jefe del gobierno español presentase sus respetos a uno de los padres de la poesía española contemporánea. La placa rinde homenaje a "uno de los hombres más dignos y preclaros" de España. En el sepulcro, modesto, ajado, cuyas letras aparecen ya desgastadas, constan inscritos los célebres alejandrinos del poeta: "Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar". También advertimos una bandera roja del POUM, con su hoz y su martillo; dos republicanas; sendas coronas fúnebres del ayuntamiento de Segovia y de Izquierda Republicana de San Sebastián de los Reyes; y un póster con dibujos y mensajes de los alumnos de 4º A del CEIP Pepe González, de San José de la Rinconada, en Sevilla, amén de numerosísimos ramos de flores, de todas las especies y colores. En un nicho vecino, vemos una placa con el nombre de un difunto francés y la silueta de un toro de Osborne: ignoramos si la presencia del testicular símbolo hispánico obedece a algún motivo biográfico concreto o se explica por mera ósmosis con la sepultura de Machado. Miguel Ángel se admira de que en otro enterramiento aledaño haya crecido una tupida acumulación de cactus: como buen mexicano, Miguel Ángel es amante de los cactus. En el cementerio, como es natural, abundan los apellidos catalanes hay muchos Pujol y franceses, alguno de los cuales se ofrece con una austeridad imponente. En la lápida de la señora Py, por ejemplo, solo se lee "Maxime Py. Regrets". O bien los deudos de la señora Py eran gente de pocas palabras o bien la señora Py no suscitaba demasiado afecto. Otros muertos, en cambio, son mucho más facundos. La tumba del pintor valenciano Balbino Giner, otro exiliado enterrado aquí, no solo está alicatada de cerámicas de colores que llenan de vida el pudridero, sino que especifica, con orgullo intemporal, que Balbino fue Gran Prix de Rome pour l'Espagne de 1934. Cumplida la visita, paseamos por el pueblo. Insólitamente, hace calor. Hay gente en la playa, tomando el sol. Una espléndida cincuentona, con el pelo mojado y revuelto, se quita el traje de buceo apoyada en la pared playera del espigón; por todo el cuerpo le brilla una aterciopelada pelusa rubia. En el agua transparente de la bahía se menea un solitario balandro. Las gaviotas sobrevuelan el castillo real, de muros gigantescos —una fortaleza que en la Guerra del Segadors, en 1642, sufrió el asalto de las tropas francesas, en las que militaban d'Artagnan y sus mosqueteros, y que, e1939, alojórepublicanos exiliados: los españoles siempre han tenido aquí mala suerte—, y la iglesia de Santa María, cuya airosa torre negra, rematada por una cúpula rojiza, se recorta contra el azul brillante del mar. Toda la línea de costa está salpicada de atalayas y fuertes: contamos hasta cuatro en las inmediaciones del pueblo. En las calles, y pese a estar en temporada muy baja, abundan los turistas: las terrazas más cercanas a la playa están llenas de gente que come, parlotea y bebe cerveza, a los sones de músicos callejeros que tocan el acordeón. Nos decidimos a imitarlos (a los que comen y beben cerveza, digo, no a los del acordeón). Es ya mediodía, y aquí se almuerza pronto, tanto que la última vez que Ángeles y yo visitamos el pueblo nos quedamos sin comer: como seguíamos los horarios españoles, nos presentamos en los restaurantes a las tres, cuando hacía horas que habían cerrado la cocina y, de hecho, ya estaban empezando a preparar la cena. Nos acomodamos, pues, en un restaurante chiquito de segunda línea de mar, que parece diligente y amable (y que no ofrece menús a precios prohibitivos), y nos asestamos un exquisito aperitivo de olivada para ir abriendo boca, un plato de anchoas de la región con pimientos y verduritas, unos buenos filetes de lomo al queso manchego, y, de postre, panacota (yo) y crema catalana (Miguel Ángel), todo regado con un respetable tinto de la tierra, que rematamos con sendos cafés. En conjunto, una colación magnífica, a 33 euros por barba. La dejamos descansar un rato en las entrañas, lo que nos proporciona un placer considerable, y nos vamos retirando, en procura del coche. Admiramos todavía las fachadas de color pastel, delgadas, luminosas, que pintaran, a principios del s. XX, Matisse y Derain, y los plátanos podados de las plazas, que parecen manos agarrotadas clamando al cielo. Llegamos a la vecina Perpiñán sin dificultad y aparcamos a la entrada de la ciudad. Miguel Ángel se maravilla de la fuerte presencia catalana en la ciudad: el conservatorio se llama Montserrat Caballé, en el museo Jacinto Rigaud hay una exposición de Antonio Clavé, las tiendas venden productos catalanes, en las fachadas ondean banderas cuatribarradas. Le explico que esto también es Cataluña, aunque esté separada del resto por una frontera que se estableció como consecuencia del tratado de los Pirineos, en 1659. Paseamos hasta el centro. En una plaza situada en un barrio en el que abundan las carnicerías halal y los cafetines y supermercados regentados por árabes, descubrimos una coqueta estatua de un niño desnudo que se come un racimo de uvas, dedicada a ceux dont l'oeuvre exalte la lumière et la joie [aquellos cuya obra exalta la luz y la alegría], una dedicatoria con la que no podemos sentirnos más identificados. Sus destinatarios concretos son los hermanos Bausil, Albert y Louis. Más adelante contemplaremos otras esculturas de autores de su tiempo: una Venus, naturalmente desnuda, de Aristide Maillol (que da nombre a una calle en mi barrio, en Sant Cugat), rodeada de cactus —"biznagas", puntualiza Miguel Ángel, de nuevo entusiasmado—, y otro niño, también desnudo (la desnudez parece muy apreciaba en el arte público de Perpiñán), pero ahora no con uvas, sino con címbalos, de Célestin Manalt. La delicadeza de estas imágenes contrasta, cuando llegamos al castilletcon la grosería de los ingleses que se acumulan en las terrazas de la zona, a la espera del partido de rugby que ha de enfrentar a su equipo, el Salford Devils, con el local, los Dragons Catalans. Va a ser un encuentro infernal. Ya lo es, de hecho, su presencia, ruidosa y etílica, como casi siempre. Alguno va disfrazado de mujer (con un tutú fucsia). Otros se limitan —y ya es bastante a exhibir barriga, eructos y cánticos. El populacho inglés utiliza el deporte para rebelarse contra las normas sociales, que en Inglaterra son generalmente opresivas, y para desmandarse cuando están en el extranjero, donde esas normas adoptan formas menos inclementes. Pese a la fealdad de esta horda británica, debemos reconocer que la idea de tomarnos una cerveza en alguna terraza como esta (pero alejada), como hacen ellos, nos resulta atractiva. Seguimos, pues, el río y nos aposentamos en el Café de la Paix, junto al palacio de Justicia, un magnífico edificio neoclásico, cerca del cual hemos visto, al llegar, una manifestación de chalecos amarillos. No sé yo si es muy acertado que un café se llame "de la paz" estando al lado de los tribunales. Tras la pausa, deambulamos por la plaza de Aragón, donde una placa nos informa de que aquí se encontraba la casa de Justí Pepratx, el traductor de L'Atlàntiday que en ella se alojaba su autor, el inmortal Jacint Verdaguer, cuando visitaba Perpiñán. Prosiguen los vínculos catalanes, que a Miguel Ángel, como las biznagas de los arriates de la ciudad, no dejan de maravillar. En otra plaza, la de la República, grande y cuadrada, las terrazas están abarrotadas, como en Colliure. En el centro da vueltas un tiovivo dorado, antiguo y bellísimo. Volvemos al coche, listos para el regreso. Advierto una "calle del infierno" junto a otra llamada "del ángel". Entre ambas se anuncia un abogado que atiende por Georges Bobo. No sé yo si confiaría mis asuntos a alguien apellidado así. La salida de Perpiñán, a diferencia de la entrada, es problemática: tardamos cuarenta minutos en superar tres rotondas, colapsadas por miles de coches. En una de ellas vemos otro grupo de chalecos amarillos, aunque no mantienen actitudes belicosas. Se limitan a estar allí, de pie, fumando, charlando, comiéndose un bocadillo. Ellos no lo saben, pero serán la última imagen, revolucionaria pero tranquila, que nos llevemos de Perpiñán. 

2 comentarios:

  1. En las bibliotecas hay que rendir homenajes a los escritores. En el cementerio, ya no queda nada. Detesto los homenajes posmortem. Llevar su legado a las escuelas, y dejarnos de poner flores y placas conmemorativas que de poco o nada sirven. Sí levantara la cabeza, te aseguro,no volvería a España.

    Un abrazo grande, Eduardo.

    ResponderEliminar
  2. Eduardo, te puedo asegurar que el corrector me ha traicionado: si ( sin acento) y post mortem ( separado). No sea que me regañes cuando nos veamos. 😉😉😉😉

    ResponderEliminar